– Jaskier.
– Cuenta.
Contó. Fringilla escuchó, sentada en un montón de libros, con un pie sobre el otro.
– En fin -suspiró cuando él hubo terminado-. Reconozco que me esperaba algo de este estilo. Anarietta, hace mucho que lo advertí, muestra síntomas de enamoramiento.
– ¿Enamoramiento? -bufó él-. ¿O de antojos de gran señora?
– ¿Tú no crees -lo miró inquisitivamente-, por lo que parece, en el amor verdadero y limpio?
– Mi fe -cortó- no es precisamente el tema del debate ni tiene nada que ver con ello. Se trata de Jaskier y de su estúpida…
Se interrumpió, perdiendo de pronto su seguridad.
– Con el amor -dijo Fringilla lentamente- es como con un cólico nervioso. Mientras no te dé un ataque ni siquiera puedes imaginarte qué es eso. Y cuando te lo describen, no lo crees.
– Algo de ello hay -reconoció el brujo-. Pero también hay diferencias. La razón no te preserva de un cólico nervioso. Ni lo cura.
– El amor se burla de la razón. Y ahí yace su belleza y encanto.
– Su estupidez, más bien.
Ella se levantó y se acercó a él, al tiempo que se quitaba los guantes. Sus ojos daban la sensación de ser oscuros y profundos detrás de la cortina de sus pestañas. Olía a ámbar, a rosas, a polvo de biblioteca, a papel podrido, a minio y colorante de imprenta, a tinta china, a estricnina, con la que se intentaba envenenar a los ratones de la biblioteca. Aquellos olores no tenían mucho que ver con un afrodisiaco. Por ello, más extraño fue que funcionara.
– ¿No crees -dijo ella con la voz cambiada- en el impulso repentino? ¿En la atracción brusca? ¿En el encuentro de dos bólidos que vuelan en trayectoria de colisión? ¿En los cataclismos?
Extendió la mano, tocó su hombro. Él la tocó a ella en el hombro. Los rostros se acercaron aún con cierta reserva, atentos y en tensión, los labios se unieron también con cuidado y delicadeza, como si temieran espantar a una criatura muy, pero que muy asustadiza.
Y luego los bólidos se encontraron y tuvo lugar el cataclismo. Cayeron sobre un montón de folios que se desparramaron por todos lados bajo su peso. Geralt metió la nariz en el escote de Fringilla, la abrazó con fuerza y sujetó por detrás de las rodillas. En la operación de subirle el vestido por encima del talle le estorbaron diversos libros, entre ellos el Vidas de los profetas, lleno de misteriosas iniciales e ilustraciones, así como el De haemorrhoidibus, un interesante, aunque controvertido, tratado de medicina. El brujo empujó los volúmenes a un lado, tiró del vestido con impaciencia. Fringilla alzó los muslos voluntariosa. Algo le molestaba en el hombro. Volvió la cabeza. La ciencia del arte del parto para mujeres. Rápidamente, para no tentar al demonio, miró en dirección opuesta. De las aguas calientes sulfurosas. Cierto, cada vez hacía más calor. Con el rabillo del ojo vio el frontispicio del libro abierto en el que descansaba su cabeza. Notas sobre la inexcusable muerte. Aún mejor, pensó.
El brujo forcejeaba con las bragas. Ella alzó los muslos, pero esta vez sólo levemente para que pareciera un movimiento fortuito y no una ayuda. No lo conocía, no sabía cómo reaccionaba ante las mujeres. Si acaso a las que saben lo que quieren no preferiría aquéllas que fingen que no saben. Y si no le desanimaba el que las bragas ofrecieran resistencia.
El brujo sin embargo no parecía mostrar ningún síntoma de desánimo. Se podría decir que antes al contrario. Viendo que ya era hora, Fringilla abrió las piernas con entusiasmo e ímpetu, haciendo caer un montón de libros y fascículos amontonados en pilas, los cuales se derramaron sobre ellos como un alud. El Derecho hipotecario, encuadernado en curtida piel, se apoyó en sus nalgas y el Codex diphmaticus, adornado con guarniciones de latón, cayó en la muñeca de Geralt. Geralt valoró y aprovechó la situación al vuelo: colocó el obeso tomo donde había que hacerlo. Fringilla chilló, porque las guarniciones estaban frías. Pero sólo un momento.
Suspiró profundamente, soltó los cabellos del brujo, extendió los brazos y sus manos aferraron sendos libros, la mano izquierda sujetó la Geometría descriptiva, la derecha el Esbozo sobre reptiles y anfibios.
Geralt, que la sujetaba por las caderas, sin quererlo derrumbó de una patada otro montón de libros, estaba sin embargo demasiado ocupado como para preocuparse por los folios que llovieron sobre ellos. Fringilla, jadeando espasmódicamente, hundió la cabeza entra las páginas de Notas sobre la inexcusable…
Los libros rodaban con un susurro, el fuerte olor a polvo viejo taladraba la nariz. Fringilla gritó. El brujo no lo oyó, porque apoyó los muslos en sus orejas. Arrojó de sí la Historia de las guerras y el Almacén de todas las ciencias necesarias para la vida, que le estaban molestando. Peleando lleno de impaciencia con los botoncillos y ganchos de la parte superior del vestido, se movió del sur al norte, leyendo sin quererlo los títulos en las cubiertas, lomos, frontispicios y primeras páginas. Bajo el talle de Fringilla: El perfecto agricultor. Bajo sus axilas, no lejos de un pequeño, hermoso y arrogantemente firme pecho: De los alcaldes inútiles y porfiados. Bajo el codo: Economía o simple descripción de cómo se forja, dispensa y aprovecha la riqueza. Notas sobre la inexcusable muerte, leyó, con los labios ya en el cuello de ella y las manos en la cercanía de Los alcaldes…
Fringilla expulsaba unos sonidos difíciles de clasificar: no eran gritos, ni gemidos, ni suspiros.
Las estanterías temblaban, los montoncillos de libros se sacudían y caían, acumulándose como si fueran piedras durante un violento terremoto. Fringilla gritó. Un mirlo blanco cayó con un estampido de una de las estanterías, se trataba de una primera edición de De larvis scenicis et figuris comicis, detrás de él cayó el Compendio de órdenes generales para la caballería, arrastrando consigo la Heráldica de Jan de Attre, adornada con hermosos grabados. El brujo gimió, derribando nuevos tomos con una patada al estirar la pierna. Fringilla lanzó de nuevo un grito, fuerte y agudo, golpeó con el tacón las Reflexiones o meditaciones para todos los días del año, una interesante obra anónima que, sin saber cómo, apareció sobre la espalda de Geralt. Geralt tembló y leyó por encima del hombro de ella, enterándose lo quisiera o no de que las Notas…las había escrito el doctor Albertus Rivus, las había editado la Academia Cintrensis y las había impreso el maestro tipógrafo Johann Froben Júnior, en el segundo año del reinado de SM el rey Corbett. Continuó un silencio roto sólo por el susurro de los libros que se desplazaban y las páginas al darse la vuelta.
¿Qué hacer, pensó Fringilla, tocando con un perezoso movimiento de la mano el costado de Geralt y el duro pico de las Reflexiones sobre la naturaleza de las cosas.
¿Proponerlo? ¿O esperar a que él lo proponga? Pero que no me tenga por frívola y desvergonzada…
¿Pero qué pasará entonces si no lo propone?
– Ven y vamos a buscar alguna cama -propuso el brujo con voz un poco ronca-. No se debe tratar así a los libros.
Encontramos entonces una cama, pensó Geralt, poniendo a Sardinilla al galope por el paseo del parque. Encontramos una cama en sus habitaciones, en su alcoba. Hicimos el amor como locos, ávidamente, vorazmente, codiciosamente, como después de años de celibato, como para acumular, como si hubiéramos de volver de nuevo al celibato. Nos dijimos muchas cosas. Nos dijimos el uno al otro verdades muy triviales. Nos dijimos el uno al otro mentiras muy hermosas. Pero esas mentiras, aunque eran mentiras, no estaban pensadas para engañar.