Geralt se quedó congelado. Detuvo el amuleto. No realizó ni el más mínimo movimiento, para que a su oído no lo equivocara ni un susurro ni inspiraciones algo más ruidosas. Esperó. Sabía que al otro lado del precipicio, al otro lado del puente, había algo agazapado en la oscuridad. No excluía que algo podía esconderse también a sus espaldas y que el puente podía ser una trampa. No tenía intención alguna de dejarse atrapar en ella. Esperó. Hasta que sucedió.
– Hola, brujo -escuchó-. Te estábamos esperando.
La voz que llegaba de la oscuridad sonaba extraña. Pero Geralt ya había escuchado voces como aquélla, las conocía. Eran las voces de seres que no estaban acostumbrados a entenderse con la ayuda del habla. Sabiendo usar del aparato de pulmones, diafragma, tráquea y cuerdas vocales, estas criaturas no controlaban del todo el aparato de la articulación, incluso cuando sus labios, paladar y lengua tenían una estructura totalmente parecida a la humana. Las palabras emitidas por estos seres, aparte de una extraña acentuación y entonación, estaban llenas de sonidos que no eran agradables para el oído humano: desde duros y feos chasquidos hasta sílabas blandas, silbantes y resbaladizas.
– Te estábamos esperando -repitió la: voz-. Sabíamos que vendrías cuando se te atrajera con rumores. Que te arrastrarías aquí, bajo la tierra, para buscar, perseguir, acosar y matar. Ya no saldrás de aquí. No verás más ese sol que tanto amas.
– Muéstrate.
Algo se movió en la oscuridad, al otro lado del puente. Las tinieblas de cierto sitio parecieron hacerse más densas y cobrar una forma torpemente humana. El ser, daba la sensación, no podía quedarse ni por un segundo en la misma posición y lugar, las cambiaba con ayuda de unos movimientos rápidos, nerviosos, atropellados. El brujo ya había visto antes seres como aquél.
– Un korred -afirmó con voz fría-. Podría haberme esperado aquí a alguien como tú. Hasta resulta raro que no me topara contigo antes.
– Mira, mira. -En la voz del nervioso ser había sarcasmo-. En la oscuridad y me reconoció. ¿Y a aquél lo reconoces? ¿Y a aquél? ¿Y a aquél?
De la oscuridad, sin hacer ruido como si fueran espíritus, surgieron otros tres seres. Uno, que acechaba detrás del korred, en forma y rasgos generales también era humanoide, pero más bajo, más encorvado y más simiesco. Geralt sabía que era un kilmulis. Dos monstruos más, como había imaginado, estaban ocultos delante del puente, listos para cortarle la retirada cuando entrara en él. El primero por la izquierda, que retorcía sus uñas como una enorme araña, se quedó congelado, recogiendo sus muchas patas. Era un priskirniko. La última criatura, que recordaba rudamente a un candelabro, surgió, parecía, directamente de la agrietada pared de pizarra. Geralt no fue capaz de adivinar qué es lo que era. En ninguno de los libros de los brujos figuraba un monstruo así.
– No quiero pelea -dijo, contando un poco con el hecho de que las criaturas habían comenzado conversando, en vez de simplemente lanzarse sobre su pescuezo en las tinieblas-. No quiero pelea con vosotros. Pero si hace falta, me defenderé.
– Lo tenemos calculado -anunció siseante el korred-. Por eso somos cuatro. Por eso te preparamos esta encerrona. Nos has envenenado la vida, brujo canalla. El agujero más hermoso en esta parte del mundo, un maravilloso lugar para invernar, nosotros invernamos aquí desde el comienzo de la historia, casi. Y ahora tú has aparecido para cazar, cabrón. Para perseguirnos, alcanzarnos, matar por dinero. Se acabó. Y también tú te acabaste.
– Escucha, korred…
– Más cortésmente -bramó la criatura-. No aguanto la mala educación.
– Entonces cómo…
– Señor Schweitzer.
– Entonces, señor Schweitzer -continuó Geralt, en apariencia humilde y sumiso-, éste es el caso. Entré aquí, no lo escondo, como brujo y con una tarea de brujo. Propongo que corramos un tupido velo. Sucedió sin embargo algo en estos subterráneos que cambió la situación diametralmente. Me enteré de algo increíblemente importante para mí. Algo que puede cambiar toda mi vida.
– ¿Y qué coño resulta de ello?
– Tengo que salir de inmediato a la superficie -Geralt era un modelo de tranquilidad y paciencia-, de inmediato, sin perder un instante, ponerme en camino hacia un lejano lugar. Un camino que puede resultar un camino sin retorno. Dudo que de cualquier manera vuelva otra vez por estos lares…
– ¿De esta forma quieres comprar tu vida, brujo? -siseó el señor Schweitzer-. De eso nada. Vanos son tus ruegos. Te tenemos en la red y no te vamos a dejar salir de ella. Te mataremos pensando no sólo en nosotros, sino también en nuestros hermanos. Por así decirlo, por su libertad y la nuestra, no pasarán.
– No sólo no volveré por estos lares -continuó Geralt pacientemente-, sino que dejaré de actuar del todo como brujo. Nunca más mataré a ninguno de vosotros.
– ¡Mientes! ¡Mientes del miedo!
– Pero tengo que salir urgentemente de aquí -Geralt tampoco ahora permitió que le interrumpieran-, como he dicho. Tenéis entonces dos alternativas. La primera: creéis en mi sinceridad y me iré. La segunda: me iré por encima de vuestros cadáveres.
– La tercera -graznó el korred-: tú serás el cadáver.
Con un tintineo, el brujo sacó la espada de la vaina que llevaba a la espalda.
– No el único -dijo sin pasión-. Con toda seguridad no el único, señor Schweitzer.
El korred guardó silencio durante algún tiempo. El kilmulis que estaba a su espalda se balanceó y chirrió algo. El priskirniko dobló y extendió sus patas. El candelabro cambió de forma. Ahora parecía un abeto deforme con dos grandes ojos fosforescentes.
– Da una prueba -dijo por fin el korred- de tu sinceridad y buena fe.
– ¿Cuál?
– Tu espada. Afirmas que dejarás de ser un brujo. Un brujo es su espada. Lánzala al abismo. O quiébrala. Entonces te permitiremos salir de aquí.
Geralt se quedó quieto por un momento, en un silencio en el que se oía cómo caían las gotas de agua del techo y las paredes. Luego, despacio, sin apresurarse, introdujo horizontalmente, muy hondo, la espada en una grieta de la roca. Y quebró la hoja con un fuerte golpe de su bota. La hoja se rompió con un quejido cuyo eco resonó por la caverna. El agua caía por las paredes, fluía por ellas como lágrimas.
– No puedo creerlo -dijo el korred muy lentamente-. No puedo creer que haya nadie tan idiota.
Se lanzaron sobre él todos, al momento, sin gritos, palabras ni órdenes. Primero cruzó el puentecillo el señor Schweitzer, con unas garras en ristre y unos colmillos abiertos de los que no se habría avergonzado un lobo.
Geralt le permitió acercarse, después de lo cual giró y dio un tajo rajándole la mandíbula inferior y la garganta. Al segundo siguiente ya estaba en el puente, con un tajo al bies destrozó al kilmulis. Se encogió y cayó a tierra, en el mismo momento en que el candelabro que había saltado sobre él, bajando desde arriba, le arañó apenas la chaqueta con sus zarpas. El brujo saltó delante del priskirniko, delante de sus finas patas que giraban como las velas de un molino de viento. El golpe de una de las garras le acertó en un lado de la cabeza, Geralt bailó, esquivando y cubriéndose con largos cortes. El priskirniko saltó de nuevo, pero falló. Golpeó contra la barrera y la destrozó, cayendo al abismo con una lluvia de piedras. Hasta entonces no había emitido sonido alguno, ahora, mientras caía al abismo, aulló. El aullido duró largo rato.
Lo atacaron por dos lados, por un lado el candelabro, por otro el kilmulis, bañado en sangre, herido, pero que había conseguido levantarse. El brujo saltó sobre la balaustrada del puente, sintió cómo se desmoronaban las piedras y cómo todo el puente temblaba. Balanceándose, se alejó del alcance de las zarpas armadas de garras del candelabro y se encontró a espaldas del kilmulis. El kilmulis no tenía cuello, así que Geralt le cortó en la sien. Pero el cráneo del monstruo era como de hierro, tuvo que cortar por segunda vez. Perdió con ello un poquito de tiempo de más. Le asestó en la cabeza, el dolor estalló en el cráneo y los ojos. Giró, cubriéndose con una amplia parada, sintiendo cómo le fluía abundantemente la sangre de debajo de los cabellos, intentó entender lo que había pasado. Evitando por un. milagro el segundo golpe de las zarpas, lo entendió. El candelabro había cambiado de forma, atacaba ahora con unas patas extraordinariamente alargadas.