Se quitó la piel de zorro, la lanzó sobre un montón de paja. Con un movimiento brusco se arrancó la blusa, bajo la que no llevaba nada. Se tendió sobre la piel, arrastrándolo con ella, sobre sí. Geralt la agarró por el cuello, alzó la falda, de pronto se dio cuenta de que no tendría tiempo para quitarle los guantes. Por suerte Fringilla no llevaba guantes. Ni bragas. Por una suerte aún mayor no llevaba tampoco espuelas, porque al cabo de poco los tacones de sus botas de montar estaban literalmente por todas partes, si hubiera llevado espuelas, miedo da pensar lo que podría haber pasado. Cuando ella gritó, él la besó. Sofocó su grito.
Los caballos, agitados por su rabiosa pasión, relincharon, patearon, se golpearon contra las barreras, de tal modo que polvo y paja comenzaron a caer desde el pajar.
– La ciudadela de Rhys-Rhun, en Nazair, junto al lago Muredach -terminó Fringilla Vigo triunfalmente-. Allí está el escondrijo de Vilgefortz. Se lo saqué al brujo antes de que se fuera. Tenemos tiempo de sobra para adelantarle. Él no conseguirá de ningún modo llegar allí antes de abril.
Las nueve mujeres reunidas en la sala de las columnas del castillo de Montecalvo afirmaron con la cabeza, regalándole a Fringilla unas miradas llenas de reconocimiento.
– Rhys-Rhun -repitió Filippa Eilhart, dejando ver sus dientes en una sonrisa voraz y jugueteando al mismo tiempo con un camafeo de sardónice que llevaba prendido al traje-. Rhys-Rhun en Nazair. Entonces, hasta pronto, señor Vilgefortz… ¡Hasta muy pronto!
– Cuando el brujo llegue hasta allí -susurró Keira Metz- no encontrará más que ruinas que ni siquiera van a oler ya a quemado.
– Ni tampoco cadáveres -sonrió graciosamente Sabrina Glevissig.
– Bravo, señora Vigo. -Sheala afirmó con la cabeza-. Más de tres meses en Toussaint… Pero creo que mereció la pena.
Fringilla Vigo paseó la mirada por las hechiceras sentadas tras la mesa. Por Sheala, Filippa, Sabrina Glevissig. Por Keira Metz, Margarita Laux-Antille y Triss Merigold. Por Francesca Findabair y Ida Emean, cuyos ojos enmarcados en un intenso maquillaje élfico no dejaban traslucir absolutamente nada. Por Assire van Anahid, cuyos ojos mostraban desasosiego y preocupación.
– Mereció la pena -reconoció.
Del todo sinceramente.
El cielo, desde un color azul oscuro, se fue haciendo poco a poco negro. Un viento gélido sopló a través de los viñedos. Geralt se cerró el chambergo y se puso una bufanda de lana al cuello. Se sentía estupendamente. Hacer el amor, como de costumbre, llevaba al máximo sus fuerzas físicas, psíquicas y morales, borraba la sombra de cualquier duda y volvía el pensamiento claro y vivo. Sólo lamentaba que iba a estar privado de tan prodigioso panaceum durante largo tiempo. La voz de Reynart de Bois-Fresnes lo sacó de sus pensamientos.
– Va a hacer mal tiempo -dijo el caballero errante mirando a oriente, de donde provenía la tormenta-. Daos prisa. Si con este viento viene la nieve, si os agarra en el paso de Malheur, estaréis metidos en una trampa. Y en ese caso rezad por el deshielo a todos los dioses que adoráis, que conocéis y que entendéis.
– Entendido.
– Los primeros días os conducirá el Sansretour, pegaos al río. Dejad a un lado la factoría de los tramperos, llegaréis a un lugar en el que un afluente le entra al Sansretour por la derecha. No lo olvidéis: derecha. Su curso os mostrará el camino al paso de Malheur. Si acaso por voluntad divina atravesáis el Malheur, no os apresuréis demasiado, porque aún tendréis ante vosotros los pasos de Sansmerci y de Mortblanc. Cuando crucéis los dos bajad hacia el valle de Sudduth. Sudduth tiene un microclima templado, casi como Toussaint. Si no fuera por su mísera tierra, también plantarían allí viñedos.
Se detuvo avergonzado por unas miradas penetrantes.
– Claro. -Carraspeó-, Al grano. A la salida de Sudduth está la ciudad de Caravista. Allí vive mi primo, Guy de Bois-Fresnes. Visitadlo y decidle que venís de mi parte. Si acaso mi primo se hubiera muerto o se hubiera vuelto tonto, recordad, la dirección de vuestro camino es la planicie de Mag Deira, el valle del río Sylte. Más allá, Geralt, ya sigue el mapa qué pintaste en casa del cartógrafo local. Y ya que estamos con la cartografía, no entiendo demasiado por qué le preguntaste por no sé qué castillo…
– Mejor olvídate de eso, Reynart. No ha sucedido nunca. Nunca lo has oído ni lo has visto. Ni aunque te dieran tormento. ¿Entendido?
– Entendido.
– Un jinete -advirtió Cahir, sujetando, a su semental, que brincaba-. Viene un jinete hacia nosotros a todo galope, de la parte de palacio.
– Si sólo uno -Angouléme sonrió, al tiempo que acariciaba el hacha que colgaba de la silla-, entonces es poco problema.
El jinete resultó ser Jaskier, quien galopaba a todo lo que daba el caballo. Curiosamente el caballo resultó ser Pegaso, el castrado del poeta, al que no le gustaba saltar y no solía hacerlo.
– Bueno -dijo el trovador, jadeando como si él hubiera llevado a la espalda al castrado y no el castrado a él-. Bueno, lo conseguí. Temía que no os iba a alcanzar.
– No me digas que al final te vienes con nosotros.
– No, Geralt -Jaskier bajó la cabeza-, no voy. Me quedo aquí, con mi Armiño. Es decir, con Anarietta. Pero no podía no despedirme de vosotros. Desearos un buen viaje.
– Dale las gracias por todo a la condesa. Y discúlpanos ante ella por irnos tan de improviso y sin despedirse. Justifícanos de alguna manera.
– Hicisteis un juramento de caballería y eso es todo. Todo el mundo en Toussaint, incluyendo a Armiño, entiende algo así. Y aquí… tenéis. Que sea esto mi aportación.
– Jaskier. -Geralt tomó del poeta un bolsón más bien pesado-. No padecemos falta de dinero. No es necesario…
– Que sea mi aportación -repitió el trovador-. Unas perras siempre vienen bien. Y aparte de ello, no son mías, tomé estos ducados del cofre privado de Armiño. ¿Qué es lo que miráis? A las mujeres no les hace falta el dinero. ¿Para qué? No beben, no juegan a los dados y, joder, ellas mismas son mujeres. ¡Venga, adiós! Idos porque me echo a llorar. Y cuando hayáis terminado tenéis que veniros a Toussaint, volved, contádmelo todo. Y quiero abrazar a Ciri. ¿Me lo prometes, Geralt?
– Te lo prometo.
– Entonces, adiós.
– Espera. -Geralt dio la vuelta al caballo, se acercó mucho a Pegaso, a escondidas sacó del seno una carta-. Haz que esta carta le llegue…
– ¿A Fringilla Vigo?
– No. A Dijkstra.
– ¿Pero qué dices, Geralt? ¿Y cómo he de hacer esto, si puede saberse?
– Encuentra el modo. Sé que eres capaz. Y ahora adiós. Date el piro, viejo tonto.
– Date el piro, amigo. Os estaré mirando.
Le siguieron con la mirada cuando se iba, vieron cómo avanzaba al paso en dirección a Beauclair.
El cielo oscurecía.
– Reynart. -El brujo se giró en la silla-. Ven con nosotros.
– No, Geralt -respondió al cabo Reynart de Bois-Fresnes-. Yo soy un caballero andante. Pero no estoy loco.
En la gran sala de las columnas del castillo de Montecalvo reinaba una excitación extraordinaria. A las sutiles penumbras de los candelabros que de costumbre dominaban allí las sustituía aquel día la claridad lechosa de una gran pantalla mágica. La imagen en la pantalla temblaba, se agitaba, desaparecía, potenciando la excitación y la tensión. Y el nerviosismo.
– Ja -dijo Filippa Eilhart, con una sonrisa lobuna-. Una pena que no pueda estar allí. Me haría bien un poco de acción. Y algo de adrenalina.
Sheala de Tancarville la miró con aire severo, no dijo nada. Francesca Findabair e Ida Emean estabilizaron la imagen a base de hechizos, la aumentaron de tal modo que ocupó toda una pared. Se veían claramente las negras cimas de unas montañas al fondo de un cielo granate, las estrellas que se reflejaban en la superficie de un lago, la oscura y granítica mole de un castillo.