– Dejemos en paz los procesos históricos -dijo conciliador el acatarrado-. A éstos de cualquier modo no los detendrá nadie. En lo que respecta al día de hoy, vuesa merced gran canciller Aep Dahy, si tengo alguna reserva hacia la persona del duque Voorhis es principalmente porque se trata de persona de carácter férreo, orgulloso y estirado, al que no es fácil influir.
– Si se puede añadir algo -respondió el arrastrador de sílabas-. El duque Vóorhis tiene un hijo, el pequeño Morvran. Éste es bastante mejor candidato. En primer lugar, posee mayores derechos al trono, tanto por parte paterna como materna. En segundo lugar, es un niño, en lugar del cual gobernará el consejo de regencia. O sea, nosotros.
– ¡Tonterías! ¡Nos la apañaremos también con el padre! ¡Encontraremos el modo!
– ¡Ofrezcámosle -propuso el exaltado- a mi mujer!
– Silencio, conde Broinne. No es momento ahora para ello. Señores, de otra cosa debiéramos ahora hablar, desde luego. Quisiera resaltar que Emhyr var Emreis aún gobierna.
– Y de qué modo -convino el acatarrado al tiempo que se sonaba en un pañuelo-. Gobierna y vive, está estupendamente, tanto de cuerpo como de mente. No hay forma de dudar sobre todo de esto último, después de cómo se libró de vuesas mercedes sacándoos de Nilfgaard junto con los ejércitos que os podrían ser fieles. ¿Cómo entonces pretendéis realizar un golpe de estado, señor duque Ardal, si en cualquier momento os tocará ir a la guerra a la cabeza del grupo de ejército Este? Y el duque Joachim creo que también deberá estar junto a sus ejércitos, en el grupo de operaciones especiales Verden.
– Ahórrate los sarcasmos, Stefan Skellen. Y no hagas gestos que sólo en tu opinión te hacen parecerte a tu nuevo señor, el hechicero Vilgefortz. Y has de saber, Antillo, que si Emhir sospecha de algo, precisamente la culpa la tenéis vosotros, tú y Vilgefortz. Reconoce que queríais haber capturado a la cintriana y mercadearla, comprar la merced de Emhyr. Ahora que la moza ha desaparecido, no hay con qué mercadear, ¿cierto? Emhyr os descuartizará con sus caballos, desde luego. ¡No salvaréis las cabezas ni tú ni el hechicero con el que te vincularas en contra de nuestra voluntad!
– Nadie de nosotros salvará la cabeza, Joachim -intervino el bajo-. Hay que mirar a la verdad a los ojos. No estamos en mejor situación que Skellen. Las circunstancias han hecho que todos vayamos en un mismo barco.
– ¡Pero fue Antillo quien nos metió en ese barco! Teníamos que actuar en secreto, ¿y ahora qué? ¡Emhyr lo sabe todo! ¡Los agentes de Vattier de Rideaux persiguen a Antillo por todo el imperio! ¡Y para librarse de nosotros nos mandan a la guerra, desde luego!
– De esto precisamente -dijo el que arrastraba las sílabas- me alegraría, lo aprovecharía. Todos, os lo aseguro, señores, están ya hartos de la guerra que está en trance. El ejército, el pueblo llano, y sobre todo los mercaderes y empresarios. El mero hecho del final de la guerra será saludado por todo el imperio con gran alegría, independientemente de cómo se termine la guerra. Y vos, como comandantes de los ejércitos, tenéis una influencia en el resultado de la guerra, por así decirlo, al alcance de la mano. ¿Algo más simple, en el caso de que el conflicto armado acabe en victoria, que vestirse los laureles? ¿Y en caso de derrota, aparecer como enviados de la providencia, encargados de las negociaciones que pongan punto final al derramamiento de sangre?
– Cierto -dijo al cabo el chirriante-. Por el Gran Sol, es cierto. Bien habláis, señor Leuvaarden.
– Emhyr -dijo el bajo- se ha puesto él mismo la soga al cuello, al mandarnos al frente.
– Emhyr -dijo el exaltado- todavía sigue vivo, señores duques. Vivo y con buena salud. No repartamos la piel del oso.
– No -dijo el bajo-. Matemos antes al oso.
El silencio duró largo rato.
– Así que un atentado. Muerte.
– Muerte.
– ¡Muerte!
– ¡Muerte! Es la única solución. Emhyr tiene partidarios mientras esté vivo. Cuando Emhyr muera, nos apoyarán todos. Estará de nuestro lado la aristocracia, porque la aristocracia somos nosotros y la fuerza de la aristocracia es su solidaridad. De nuestro lado se pondrán buena parte del ejército, especialmente la parte del cuerpo de oficiales que recuerda la purga de Emhyr después de la derrota de Sodden. Y estará de nuestro lado el pueblo…
– Porque el pueblo es ignorante, tonto y es fácil de manipular -terminó, al tiempo que se limpiaba los mocos, Skellen-. Basta con gritar «¡hurra!», echar un discurso en las escaleras del senado, abrir las cárceles y bajar los impuestos.
– Tenéis toda la razón, coronel -dijo el que arrastraba las sílabas-. Ahora sé por qué habláis tanto de la democracia.
– Advierto -chirrió el llamado Joachim- que no nos será tan fácil, señores. Todo nuestro plan se basa en que muera Emhyr. Y no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que Emhyr tiene muchos partidarios, tiene el cuerpo de ejércitos interiores, tiene una guardia fanática. No será fácil abrirse paso por la brigada Imperator y ésta, no os hagáis ilusiones, luchará hasta el último hombre.
– Y aquí -anunció Skellen- es donde nos ofrece su ayuda Vilgefortz. No tendremos que rodear el palacio ni abrirnos paso a través de los Imperas. El asunto lo solucionará un asesino con protección mágica. Tal y como sucedió en Tretogor antes de la rebelión de los magos de Thanedd.
– El rey Radowid de Redania.
– Así es.
– ¿Vilgefortz tiene un asesino así?
– Lo tiene. Y para ganarnos vuestra confianza, señores, os diremos quién es. La hechicera Yennefer, a la que tenemos en prisión.
– ¿En prisión? Tenía entendido que Yennefer estaba aliada con Vilgefortz.
– Es su prisionera. Hechizada e hipnotizada, programada como un golem, realizará el atentado. Y luego se suicidará.
– No me pega aquí una hechicera hipnotizada -dijo el que arrastraba las sílabas, y el desagrado hizo que las arrastrara aún más-. Mejor sería un héroe, un ardiente militante, un vengador…
– Vengadora -le interrumpió Skellen-. Viene aquí que ni pintado, señor Leuvaarden. Yennefer vengará los daños que le causara el tirano. Emhyr persiguió y llevó a la muerte a su pupila, una niña inocente. Este cruel dictador, ese degenerado, en lugar de ocuparse del imperio y del pueblo, perseguía y torturaba niños. Le alcanzó la mano vengadora…
– A mí me parece -anunció con su voz de bajo Ardal aep Dahy- muy bien.
– A mí también -chirrió Joachim de Wett.
– ¡Estupendo! -gritó con exaltación el conde Broinne-. Por la violación de mujeres ajenas le alcanzará al tirano depravado la mano de la justicia. ¡Estupendo!
– Una cosa. -Leuvaarden arrastró las sílabas-. Para conseguir nuestra confianza, señor coronel Skellen, pido que nos reveléis el lugar actual donde se encuentra el señor Vilgefortz.
– Señores, yo… No me es posible…
– Ésta será nuestra garantía. La fianza de nuestra sinceridad y devoción a la causa.
– No temas la traición, Stefan -añadió Aep Dahy-. Ninguno de los presentes nos traicionará. Es una paradoja. En otras circunstancias puede que se encontrara entre nosotros alguno que quisiera comprar su vida traicionando a los demás. Pero todos aquí sabemos demasiado bien que la deslealtad no compraría nada. Él tiene un pedazo de hielo en lugar de corazón. Y por eso morirá. Stefan Skellen, no vaciles más.
– Está bien -dijo-. Que sea entonces la fianza de la sinceridad. Vilgefortz se esconde en…
El brujo, sentado al final de las trompas, apretó los puños hasta hacerse daño. Y aguzó el oído. Y la memoria.
Las dudas del brujo en lo respecto al amuleto de Fringilla no estaban justificadas y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando entró en la gran caverna y se acercó al puente de piedra sobre el negro abismo, el medallón se le retorció y removió en el cuello ya no como un gorrión, sino como un pájaro grande y fuerte. Un cuervo, por poner un ejemplo.