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– Negro era como la pez, mas cuando se arrastrara por la pared, se podían ver los ladrillos a través suyo. Como la gelatina era, si me entendéis, señor brujo, o, con perdón, como los mocos. Y tenía las patas largas y finústicas, y cuantiosas patas tenía, a lo menos ocho o más quizá. Y Yontek se quedó quieto parao, quieto parao, mirando hasta que al cabo se le ocurrió algo y se lió a gritar: «¡Desparece, piérdete!», y hasta añadió un exorcismo: «¡Y asá te murieras, jodeputa!». Y antonces el bicharraco, ¡sis, sis, sis! Siseó y hasta luego Lucas. Y huyó como alma que lleva el diablo. Entonces los mozos dijeron: si hay un moustruo, pues, coño, darnos un aumento por currar en situación prejudicial para la salud, y si no, pues nos vamos al gremio y os denunciamos. Vuestro gremio, les dije, me la puede…

– ¿Cuándo se vio al monstruo por vez primera? -le interrumpió Geralt.

– Unos tres días hace. Así como antes de Yule.

– Dijisteis -el brujo miró al apoderado- que antes de Lammas.

A Alcides Fierabrás se le ruborizaron los lugares que no estaban cubiertos por la barba. Gilka bufó.

– Vaya, vaya, señor apoderado, si se quiere apoderar, pues ha de estarse más aquí, y no andar lustrando la silla con el culo en la oficina de Beauclair. Pienso yo que…

– No me interesan -le interrumpió Fierabrás- vuestros pensamientos. Hablar del monstruo.

– Y que ya lo dije, coño. Todo lo que pasó.

– ¿No hubo víctimas? ¿Nadie fue atacado?

– No. Un año ha que desapareció un bracero sin dejar rastro. Hay quien dice que fue el moustruo quien lo agarrara y se lo arrastrara al abismo. Mas otros dicen que qué cojones de moustruo ni que ocho cuartos, sino que al tal bracero de su mesma gana hizo un yo me largo y ello a causa de otros y de los elementos. Pues él, fijarsus, jugaba a los güesos con ansia y para colmo le infló la tripa a una molinera y la tal molinera se fue al juez y el juez por su parte le mandó al bracero pasarle una pensión…

– ¿No atacó el monstruo a nadie más? -Geralt interrumpió nervioso la prédica-, ¿Nadie más lo ha visto?

– No.

Una de las mozas, al servirle el vino local a Geralt, le pasó un pecho por la oreja, después de lo cual maulló invitadora.

– Vamos -dijo Geralt rápido-. No hay por qué platicar ni darle vueltas. Llevadme a las bodegas.

El amuleto de Fringilla, triste era el afirmarlo, no cumplía con las esperanzas puestas en él. El que aquella crisoprasa labrada y envuelta en plata sustituiría a su medallón brujeril del lobo, Geralt no lo había creído ni por un instante. Fringilla al fin y al cabo tampoco lo había prometido. Sin embargo, le había asegurado -muy segura de ello- que cuando se integrara con la psique del que lo llevaba, el amuleto sería capaz de realizar muy distintas cosas, entre ellas, avisar del peligro. Sin embargo, o bien el hechizo de Fringilla no había tenido éxito o bien Geralt y el amuleto diferían en lo que consideraban o no como peligro. La crisoprasa apenas tembló perceptiblemente cuando, al ir hacia el sótano, cortaron el paso a un enorme gato cano que desfilaba por el patio con la cola en alto. El gato, al cabo, debía de haber recibido alguna señal del amuleto, porque bufó, maullando agudamente. Cuando el brujo entró en el sótano, el medallón comenzó a vibrar acá y allá de forma enervante, y ello en bóvedas secas, ordenadas y limpias en las que la única amenaza era el vino guardado en unos grandes barriles. A alguien que, habiendo perdido el autocontrol, se tumbara con la boca abierta bajo los grifos, le amenazaba allí una tremenda borrachera. Y nada más.

Sin embargo, el medallón no tembló cuando Geralt dejó la parte de los subterráneos que estaba en uso y bajó por una sucesión de escaleras y galerías. El brujo ya hacía mucho que se había dado cuenta de que bajo la mayoría de los viñedos de Toussaint había antiquísimas minas. De seguro que había sido así que, cuando las viñas que se habían plantado comenzaron a crecer y a asegurar mejores beneficios, se había terminado con la explotación del mineral y se habían abandonado las minas, adaptando en parte sus corredores y túneles para bodegas y sótanos. Los castillos de Pomerol y Zurbarrán estaban construidos sobre una antigua mina de pizarra. Abundaban allí las galerías y agujeros, bastaba un simple momento de descuido para caer al fondo de alguna complicada fractura. Parte de los agujeros estaban velados por tablas podridas cubiertas de polvo de pizarra y casi no se diferenciaban del suelo. Un paso descuidado sobre algo así era peligroso, de modo que el medallón tenía que advertir de ello. No advertía. Tampoco advirtió cuando de un montón de rocas de pizarra a unos diez pasos por delante de Geralt surgió una forma difusa que arañó con sus uñas el suelo, sacó la sin hueso con rabia y aulló horrendamente, después de lo cual con un silbido y un chirrido echó a correr por el túnel y se escondió en uno de los nichos que se abrían en la pared.

El brujo maldijo. El artilugio mágico reaccionaba ante los gatos pelicanos, pero no con los gremlins. Habrá que hablar de esto con Fringilla, pensó, acercándose al agujero por el que había desaparecido la criatura.

El amuleto tembló con fuerza.

Justo a tiempo, pensó. Pero entonces reflexionó. Puede que el medallón no fuera tan estúpido al fin y al cabo. La táctica acostumbrada y preferida de los gremlins se basaba en la huida y la encerrona durante la que se cortaba al perseguidor con unas zarpas tan afiladas como hoces. El gremlin podía estar esperando allí, en la oscuridad, y el medallón lo señalaba. Esperó largo rato, conteniendo el aliento, aguzando el oído con cuidado. El amuleto yacía tranquilo e inerte sobre su pecho. Del agujero salía un hedor desagradable, podrido. Pero reinaba un silencio absoluto. Y ningún gremlin habría aguantado tanto tiempo en silencio. Sin pensárselo, se arrastró al agujero y continuó a cuatro patas, rozándose la espalda con la deformada roca. No avanzó mucho.

Algo crujió y chascó, el suelo cedió y el brujo cayó junto con algunas libras de arena y grava. Por suerte aquello duró poco, bajo sus pies no había un abismo sin fondo sino un simple agujero. Rodó como mierda por un canal de alcantarilla y chocó con un estruendo contra unos fragmentos de madera podrida. Agitó los cabellos y escupió arena, lanzó unas blasfemias terribles. El amuleto vibraba sin pausa, le golpeteaba en el pecho como un gorrión bajo la axila. El brujo se contuvo de arrancárselo y mandarlo al diablo. En primer lugar porque Fringilla se pondría furiosa. En segundo, la crisoprasa tenía al parecer otras cualidades hechiceriles. Geralt albergaba la esperanza de que aquéllas serían más fiables. Cuando intentó levantarse tentó con la mano la redondez de una calavera. Y comprendió que aquello sobre lo que yacía no era madera en absoluto.

Se levantó, distinguió con rapidez un montón de huesos. Todos eran humanos. Todos eran personas que, en el momento de su muerte, habían estado cubiertos de cadenas y casi con toda seguridad desnudos. Los huesos estaban golpeados y mordisqueados. Puede que cuando los mordieran aquellas personas ya no estuviesen vivas. Pero aquello no era seguro.

De aquella galería le sacó un corredor largo, recto como una flecha. La pared pizarrosa estaba bastante bien pulida, no parecía ya una mina. Salió de pronto a una enorme caverna cuyo techo estaba sumido en la oscuridad. El centro de la caverna lo ocupaba un gigantesco agujero, negro y sin fondo, sobre el que colgaba un puente de piedra con un aspecto peligrosamente elaborado.