Cortó el pájaro en el plato con tanta velocidad y tan bruscamente que el brujo hasta tembló.
– No te irás de aquí tan rápido -dijo-. En primer lugar porque no tienes por qué. Nada te amenaza…
– Nada de nada, ciertamente. -No aguantó y tomó la palabra-. Los nilfgaardianos se asustarán con la nota de protesta emitida por la chancillería de la condesa. Y si se arriesgaran a venir, los expulsarían de aquí los caballeros andantes de bandas en los ojos y jurando por la garza.
– Nada te amenaza -repitió, sin prestar atención a su sarcasmo-, A Toussaint se le considera por lo general como un condado de cuento, ridículo e irreal, que para colmo, a causa de su producción de vino, está en estado de embriaguez permanente e inmutable alegría báquica. Como quien no es tratado en serio por nada, disfruta de determinados privilegios. Al fin y al cabo provee de vino, y sin vino la vida, como es de todos sabido, no existe. Por eso en Toussaint no actúan agentes algunos, espías ni servicios secretos. Y no hace falta un ejército, basta con los caballeros andantes con el ojo tapado. Nadie atacará Toussaint. Por tu gesto veo que no te he convencido del todo.
– No del todo.
– Una pena. -Fringilla entrecerró los ojos-. Me gusta llegar hasta el fondo. No soporto las medias tintas ni las promesas a medias. Ni las cosas dichas a medias. De modo que lo diré todo: Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune, piensa que estás muerto, los que huyeron le informaron de que los druidas os quemaron vivos a todos. Fulko hace lo que puede para tapar todo el asunto, que tiene toda la pinta de un escándalo. Tiene en ello interés, al fin y al cabo, se preocupa por su propia carrera. Incluso si le llegara la noticia de que estás vivo, será demasiado tarde. La versión que haya dado en sus informes será la obligatoria.
– Mucho sabes.
– Nunca lo he ocultado. De modo que el argumento de la persecución de los nilfgaardianos desaparece. Y simplemente faltan otros que fueran decisivos para irse pronto.
– Interesante.
– Pero cierto. De Toussaint se puede salir por cuatro puertos que conducen a las cuatro partes del mundo. ¿Cuál de los puertos eliges? Los druidas no te dijeron nada y se negaron a colaborar. El elfo de la montaña ha desaparecido…
– De verdad que sabes mucho.
– Eso ya lo dijimos.
– Y quieres ayudarme.
– Y tú rechazas mi ayuda. No crees en la sinceridad de mis intenciones. No confías en mí.
– Escucha, yo…
– No te justifiques. Come más alcachofas.
De nuevo alguien juró por la garza, Cahir les dirigía cumplidos a las baronesas. A Angouléme, achispada, se la oía por toda la sala. El barón aviruelado, animado por las pláticas acerca de arcos y flechas, comenzó incluso a flirtear con Milva.
– Por favor, señora mía, probad el jamón de jabalí. Ah, por así decirlo… En las mis posesiones hay tales campos cerrados donde hay, por así decirlo, piaras de ellos.
– Oh.
– Encuéntranse allí buenas piezas, bichos de tres arrobas… Temporada es… Si vuesa merced lo deseara… Podemos, por así decirlo, de montería…
– Mas no andaremos nosotros largo por estos andurriales -Milva dirigió una extraña mirada petitoria a Geralt-. Puesto que, con perdón de vuesa merced, tenemos nosotros asuntillos de más categoría que los de la caza…
«Aunque -añadió muy rápido al ver cómo el barón se entristecía- con grande gana que me iría con vuesa merced a la caza de las negras bestias. A
l barón se le iluminó el rostro de pronto.
– Si no a la caza, entonces -anunció animado-, entonces a la mi casa os invito. A mi residencia. Os mostraré mi colección de cornamentas, testas, por así decirlo, de pipas y de sables…
Milva clavó la mirada en el mantel.
El barón agarró una bandeja con zorzales, le sirvió a ella, luego sirvió vino en la copa.
– Disculpad -dijo-. Palaciego no soy. No sé entretener. No sirvo para pláticas de corte.
– Yo -respondió Milva tosiendo- en el monte me crié. Sé apreciar el silencio.
Fringilla encontró bajo la mesa la mano de Geralt y la apretó con fuerza. Geralt la miró a los ojos. No era capaz de adivinar lo que se escondía en ellos.
– Confío en ti -dijo-. Creo en la sinceridad de tus propósitos.
– ¿No mientes?
– Lo juro por la garza.
El sereno local debía de haber trasegado lo suyo para celebrar el Yule, puesto que andaba dando tumbos, daba con la alabarda en los letreros de las tiendas y anunciaba en voz alta, se diría que incluso gritando, que eran las diez en el reloj, aunque en realidad era ya bastante más de la medianoche.
– Vete solo a Beauclair -dijo inesperadamente Reynart de Bois-Fresnes al poco de que salieran de la posada-. Yo me quedo aquí. Hasta mañana. Adiós, brujo.
Geralt sabía que el caballero tenía cierta dama amiga en el pueblo, cuyo marido estaba a menudo en viaje de negocios. No hablaban nunca de ello, puesto que los hombres no hablan de tales asuntos.
– Adiós, Reynart. Ten cuidado con el skoffin. No vaya a pudrirse.
– Está helando.
Estaba helando. Las callejuelas estaban vacías y oscuras. La luz de la luna iluminaba los tejados, relucía como un diamante sobre los soplillos de hielo, pero no alcanzaba el fondo de los callejones. Las herraduras de Sardinilla golpeaban contra el empedrado. Sardinilla, pensó el brujo, mientras se dirigía hacia el palacio de Beauclair. Una yegua garbosa de color gris, regalo de Anna Henrietta. Y de Jaskier. Espoleó al caballo. Tenía prisa.
Después del banquete se vieron durante el desayuno, para el que se habían acostumbrado a acudir a la cocina del complejo del castillo. Siempre les recibían bien allí, no se sabe bien por qué. Siempre se encontraba algo caliente allí para ellos, directamente de la cazuela, la sartén o el asador, siempre se encontraba pan, manteca, tocino, queso y níscalos en adobo. Nunca faltaba una jarra o dos de algún producto tinto o blanco de los famosos viñedos locales.
Siempre iban allí. Durante las dos semanas que llevaban en Beauclair. Geralt, Regis, Cahir, Angouléme y Milva. Sólo Jaskier desayunaba en otro lado.
– ¡A él -comentó Angouléme mientras untaba el pan- la manteca con torreznos se la traen a la cama! ¡Y le hacen reverencias!
Geralt tendía a pensar que era precisamente así. Y precisamente aquel día decidió comprobarlo.
Encontró a Jaskier en la sala del homenaje. El poeta llevaba en la cabeza una boina color carmín, grande como un pan de harina de flor, y vestía un doublet del mismo tono, ricamente bordado con hilo de oro. Estaba sentado en un taburete con el laúd en las rodillas y con torpes movimientos de cabeza reaccionaba a los cumplidos de las damas y cortesanos que le rodeaban.
Por suerte, no se veía a Anna Henrietta en el horizonte. De modo que Geralt rompió el protocolo sin vacilar y se acercó osadamente a la escena. Jaskier lo distinguió al punto.
– Tengan la bondad vuesas mercedes -se infló y agitó la mano de forma verdaderamente regia- de dejarnos solos. ¡El servicio ha de alejarse también!
Dio una palmada, y antes de que rebotara el eco ya estaban solos en la sala del homenaje, junto con las armaduras, las pinturas, las panoplias y el fuerte olor a polvos dejado por las damas.
– Bonita diversión -afirmó Geralt sin exagerado retintín- es el echarlos así, ¿no? Debe de ser un sentimiento bonito, el dar una orden con gesto de señor, una palmada, un fruncimiento de ceño monárquico. Mirar cómo se van de espaldas, como los cangrejos, doblándose ante ti en reverencias. Bonita diversión, ¿no? ¿Señor favorito?
Jaskier frunció el ceño.
– ¿Quieres algo concreto? -preguntó con acidez-. ¿O es sólo hablar por hablar?
– Se trata de algo muy concreto. Tan concreto que no se puede más.
– Habla entonces, te escucho.