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No aflojó el paso ni al divisar la torre. En la respiración de Kelpa no se sentían jadeos, y su galope seguía siendo ligero y natural.

Irrumpió en el patio a toda velocidad, armando un gran estruendo con los cascos, frenó a la yegua bruscamente, de modo que, por unos instantes, las herraduras resbalaron en las baldosas con un prolongado chirrido. Se detuvo justo delante de las elfas que la esperaban al pie de la torre. En sus mismísimas narices. Se sintió satisfecha, pues dos de ellas, habitualmente frías e impávidas, retrocedieron ahora sin querer.

– No os asustéis -dijo con sorna-. ¡No pensaba arrollaros! Aunque ya me gustaría.

Las elfas recobraron el control de inmediato: una sensación de calma volvió a extenderse por sus rostros, una indolente dejadez regresó a sus ojos. Ciri desmontó de un salto, o más bien de un vuelo. Su mirada era desafiante.

– Bravo -dijo un elfo de cabellos claros y rostro triangular, surgiendo de la sombra que había bajo el arco-. Bonito espectáculo, Loc'hlaith.

La otra vez la había saludado del mismo modo. Cuando ella entró en la Torre de la Golondrina y se encontró en medio de una primavera floreciente. Pero hacía mucho de ello, y esas cosas a Ciri ya no le producían ninguna impresión.

– Yo no soy la Dama del Lago -protestó-. ¡Yo aquí estoy presa! ¡Y vosotros sois mis carceleros! Vamos a llamar a las cosas por su nombre… Si eres tan amable… -Le pasó las riendas a una de las elfas-. Hay que lavar al caballo. Y darle de beber, cuando se enfríe. ¡Hay que ocuparse de él, vaya!

El elfo rubio sonrió levemente.

– Tienes mucha razón -comentó, viendo cómo las elfas se llevaban a la yegua a la cuadra sin rechistar-. Tú eres aquí una prisionera maltratada y ellas unas crueles carceleras. No hay más que verlo.

– ¡Tienen lo que se merecen! -Se puso en jarras, levantó la cara en un gesto altanero y le miró fijamente a los ojos, de un color azul muy claro, como aguamarinas, y muy dulces-. ¡Las trato como ellas me tratan a mí! Y una prisión es una prisión.

– Me has dejado perplejo, Loc'hlaith.

– Y tú a mí me tratas como a una idiota. Y ni siquiera te has presentado.

– Disculpa. Soy Crevan Espane aep Caomhan Macha. Soy un Aen Saevherne, si es que sabes lo que quiere decir.

– Sí que lo sé. -No le dio tiempo a disimular su admiración-. Los sabios. Los magos de los elfos.

– También se nos puede llamar así. Para mayor comodidad utilizo el alias de Avallacli, y puedes dirigirte a mí por este nombre.

– ¿Y quién te ha dicho -Ciri frunció el ceño- que tengo intención de dirigirme a ti? Sabio o no, tú eres el carcelero, y yo…

– La prisionera -completó en tono sarcástico-. Ya me lo has dicho. Y, por si fuera poco, una prisionera maltratada. Sin duda, se te obliga a pasear por los alrededores; te han castigado a cargar con la espada, así como a llevar esas ropas elegantes y caras, mucho más bonitas y limpias que las que tú traías. Pero, pese a las espantosas condiciones que tienes que soportar, tú no te rindes. Con tus brusquedades te desquitas de las ofensas sufridas. También te dedicas a romper con gran coraje y ardor unos espejos que son verdaderas obras de arte. -La muchacha se ruborizó. Estaba enojada consigo misma-. Muy bien -prosiguió el elfo-. Puedes romper todo lo que te venga en gana, al fin y al cabo no son más que objetos. ¿Qué más da que tengan setecientos años de existencia? ¿Te apetece venir conmigo a dar un paseo por la orilla del lago?

Se había levantado el viento, y eso aliviaba un tanto el bochorno. Además, los altos árboles y la torre daban sombra. El agua de la bahía tenía un color verde turbio; los abundantes nenúfares que adornaban su superficie, con sus flores amarillas, hacían que pareciera una pradera. Las gallinetas, graznando y meneando sus picos rojos, giraban con rapidez entre las hojas.

– Aquel espejo… -balbuceó Ciri, clavando los tacones en la grava mojada-. Te pido disculpas. Me puse hecha una furia. Eso fue todo.

– Ah.

– Ellas me desprecian. Esas elfas. Cuando me dirijo a ellas, hacen como que no me entienden. Y cuando son ellas las que me hablan, procuran que no las entienda. Todo con tal de humillarme.

– Hablas perfectamente nuestra lengua. Sin embargo -le explicó con calma-, no deja de ser una lengua extranjera para ti. Aparte de eso, tú usas la hen llinge, y ellas la ellylon. No es que haya grandes diferencias, pero hay diferencias.

– A ti sí te entiendo. Cada palabra.

– Cuando hablo contigo, uso la hen llinge. La lengua de los elfos de tu mundo.

– ¿Y tú? -Se dio la vuelta-. ¿De qué mundo eres? No soy una cría. De noche basta con mirar hacia lo alto. No se ve ni una sola constelación de las que conozco. Este mundo no es el mío. Éste no es mi sitio. He llegado hasta aquí por azar… Y quiero salir de aquí. Marcharme. -Se agachó, cogió una piedra e hizo ademán de arrojarla al lago a lo loco, hacia las gallinetas que surcaban las aguas. Pero la mirada del elfo la hizo renunciar-. No me da tiempo a recorrer una legua -siguió diciendo, sin disimular su disgusto-, cuando ya estoy en la orilla del lago. Y veo esta torre. Da igual en qué dirección vaya: en cuanto me doy la vuelta, ahí están siempre el lago y la torre. Siempre. No hay manera de alejarse de aquí. Por eso es una prisión. Es peor que un calabozo, peor que una mazmorra, peor que un cuarto con barrotes en las ventanas. ¿Sabes por qué? Porque es más humillante. En ellylon o en lo que sea, me da mucha rabia cada vez que se burlan de mí y me muestran su desprecio. Sí, sí, no pongas esa cara. Tú también me has despreciado, tú también te has reído de mí. ¿Y te extraña que esté enfadada?

– La verdad es que sí me sorprende. -Puso los ojos a cuadros-. Y mucho. Ella suspiró y se encogió de hombros.

– Entré en la torre hace ya más de una semana -dijo, haciendo un esfuerzo para calmarse-. Y aparecí en otro mundo. Tú estabas esperándome, sentado y tocando el caramillo. Hasta te sorprendió que hubiera tardado tanto en llegar. Te dirigiste a mí por mi nombre, aunque más tarde te dio por la bobada ésa de la Dama del Lago. Después desapareciste sin una explicación. Dejándome en esta prisión. Llama a todo esto como te dé la gana. Yo lo llamo desprecio: hiriente y malintencionado desprecio.

– Sólo han pasado ocho días, Zireael.

– Ah. -Torció el gesto-. O sea, que he tenido suerte. ¿Porque podían haber sido ocho semanas? ¿O mejor ocho meses? ¿O tal vez ocho…?

Se calló.

– Mucho te has alejado de Lara Dorren -dijo él en voz baja-. Has perdido tu herencia, has roto los lazos con tu sangre. No es de extrañar que esas mujeres no te entiendan, ni tú a ellas. No sólo hablas distinto, también piensas de otro modo. Manejas unas categorías totalmente diferentes. ¿Qué son ocho días u ocho semanas? El tiempo no significa nada.

– ¡Muy bien! -gritó ella con rabia-. Estamos de acuerdo, no soy ninguna elfa sabia, sino un estúpido ser humano. Para mí, el tiempo sí significa algo, yo cuento los días, cuento incluso las horas. Y he comprobado que han pasado muchos días y muchas horas. Ya no quiero nada más de vosotros, me las arreglaré sin vuestras explicaciones: me trae sin cuidado por qué aquí es primavera, por qué hay aquí unicornios y por qué de noche se ven en el cielo otras constelaciones. No me interesa lo más mínimo averiguar por qué sabes mi nombre y de qué modo pudiste adivinar que yo iba a aparecer por aquí. Sólo quiero una cosa. Volver a casa. A mi mundo. ¡Con las personas! ¡Con gente que piensa igual que yo! ¡Que maneja las mismas categorías!

– Volverás con ellos. Dentro de algún tiempo.

– ¡Quiero volver ahora mismo! – gritó-. ¡No dentro de algún tiempo! ¡Porque aquí ese tiempo es una eternidad! ¿Con qué derecho me tenéis prisionera? ¿Por qué no puedo marcharme de aquí? ¡Yo he venido aquí sola! ¡Por mi propia voluntad! ¡No tenéis ningún derecho sobre mí!