Entraron en la plaza, dejaron a un lado el cadalso. Y la horca con su ahorcado.
– Cosa de riesgo es -el apoderado señaló con un movimiento de cabeza- el ajuntar rimas y cantar canciones. En especial, públicamente.
– Severos son aquí los jueces. -Geralt entendió al punto de qué se trataba-. En cualquier otro lugar por una burla como mucho toca la picota.
– Depende de sobre quién sea la burla -valoró sereno Alcides Fierabrás-. Y de cómo esté rimada. Nuestra señora condesa buena es, y entrañable, pero como se enfade…
– A las canciones, como dice cierto amigo mío, no se las puede acallar.
– A las canciones no. Pero al cantador sí, miradlo.
Atravesaron la ciudad, cruzaron la puerta de los Toneleros enfrente del valle del Blessure, que se agitaba y espumeaba vivamente en los rápidos. Sólo quedaba nieve en las sombras y huecos de los campos, pero hacía bastante frío. Les pasó un grupo de caballeros, que de seguro se dirigían hacia el paso de Cervantes, a la atalaya fronteriza de Vedette. Todo se llenó del color de los escudos pintados y de las capas y gualdrapas bordadas con grifos, leones, corazones, lises, estrellas, cruces, vacas y otros artificios heráldicos. Tronaban los cascos, chasqueaban las enseñas, resonaba cantada con voz potente una estúpida canción acerca de la suerte del caballero y de su amada, la cual, en vez de esperar, se dio mucho antes.
Geralt siguió a la comitiva con la mirada. La visión de los caballeros andantes le trajo a la memoria a Reynart de Bois-Fresnes, el cual apenas acababa de volver del servicio y recuperaba fuerzas en los brazos de su burguesa, cuyo marido, mercader, no volvía por las mañanas ni las tardes, de seguro retenido en algún lugar del camino por ríos desbordados, bosques llenos de ñeras y otras locas fuerzas de la naturaleza. El brujo no pensaba en arrancar a Reynart del abrazo de su amada, pero lamentaba verdaderamente el no haber trasladado el contrato con los viñedos de Pomerol a otro momento posterior. Apreciaba al caballero, le faltaba su compañía.
– Vayamos, señor brujo.
– Vayamos, señor Fierabrás.
Caminaron por el camino real en dirección al río. El Blessure se retorcía y hacía meandros, pero había muchos puentes, así que no se vieron obligados a alargar el camino. De los ollares de Sardinilla y de la muía resalía vapor.
– ¿Qué pensáis, señor Fierabrás, va a durar mucho el invierno?
– En el Saovine heló lo suyo. Y bien dice el refrán: «Saovine de yelos, ponte el sombrero».
– Entiendo. ¿Y a vuestras viñas? ¿No les afecta el frío?
– Año hubo de más fríos.
Cabalgaron en silencio.
– Mirad allá -habló Fierabrás, al tiempo que señalaba-. Allá en la umbría está la aldea de Los Bajos Pelados, En aquellos campos, cosa rarísima, crecen cacerolas.
– ¿Cómo?
– Cacerolas. Se crían en el seno de la tierra, de por sí, no más que por arte de la naturaleza, sin ayuda humana alguna. Tal y como en otros sitios crecen patatas o nabos, en Los Bajos Pelados crecen cacerolas. De todo tipo y diferentes formas.
– ¿De verdad?
– Que se me coman los gusanos. Por ello tiene Los Bajos Pelados contactos comerciales con la aldea de Tambores, en Maecht. Puesto que allá, por lo que dice la gente, crecen tapaderas de cacerolas.
– ¿De todo tipo y diferentes formas?
– En el clavo disteis, señor brujo.
Siguieron adelante. En silencio. El Blessure se retorcía y espumeaba entre las peñas.
– Yallá, mirad, señor brujo, están las ruinas del antiquísimo castillo de Dun Tynne. De creer los cuentos, fuera él testigo de terribles escenas. Walgerius, al que llamaban Robustus, mató allí de forma sangrienta y entre crueles tormentos a su infiel esposa, al amante de ésta, a la madre de ésta, a la hermana y el hermanó de ésta. Y luego sentóse y lloró, sin decir por qué…
– He oído hablar de ello.
– ¿Anduvisteis ya por acá?
– No.
– Ja. Largo corrieron los cuentos.
– En el clavo disteis, señor apoderado.
– ¿Y aquella -señaló el brujo- tan esbelta torrecilla, allá, tras aquel castillo? ¿Qué es lo que sea?
– ¿Aquélla? ¿El santuario aquél?
– ¿De qué deidad?
– Y quién se va a acordar.
– Cierto. Quién se va.
Hacia el mediodía distinguieron los viñedos, que caían suavemente hacia el Blessure por las faldas de las colinas, cubiertas por las rizadas ramas de unas vides ordenadamente dispuestas, ahora tristes, desnudas y secas. En la cumbre de la colina más alta, azotados por el viento, se erguían hacia el cielo una torre, un grueso donjón y las barbacanas del castillo de Pomerol.
A Geralt le interesó el que el camino que llevaba hasta el castillo estuviera gastado, arañado por los cascos de los caballos y las llantas de las ruedas no menos que el patio principal. Se veía claramente que mucha gente dejaba el camino para entrar al castillo de Pomerol. Se abstuvo de preguntar hasta el momento en que vieron junto al castillo algunos carros uncidos, cubiertos con lonas, vehículos sólidos y poderosos usados para el transporte a larga distancia.
– Mercaderes -le aclaró el apoderado cuando le preguntó-. Comerciantes de vino.
– ¿Mercaderes? -se asombró Geralt-. ¿Cómo es eso? Pensaba que los pasos de las montañas estaban cubiertos de nieve, y que Toussaint estaba aislado del mundo… ¿De qué forma llegaron aquí los mercaderes?
– Para los mercaderes -dijo el apoderado Fierabrás con gesto serio- no hay mal camino, a lo menos para aquéllos que tratan seriamente su proceder. Ellos, señor brujo, tienen la siguiente regla: si el fin lo merece, habrá de hallarse un modo.
– Ciertamente -dijo Geralt con lentitud- es ésa regla acertada y digna de emulación. En toda situación.
– Sin chanzas. Mas verdad es que algunos de los tratantes anidan acá desde el otoño, no pueden irse. Pero no dejan decaer el espíritu y dicen, bah, y qué más da, a cambio andaremos los primeros en la primavera, antes de que la competencia aparezca. Ellos lo llaman: pensar positivamente.
– Y también tal regla -Geralt afirmó con la cabeza- es difícil de rechazar. Una cosa sola me resulta chocante, señor apoderado. ¿Por qué los mercaderes están aquí, en estos despoblados, y no en Beauclair? ¿La condesa no se digna darles hospitalidad? ¿Desprecia acaso a los mercaderes?
– Para nada -respondió Fierabrás-. La señora condesa los convida a menudo, mas ellos la rechazan cortésmente. Y se quedan en las viñas.
– ¿Por qué?
– Beauclair, dicen, no es más que banquetes, bailes, jaranas, borracheras y amoríos. Allá el hombre se apoltrona, embrutece y pierde el tiempo, en vez de pensar en el comercio. Y hase de pensar en lo que de verdad sea importante. En el fin, que todo lo justifica. Sin pausa. Sin alterar los pensamientos con zarabandas. Entonces, y sólo entonces, se alcanza el fin buscado.
– Ciertamente, señor Fierabrás -dijo el brujo con lentitud-. Contento estoy de nuestro común viaje. Mucho he de aprovechar las nuestras pláticas. Mucho, de verdad.
Pese a lo que el brujo esperaba, no entraron en el castillo de Pomerol, sino que siguieron un poco más allá, hacia un promontorio al otro lado del valle sobre el que se elevaba otro castillejo, algo más pequeño y mucho peor cuidado. El castillo se llamaba Zurbarrán. Geralt se alegró ante la perspectiva del próximo trabajo, puesto que Zurbarrán, oscuro y dentado a causa de las derruidas almenas, tenía un aspecto que ni pintado para ser ruina maldita, sin duda alguna repleta de hechizos, monstruos y desvarios. En su interior, en el patio, en lugar de monstruos y desvarios contempló a unas cuantas personas enfrascadas en tareas tan fantásticas como hacer rodar unos barriles, cepillar unas tablas y clavarlas con ayuda de clavos. Olía a madera nueva, a cal nueva y a estiércol antiguo, a vino amargo y amarga sopa de guisantes. Al poco sirvieron la sopa. Hambrientos a causa del camino, el viento y el frío, comieron ansiosos y en silencio. Les acompañaba un asistente del apoderado Fierabrás, el cual le fue presentado a Geralt como Simón Gilka. Les servían dos muchachas rubias de cabellos de al menos dos codos de longitud. Ambas le lanzaron al brujo unas miradas tan expresivas que éste decidió ocuparse de inmediato del trabajo. Simón Gilka no había visto al monstruo. Tan sólo conocía su aspecto por relatos de segunda mano.