– ¿Y qué tal le va a Jaskier? -preguntó el brujo de pronto-. No le he visto desde hace tanto tiempo que todo mi conocimiento de sus andanzas está sacado de los romancillos que se cantan por la villa.
– No estamos en mejor situación. -Regis sonrió con los labios muy apretados-. Sólo sabemos que nuestro poeta está ya con la condesa doña Anarietta en una relación tan estrecha que se permite, incluso ante testigos, un cognomen bastante de confianza. La llama Armiño.
– ¡Y acierta en ello! -dijo con la boca llena Angouléme-. Esta señora condesa tiene ciertamente una nariz algo de armiño. Por no hablar de los dientes.
– Nadie es perfecto. -Fringilla entrecerró los ojos.
– Verdad de la buena.
Las gallinas, la negra y la pintarazada, se desmelenaron tanto como para comenzar a picotear las botas de Milva. La arquera las espantó de un puntapié fulminante, maldijo. Geralt la miraba desde hacía tiempo. Ahora se decidió.
– María -dijo serio, incluso seco-. Ya sé que es difícil considerar nuestra charla como seria y nuestras bromas como escogidas. Pero no tienes por qué demostrárnoslo con un gesto tan áspero. ¿O es que ha pasado algo?
– Pues claro que ha pasado -dijo Angouléme.
Geralt la hizo callar con una mirada severa. Demasiado tarde.
– ¿Y qué es lo que vosotros sabéis? -Milva se levantó bruscamente, a poco no tira la silla-. ¿Y qué es lo qué sabéis, eh? ¡Así sus lleve el satanás y la peste! Que sus den por culo, ¿me oís?, ¡a todos!
Tomó el vaso de la mesa, lo bebió hasta el fondo, luego lo arrojó al suelo sin vacilar. Y se fue a toda prisa, dando un portazo.
– La cosa es seria… -comenzó al cabo Angouléme, pero esta vez fue el vampiro el que la hizo callar.
– La cosa es muy seria -confirmó éste-. No me esperaba sin embargo reacción tan extrema de parte de nuestra arquera. Por lo común se reacciona así cuando te dan calabazas, no cuando tú las das.
– ¿De qué releches estáis hablando? -Geralt se puso nervioso-. ¿Eh? ¿Me dirá por fin alguno de vosotros de qué se trata?
– Del barón Amadís de Trastámara.
– ¿Ese cazador de jeta picada de viruelas?
– El mismo en persona. Se le declaró a Milva. Hace tres días, durante una cacería. Él la llevaba invitando a cazar desde hacía un mes…
– Una de las cacerías fue de dos días. -Angouléme mostró sus dientes con descaro-. Pasando una noche en un castillete de caza, ¿entendéis? Apuesto la testa a que…
– Cierra el pico, moza. Habla, Regis.
– Le pidió la mano formalmente y con ceremonia. Milva le rechazó, parece ser que de forma más bien brusca. El barón, aunque tenía pinta de ser razonable, se enfadó con el rechazo como un mozuelo, se enfurruñó y de inmediato se fue de Beauclair. Y desde entonces Milva anda como un penitente.
– Llevamos demasiado tiempo aquí -murmuró el brujo-. Demasiado tiempo.
– ¿Y quién lo dice? -dijo Cahir, que había estado en silencio hasta aquel momento-. ¿Y quién lo dice?
– Perdonadme. -El brujo se levantó-. Hablaremos de ello cuando vuelva. El apoderado de los viñedos de Pomerol me está esperando. Y la puntualidad es la virtud del brujo.
Después de la brusca salida de Milva y de la partida del brujo, el resto de la compañía siguió desayunando en silencio. Por la cocina, asentando asustadizas sus patas uñosas, caminaban dos gallinas, una negra y otra pintarazada.
– Tengo un problemilla… -habló por fin Angouléme, posando sobre Fringilla sus ojos al otro lado de un plato que había dejado limpio arrebañándolo con un cuscurro de pan.
– Entiendo. -La hechicera afirmó con la cabeza-. No es nada terrible. ¿Cuándo tuviste la última regla?
– ¿Pero qué dices? -Angouléme se levantó con violencia, espantando a las gallinas-. ¡Nada de eso! ¡Completamente otra cosa!
– Pues te escucho.
– Geralt quiere dejarme aquí cuando se ponga en marcha.
– Oh.
– Dice -trinó Angouléme- que no tie derecho a ponerme en peligro y semejantas tonterías. Y yo quiero ir con él…
– Oh.
– No me cortes, ¿vale? Yo quiero ir con Geralt porque sólo con él no tengo miedo de que me pille el Tuerto Fulko otra vez, y aquí, en Toussaint…
– Angouléme -la interrumpió Regis-. Hablas en vano. La señora Vigo te oye, pero no te escucha. Sólo la altera una cosa: la partida del brujo.
– Oh -repitió Fringilla, volviendo la cabeza hacia él y entrecerrando los ojos-. ¿Qué es lo que os habéis dignado mencionar, señor Terzieff-Godefroy? ¿La partida del brujo? ¿Y cuándo se pondrá en marcha? Si se puede saber.
– Puede que no hoy, puede que no mañana -le respondió con voz suave el vampiro-. Pero algún día de seguro. Sin faltar a nadie.
– No pienso que me hayan faltado -respondió Fringilla con voz fría-. Por supuesto, si es a mí a quien os referís. Volviendo a ti, Angouléme, te aseguro que hablaré con Geralt de la partida de Toussaint. Te garantizo que el brujo conocerá mi opinión acerca de este asunto.
– Claro, por supuesto -bufó Cahir-. No sé cómo yo sabía que ibais a responder así, doña Fringilla.
La hechicera le miró largo rato.
– El brujo no debiera irse de Toussaint. Nadie que le quiera bien debiera empujarle a ello. ¿Dónde va a estar mejor que aquí? Nada en el lujo. Tiene sus monstruos a los que da caza y no gana poco con ello. Su amigo y conmilitón es el favorito de la condesa que aquí gobierna, la propia condesa también le es favorable. Sobre todo a causa de ese súcubo que tenía hechizadas las alcobas. Sí, sí, señores. Anarietta, como todas las nobles señoras de Toussaint, está infinitamente contenta con el brujo. El súcubo dejó de hechizar como si lo hubieran cortado con un cuchillo. De modo que las señoras de Toussaint han juntado para una recompensa especial, cualquier día de éstos la ingresarán en la cuenta del brujo en el banco de los Cianfanelli. Multiplicando la fortunilla que el brujo ya ha ido guardando allí.
– Un bonito gesto de parte de las señoras. -Regis no bajó los ojos-. Y la recompensa es merecida. No es fácil conseguir que el súcubo deje de hechizar. Me podéis creer, doña Fringilla.
– Y os creo. Y por cierto, uno de los guardias del palacio afirma haber visto al súcubo. De noche, en las almenas de la torre Caroberta. En compañía de otro espectro. Un vampiro, al parecer. Ambos demonios iban de paseo, juró el guardia, y tenían pinta de ser amigos. ¿Sabéis algo más de esto, señor Regis? ¿Sois capaces de explicarlo?
– No. -A Regis no le temblaron ni los párpados-. No lo somos. Hay cosas en el cielo y en la tierra con las que no han soñado los filósofos.
– Sin duda hay tales cosas. -Fringilla afirmó agitando su morena cabeza-. Sin embargo, en lo tocante a la presunta partida del brujo, ¿sabéis algo más? Puesto que a mí, sabed, nada me ha comentado acerca de estos propósitos, y acostumbra a contarme todo.
– Seguro -bufó Cahir. Fringilla le ignoró.
– ¿Señor Regis?
– No -dijo el vampiro al cabo de un instante de silencio-. No, doña Fringilla, os ruego que estéis tranquila. En absoluto nos concede el brujo mayor afecto ni confianza que a vos. No nos susurra al oído secreto alguno que escondiera ante vos.
– Entonces -Fringilla estaba templada como el granito-, ¿por qué estas nuevas acerca de una partida?
– Pues eso es -tampoco ahora le temblaron los párpados al vampiro- como en ese refranillo tan lleno del encanto juvenil de nuestra querida Angouléme: algún día habrá que cagar o soltar las tripas. En otras palabras…
– Ahorraos las otras palabras -le interrumpió Fringilla con brusquedad-. Éstas tan al parecer llenas de encanto han sido de sobra.
Durante un largo instante reinó el silencio. Las dos gallinas, la negra y la pintarazada, caminaban y picoteaban lo que podían. Angouléme se limpió con la manga la nariz manchada de rábano. El vampiro, pensativo, jugueteaba con una rodaja de salchicha.