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Fluían gotas de agua por las paredes, su eco resonaba. Un viento frío y apestoso surgía del abismo. El amuleto estaba tranquilo. Geralt entró en el puente, atento y concentrado, intentando mantenerse lejos de las balaustradas a punto de deshacerse. Al otro lado del puente había otro corredor. En sus pulidas paredes advirtió unos oxidados soportes para antorchas. Había también allí nichos, en algunos de los cuales había estatuas de granito, sin embargo el agua que había caído durante años las había erosionado y desfigurado hasta convertirlas en muñecos sin forma. En las paredes colgaban también placas con relieves. Éstas, realizadas en un material más resistente, eran más legibles. Geralt reconoció una mujer con cuernos de media luna, una torre, una golondrina, un jabalí, un delfín, un unicornio.

Escuchó una voz.

Se detuvo, conteniendo el aliento.

El amuleto vibraba.

No, aquello no era una ilusión, no era el susurro de la pizarra desmoronándose ni el eco del agua goteando. Era una voz humana. Geralt cerró los ojos, aguzó el oído. La localizó. La voz, el brujo se dejaría cortar el cuello, provenía de otro de los nichos, detrás de otra estatua deformada, aunque no tanto como para haber perdido unas redondas formas de mujer. Esta vez el medallón estuvo a la altura de las circunstancias. Brilló y Geralt advirtió de pronto un reflejo metálico en la pared. Abrazó a la deformada mujer en un poderoso abrazo, la hizo girar con fuerza. Algo chirrió, todo el nicho giró sobre un soporte de acero, dejando al descubierto unas escaleras retorcidas. De nuevo le alcanzó una voz que provenía de la cima de las escaleras. Geralt no se lo pensó largo rato.

Arriba encontró una puerta que se abrió sin resistencia e incluso sin chirrido. Detrás de la puerta había un pequeño cuarto abovedado. De las paredes surgían cuatro enormes tubos de latón que se abrían al final como si fueran trompas. En el centro, entre las salidas de las trompas, había un sillón y en el sillón estaba sentado un esqueleto. Sobre el cráneo, hundido hasta los dientes, tenía los restos de un birrete, estaba vestido con los harapos de lo que alguna vez fueran ricos ropajes, una cadena de oro al cuello, y en las piernas unas botas de cordobán muy mordisqueadas por las ratas con los pies al descubierto.

Una carcajada surgió de una de las trompas, tan fuerte e inesperada que el brujo hasta dio un salto. Luego alguien se sonó los mocos, un sonido que amplificado muchas veces por el tubo de latón sonó como el averno.

– Salud -surgió del tubo-. Vaya unos mocos tenéis, Skellen.

Geralt quitó el esqueleto del sillón, sin olvidarse de arrancarle la cadena de oro y metérsela en el bolsillo. Luego se sentó en el lugar de las escuchas. En el final de las trompas.

Uno de los espiados tenía voz de bajo, profunda y vibrante. Cuando hablaba, el tubo de latón hasta retumbaba.

– Vaya unos mocos tenéis, Skellen. ¿Dónde os habéis resfriado de tal modo? ¿Y cuándo?

– No vale la pena hablar de ello -dijo el acatarrado-. La maldita enfermedad se me ha pegado y sigue aquí, apenas ha desaparecido, vuelve de nuevo. Ni la magia ayuda.

– ¿No sería mejor entonces cambiar de mago? -habló otra persona con una voz chirriante como una pluma vieja y oxidada-. El Vilgefortz ése, de momento, no puede vanagloriarse de muchos éxitos, desde luego. En mi opinión…

– Dejémoslo -le interrumpió alguien que hablaba con un curioso arrastrar de las sílabas-. No es por esto por lo que hemos organizado aquí este encuentro, en Toussaint. En el confín del mundo.

– ¡En el puto culo del mundo!

– Este confín del mundo -dijo el acatarrado- es el único país que conozco que no posee un servicio secreto propio. El único rincón del imperio que no está plagado de agentes de Vattier de Rideaux. Este eternamente gozoso y embriagado condado es considerado una comedia y nadie lo trata en serio.

– Estos paisejos -dijo el que arrastraba las sílabas- siempre fueron un paraíso para los espías y el lugar preferido para sus encuentros. Por ello atraían también al contraespionaje y a los espías, a diversos mirones y escuchadores profesionales.

– Puede que así fuera antes. Pero no con el gobierno de las hembras, algo que dura ya en Toussaint casi cien años. Repito, estamos seguros aquí. Nadie nos encontrará ni espiará. Podemos, fingiendo ser mercaderes, hablar tranquilamente acerca de las cuestiones que son de tanto interés sobre todo para vuesas mercedes. Para vuesas fortunas privadas y privados latifundios.

– ¡Desprecio lo privado, desde luego! -se emocionó el chirriante-. ¡Y no por lo privado estoy aquí! Sólo y exclusivamente me preocupa el bienestar del imperio. ¡Y el bienestar del imperio, señores, es una dinastía fuerte! Perjuicio sin embargo y gran mal para el imperio será si en el trono se sienta alguna fruta mezclada y podrida de mala sangre, descendiente de los conejos del norte, enfermos física y moralmente. ¡No, señores! ¡Ante tal cosa yo, De Wett de los De Wettos, por el Gran Sol, no me quedaré mirando sin hacer nada! Cuanto más que la mi hija ya tenía casi prometido…

– ¿Tu hija, De Wett? -bramó el de la voz vibrante, de bajo-. ¿Y qué tengo yo que decir? ¿Yo, que apoyé a aquel cachorro de Emhyr entonces en lucha contra el usurpador? ¡Al cabo fue de mi residencia que se lanzaron los cadetes a asaltar el palacio! Entonces, el mozuelo miraba con gusto a mi Eilan, le sonreía, le hacía cumplidos, y de tapadillo, lo sé, le apretaba las tetas. Y ahora qué… ¿otra emperatriz? ¿Una afrenta así? ¿Un insulto tal? ¡Un emperador del imperio eterno que pone a una vagabunda de Cintra por encima de las hijas de las antiguas familias! ¿Qué? ¿Se sienta en el trono por merced mía y se atreve a denigrar a mi Eilan? ¡No, no lo permitiré!

– ¡Ni yo! -gritó otra voz, alta y exaltada-. ¡A mí también me causó ofensa! ¡Por esa vagabunda cintriana repudió a mi mujer!

– Por suerte -intervino el arrastrador de sílabas-, a la vagabunda se la mandó al otro mundo. Por lo que se entiende de la relación del señor Skellen.

– He escuchado esta relación con mucha atención -dijo el chirriante- y he llegado a la conclusión de que no cabe de ella más que concluir que la vagabunda desapareció. Y si desapareció, entonces puede aparecer de nuevo. Desde el año pasado ella ha desaparecido y aparecido varias veces. Ciertamente, señor Skellen, mucho nos habéis decepcionado, desde luego. ¡Vos y ese hechicero, Vilgefortz!

– ¡No es hora de darle vueltas a esto, Joachim! No es hora de acusarse mutuamente y echar las culpas, crear una grieta en nuestra unidad. Tenemos que estar firmemente unidos. Y decididos. No importa si la cintriana vive o no. El emperador, que ya una vez humilló a las viejas familias, ¡lo seguirá haciendo! ¿No está la cintriana? ¡A cambio dentro de algunos meses es capaz de presentamos como emperatriz a una zerrikana o una de Zangwebar! ¡No, por el Gran Sol, no lo permitiremos!

– ¡No lo permitiremos, desde luego! ¡Bien hablas, Ardal! La familia de los Emreis ha defraudado nuestras esperanzas, cada minuto que Emhyr esté en el trono es perjudicial para el imperio, desde luego. Y hay a quien poner en el trono. El joven Voorhis…

Se escuchó un sonoro estornudo, al que siguió el sonido de sonarse los mocos.

– Una monarquía constitucional -dijo el estornudador-. Ya es hora de que haya una monarquía constitucional, un sistema progresista. Y luego la democracia… El poder del pueblo…

– El emperador Voorhis -repitió con énfasis la voz profunda-. El emperador Voorhis, Stefan Skellen. El cual se casará con mi Eilan o con alguna de las hijas de Joachim. Y entonces yo como gran canciller de la corona, De Wett como mariscal de campo. Vos por vuestra parte, Stefan, como conde y ministro del interior. A no ser que como partidario de no sé qué pueblo ni dueblo renunciéis a cargos y títulos. ¿No?