Aquello tenía sus desventajas. Bajo la forma de un centro de gravedad alterado. El brujo se introdujo por debajo de las zarpas, acortando la distancia. El candelabro, viendo lo que se le venía encima, cayó sobre el lomo como un gato, alzando sus patas traseras, armadas de iguales zarpas que las delanteras. Geralt saltó sobre él, cortando en el salto. Sintió cómo la hoja cortaba el cuerpo. Se estiró, giró, cortó de nuevo, cayó de rodillas. El ser gritó y lanzó con fuerza su cabeza hacia delante, haciendo chasquear sus dientes salvajemente junto al pecho del brujo. Sus grandes ojos brillaban en la oscuridad. Geralt le dio un tremendo golpe con la empuñadura de la espada, cortó de cerca, llevándose la mitad del cráneo. Incluso sin aquella mitad aquel extraño ser, que no figuraba en ninguno de los libros de los brujos, chasqueó sus dientes durante algunos segundos. Luego murió, con un suspiro terrible y casi humano. El korred, que estaba bañado en sangre, temblaba convulsivamente. El brujo se puso a su lado.
– No puedo creer -dijo- que alguien puede ser tan idiota como para dejarse engañar con una ilusión tan sencilla como la de quebrar una espada.
No estaba seguro de si el korred estaba lo suficientemente consciente como para entenderle. Pero en realidad le era indiferente.
– Te lo advertí -dijo, limpiándose la sangre que le fluía por la mejilla-. Te advertí que tenía que salir de aquí.
El señor Schweitzer tembló con fuerza, tosió, silbó y tiritó. Luego enmudeció y se quedó quieto.
Fluía el agua del techo y las paredes.
– ¿Estás satisfecho, Regis?
– Ahora sí.
– Entonces -el brujo se levantó-, venga, corre y haz las maletas. Y vivo.
– No me llevará mucho tiempo. Omnia mea mecum porto.
– ¿Lo qué?
– No tengo mucho equipaje.
– Entonces mejor. En media hora, al otro lado de la ciudad.
– Estaré allí.
No la había tenido en lo que era. Le atrapó. Él mismo era culpable. En vez de darse prisa, podía haber ido a la parte trasera del palacio y dejar allí a Sardinilla en el establo grande, el que era para los caballeros andantes, el personal y el servicio y en el que estaban también los caballos de su grupo. No lo hizo, por prisa y por costumbre usó del establo condal. Y pudo haberse imaginado que en el establo condal debía de haber alguien que informara.
Iba de lado a lado, dando patadas a la paja. Vestía un corto abrigo de piel de zorro, una blusa blanca de atlas, una falda de montar negra y botas altas. Los caballos bufaron al percibir la rabia que emanaba de ella.
– Mira, mira -dijo al verlo, doblando la fusta que llevaba en la mano-. ¡Nos vamos! ¡Sin despedirnos! Porque la carta que de seguro está sobre la mesa no es una despedida. No, después de lo que nos ha unido. Imagino que tu proceder lo aclaran y justifican unos argumentos extraordinariamente importantes.
– Lo aclaran y lo justifican. Perdona, Fringilla.
– Perdona, Fringilla -repitió, torciendo los labios con rabia-. Qué corto, qué austero, qué falto de pretensiones, con qué cuidado del estilo. La carta que me has dejado, me juego el cuello, de seguro que está también redactada exquisitamente. Sin exageraciones, en lo tocante a la tinta.
– Tengo que irme -consiguió hacer salir de su garganta-. Te imaginas por qué. Y por quién. Perdóname, por favor. Tenía intención de desaparecer con sigilo y en secreto porque… porque no quería que intentaras seguirnos.
– Vano era ese temor -dijo con énfasis, al tiempo que retorcía la fusta en un arco-. No me iría contigo ni aunque me lo pidieras de rodillas. Oh, no, brujo. Ve solo, muere solo, congélate solo en los pasos. Yo no tengo deuda alguna con Ciri. ¿Y contigo? ¿Sabes acaso cuántos me imploraron lo que tú tuviste? ¿Lo que ahora abandonas con desprecio, lo echas a un rincón?
– No lo olvidaré nunca.
– Oh -silbó-. No sabes qué ganas tengo de hacer que fuera de verdad así. ¡E incluso sin ayuda de la magia, sólo con ayuda de este látigo!
– No lo harás.
– Tienes razón, no lo haré. No sería capaz. Me comportaré como le pertenece a una amante despreciada y abandonada. De forma muy clásica. Me iré con la cabeza alta. Con orgullo y dignidad. Conteniendo las lágrimas. Luego lloraré en la almohada. ¡Y luego me acostaré con otro!
Al final casi estaba gritando. Él no dijo nada. Ella también guardó silencio.
– Geralt -dijo al fin, con una voz completamente distinta-. Quédate conmigo. Me parece que te quiero -dijo ella, viendo que él vacilaba con la respuesta-. Quédate conmigo. Te lo pido. Nunca le solicité nada a nadie y nunca pensé pedir nada. A ti te lo pido.
– Fringilla -respondió Geralt al cabo-. Eres una mujer con la que un hombre sólo puede soñar. Mi culpa es, y sólo mía, que no tengo naturaleza de soñador.
– Eres -dijo ella un instante después, mordiéndose los labios- como un anzuelo de pescador, que una vez clavado sólo se puede arrancar con sangre y carne. En fin, yo misma soy culpable, sabía lo que hacía, jugando con un juguete peligroso. Por suerte, sé también cómo habérmelas con las consecuencias. Tengo en esto ventaja sobre el resto de la tribu de las mujeres. Él no dijo nada.
– Al fin y al cabo -añadió-, un corazón roto, aunque duela mucho, mucho más que un brazo roto, se cura mucho, mucho más rápido.
Tampoco ahora dijo él nada. Fringilla miró el cardenal de su mejilla.
– ¿Y mi amuleto? ¿Qué tal funciona?
– Es simplemente genial. Gracias.
Ella asintió.
– ¿Adonde vas? -dijo con otro tono de voz completamente distinto-. ¿Qué es lo que has sabido? Sabes el sitio donde está escondido Vilgefortz, ¿verdad?
– Sí. No me pidas que te diga dónde está. No te lo diré.
– Compraré esta información. Algo por algo.
– ¿Ah, sí?
– Tengo una noticia -repitió- que es muy valiosa. Y para ti simplemente no tiene precio. Te la venderé a cambio de…
– De una conciencia tranquila -terminó él, mirándola a los ojos-. Por la confianza que te otorgué. Hace un momento se hablaba aquí de amor. ¿Y comenzamos ahora a hablar de comercio?
Ella calló largo rato. Luego, de pronto, se golpeó con fuerza con la fusta en las botas.
– Yennefer -recitó rápida-, aquélla cuyo nombre usaste algunas veces para dirigirte a mí por la noche, en momentos de éxtasis, nunca te traicionó, ni a ti, ni a Ciri. Nunca fue aliada de Vilgefortz. Para salvar a Ciri se metió sin dudarlo en un peligro incalculable. Perdió, le cayó a Vilgefortz en las garras. A las pruebas de escaneo que tuvieron lugar en otoño del año pasado la obligaron con toda seguridad a base de torturas. No se sabe si estará viva. No sé más. Te lo juro.
– Gracias, Fringilla.
– Vete.
– Confío en ti -dijo, sin irse-. Y nunca olvidaré lo que hubo entre nosotros. Confío en ti, Fringilla. No me quedaré contigo, pero creo que también te he querido… a mi modo. Te pido por favor que mantengas en el más profundo de los secretos aquello de lo que te vas a enterar ahora. El escondrijo de Vilgefortz está en…
– Espera -le interrumpió ella-. Me lo dirás luego, luego me lo revelarás. Ahora, antes de irte, te despedirás de mí. Tal y como debes despedirte. No con cartitas, ni balbuceando perdones. Te despedirás de mí como yo quiero.