– Sigo sin estar segura -intervino Sheala- de si no ha sido un error el haber confiado el mando del grupo de ataque a Sabrina y a la joven Metz. A Keira le quebraron las costillas en Thanedd, puede que quiera vengarse. Y Sabrina… En fin, demasiado le gustan la acción y la adrenalina. ¿No es verdad, Filippa?
– Ya hemos hablado acerca de ello -le cortó Filippa, y tenía la voz agria como zumo de cerezas-. Establecimos lo que había que establecer. Nadie resultaría muerto si no fuera absolutamente necesario. El grupo de Sabrina y Keira entraría en Rhys-Rhun calladitas como ratones, de puntillas, sin decir ni pío. Tomarían vivo a Vilgefortz, sin un arañazo, sin un cardenal. Lo establecimos. Aunque yo siga pensando que habría que dar ejemplo. Para que aquellos pocos que allí, en el castillo, sobrevivan a esta noche, se despierten hasta el fin de sus días gritando cuando sueñen con esta noche.
– La venganza -dijo severa la hechicera de Kovir- es el placer de las mentes míseras, débiles y mezquinas.
– Puede ser -accedió Filippa con una sonrisa en apariencia indiferente-. Mas no deja de ser un placer.
– Basta ya. -Margarita Laux-Antille alzó una copa de vino espumoso-. Propongo beber a la salud de doña Fringilla Vigo, gracias a cuyos esfuerzos se ha conseguido descubrir el escondrijo de Vilgefortz. Cierto, doña Fringilla, un trabajo de primera.
Fringilla hizo una reverencia, respondiendo al brindis. En los ojos negros de Filippa distinguió algo como una burla, en la mirada azulada de Triss Merigold había odio. No logró descifrar las sonrisas de Francesca y de Sheala.
– Comienzan -dijo Assire var Anahid, señalando la visión mágica. Se sentaron más cómodamente. Para ver mejor, Filippa redujo la luz con un hechizo. Vieron cómo se separaban de la roca unas negras formas, rápidas y borrosas como murciélagos. Cómo con un vuelo rasante caían sobre los adarves y las albardillas del castillo de Rhys-Rhun.
– Hace lo menos un siglo -murmuró Filippa- que no tengo una escoba entre las piernas. Pronto me olvidaré de cómo se vuela.
Sheala, con los ojos clavados en la visión, la hizo callarse con un susurro impaciente. En las ventanas del oscuro complejo del castillo brilló un corto fuego. Una, dos, tres veces. Sabían lo que era. Las puertas y portazgos cerrados se deshacían en astillas ante el golpe de bolas de rayos.
– Están dentro -intervino en voz baja Assire var Anahid, la única que no observaba la imagen en la pared, sino que miraba la bola de cristal que yacía sobre la mesa-. El grupo de asalto está en el centro. Pero algo no está bien. No es como debiera ser…
Fringilla sintió cómo la sangre se le retiraba del corazón. Ella ya sabía qué es lo que no era como debiera ser.
– La señora Glevissig -murmuró de nuevo Assire- está abriendo un comunicador directo.
De pronto el espacio entre las columnas de la sala brilló, en el óvalo que se materializó vieron el rostro de Sabrina Glevissig vestida de hombre, con los cabellos sujetos en la frente con una tira de algodón, con el rostro ennegrecido por unas franjas de pintura de camuflaje. A espaldas de la hechicera se veían unas sucias paredes de piedra, sobre ellas unos jirones de harapos que alguna vez fueran tapices. Sabrina estiró hacia ellas una mano enguantada de la que colgaban largas tiras de telarañas.
– ¡Sólo de esto -dijo gesticulando violentamente- hay aquí a tupa! ¡Sólo de esto!
Maldita sea, qué estupidez… Qué vergüenza…
– ¡Más sistemáticamente, Sabrina!
– ¿Qué más sistemáticamente? -gritó la maga de Kaedwen-. ¿Qué se puede decir aquí más sistemáticamente? ¿No lo veis? ¡Éste es el castillo de Rhys-Rhun! ¡Está vacío! ¡Vacío y sucio! ¡Es una puta ruina vacía! ¡No hay nada aquí! ¡Nada!
De detrás de los hombros de Sabrina apareció Keira Metz, con un maquillaje en el rostro que la hacía parecer un diablo surgido del infierno.
– En este castillo -dijo con serenidad- no hay nadie ni lo ha habido. Desde hace unos cincuenta años. Desde hace unos cincuenta años no ha habido aquí ni un alma, si no contamos arañas, ratas y murciélagos. Hemos asaltado un lugar absolutamente equivocado.
– ¿Habéis comprobado que no sea una ilusión?
– ¿Nos tienes por crías, Filippa?
– Escuchad las dos. -Filippa Eilhart se peinó nerviosamente los cabellos con los dedos-. A los esbirros y a las adeptas les diréis que se trataba de un ejercicio. Pagadlos y volved. Volved de inmediato. Y con buena cara, ¿habéis oído? ¡Poned buena cara!
El comunicador oval se apagó. Sólo quedó una imagen en la pared oscura. El castillo de Rhys-Rhun sobre el fondo de un cielo negro y vibrante de estrellas. Y un lago en el que se reflejaban las estrellas. Fringilla Vigo miró a la tabla de la mesa. Percibió cómo la sangre que le palpitaba le iba a enrojecer en un instante las mejillas.
– Yo… de verdad -dijo al fin, sin poder soportar el silencio que reinaba en la sala de columnas del castillo de Montecalvo-. Yo… de verdad no entiendo…
– Pues yo sí -dijo Triss Merigold.
– Ese castillo… -dijo Filippa, que estaba absorta en sus pensamientos sin prestar atención alguna a sus colegas-. Ese castillo… Rhys-Rhun… Habrá que destruirlo. Convertirlo concienzudamente en ruinas. Y cuando se comiencen a crear leyendas y cuentos acerca de todo este asunto, habrá que someterlos a una estricta censura. ¿Entienden las señoras a qué me refiero?
– Muy bien -afirmó con la cabeza la hasta entonces muda Francesca Findabair. Ida Emean, igualmente silenciosa, se permitió un bufido bastante ambiguo.
– Yo… -Fringilla Vigo seguía como embotada-. Yo de verdad no entiendo… Cómo pudo pasar esto…
– Oh -dijo al cabo de un largo silencio Sheala de Tancarville-. No es nada, señora Vigo. Nadie es perfecto.
Filippa resopló por lo bajo. Assire var Anahid suspiró y alzó los ojos al techo.
– Al fin y al cabo -añadió Sheala, abriendo los labios en una sonrisa-, a cada una de nosotras ya le ha pasado alguna vez. A cada una de las que aquí estamos sentadas ya nos ha engañado, utilizado y dejado en ridículo alguna vez un hombre.
Capítulo 5
«Ich liebe dich, mich reizt deine schone Gestalt; Und bist du nicht willig, so brauch' ich Gewalth «Mein Vater, mein Vater, jetzt fasst er mich an, Erlkónig hat mir Leids getanh
Johann Wolfgang Goethe
Todo ya ha sido alguna vez, todo ya ha pasado alguna vez. Y todo ya ha sido descrito alguna vez.
Vysogota de Corvo
El mediodía cayó tórrido y sofocante sobre el bosque, la superficie del lago, oscura como el jade poco antes, lanzaba un intenso resplandor dorado. Ciri tuvo que cubrirse los ojos con la mano: el brillo del sol, reflejado en las aguas, la cegaba y le hacía daño en las pupilas y en las sienes.
Atravesó los matorrales que crecían en la orilla y obligó a Kelpa a adentrarse en el lago, hasta que el agua le llegó a la yegua por encima de las rodillas. El agua era tan cristalina que, incluso desde la altura de la silla, Ciri podía ver en la sombra del caballo el colorido mosaico del fondo, las algas, las conchas de las náyades y las ondulantes algas plumosas. Vio un pequeño cangrejo que se movía muy digno entre los guijarros. La yegua relinchó. Ciri tiró de las riendas y la sacó del agua. Pero no la llevó por la orilla, que era arenosa y con muchas piedras, lo que impedía una rápida cabalgada. Condujo a la yegua justo por el borde del agua, para que pudiera pisar en la dura grava del fondo. Y casi de inmediato se puso al trote, algo que a Kelpa se le daba tan bien como a una genuina trotadora que estuviera acostumbrada, más que a ser montada, a tirar de briscas y landos. Pero Ciri no tardó en comprobar que, de todos modos, aquel trote resultaba demasiado lento. A base de taconazos y de gritos, obligó a la yegua a galopar. Y echaron á correr, haciendo a su paso que el agua salpicara en todas direcciones, brillando al sol como gotas de plata fundida.