– Viniste aquí sola -confirmó tranquilo-, pero no por tu propia voluntad. Fue el destino el que te trajo hasta aquí, con alguna ayuda nuestra. Lo cierto es que aquí te estábamos esperando desde hacía mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Incluso según nuestra escala.
– No entiendo una palabra de lo que me estás diciendo.
– Hemos esperado mucho tiempo. -No le hizo caso-. Sólo temíamos una cosa: que no fueras capaz de llegar hasta aquí. Pero lo has conseguido. Has estado a la altura de tu sangre, de tu linaje. Y eso significa que es aquí, y no entre los dh'oine, donde está tu sitio. Eres hija de Lara Dorren aep Shiadhal.
– ¡Soy hija de Pavetta! ¡Ni siquiera sé quién es esa Lara!
Se estremeció, aunque muy levemente, de forma casi imperceptible.
– En tal caso -dijo el elfo-, será mejor que te explique quién es esa Lara. Como el tiempo apremia, preferiría dejar las explicaciones para el viaje. Aunque, con esa exhibición insensata, por poco no revientas a la yegua…
– ¿Que por poco no la reviento? ¡Ja! Tú no sabes lo que puede aguantar esa yegua. Y, ¿adonde tenemos que ir?
– Eso, con tu permiso, también te lo explicaré por el camino.
En vista de que aquel alocado galope no tenía ningún sentido y no conducía a nada, Ciri frenó a Kelpa, que no paraba de bufar.
Avallac'h no le había mentido. Allí, en campo abierto, en las praderas y brezales donde sobresalían los menhires, actuaba aquella misma fuerza que se sentía en Tor Zireael. Ya podía uno tratar de salir disparado en la dirección que fuese: al cabo de una legua, más o menos, una fuerza invisible le obligaba a trazar un círculo. Ciri le dio unas palmadas en el cuello a Kelpa, mientras contemplaba al grupo de elfos que cabalgaba tranquilamente. Poco antes, cuando Avallac'h le había contado por fin qué querían de ella, se había lanzado al galope para escapar de ellos, poniendo tierra de por medio. Para escapar de ellos y de su arrogante e insólita petición. Pero ahí estaban de nuevo delante de ella. Había recorrido una legua, más o menos.
Avallac'h no le había mentido. No tenía escapatoria.
Lo único bueno de la galopada fue que le enfrió la cabeza y le calmó los nervios. Ahora estaba bastante más tranquila. Sin embargo, seguía muy enfadada. En buena me he metido, pensó. ¿Quién me mandaría entrar en la Torre?
Se estremeció al recordarlo. Al recordar el momento en que Bonhart avanzaba hacia ella por el hielo sobre su caballo bayo, cubierto de espuma. Volvió a estremecerse, esta vez con más fuerza. Y se tranquilizó. Estoy viva, pensó, mirando a su alrededor. Aún no ha acabado el combate. Sólo la muerte pondrá fin al combate, todo lo demás es una mera interrupción. Eso es lo que me enseñaron en Kaer Morhen.
Puso a Kelpa al paso; después, viendo que la yegua levantaba la cabeza con bravura, al trote. Pasaba entre las hileras de menhires. La hierba y el brezo le llegaban a la altura de los estribos.
No tardó en dar alcance a Avallac'h y a las tres elfas. El sabio, sonriendo levemente, volvió hacia ella sus inquisitivos ojos de color aguamarina.
– Te lo pido por favor, Avallac'h -gruñó-. Dime que todo ha sido una broma de mal gusto.
Algo parecido a una sombra recorrió el rostro del elfo.
– No tengo costumbre de bromear -dijo-. Pero, ya que lo consideras una broma, me permito repetírtelo con toda solemnidad: queremos que nos entregues a tu hijo, Golondrina, hija de Lara Dorren. En cuanto des a luz a ese hijo, te dejaremos marcharte de aquí y regresar a tu mundo. Por supuesto, la elección es tuya. Me imagino que tu alocada cabalgada te habrá ayudado a tomar una decisión. ¿Cuál es tu respuesta?
– Mi respuesta es: no -contestó Ciri con rotundidad-. Categóricamente, definitivamente: no. No estoy dispuesta y no hay más que hablar.
– Es difícil. -Se encogió de hombros-. Reconozco que estoy decepcionado. Pero, bueno, tú eliges.
– ¿Cómo se puede pretender algo así, en todo caso? -gritó con voz temblorosa-, ¿Cómo te has atrevido? ¿Con qué derecho?
Él la miraba tranquilo. Ciri notó que las elfas también la estaban mirando.
– Me parece -dijo el elfo- que ya te he contado con todo detalle la historia de tu estirpe. Daba la sensación de que lo habías entendido. Por eso, tu pregunta me deja de piedra. Tenemos derecho y podemos exigir, Golondrina. Tu padre, Cregennan, nos quitó un niño. Tú nos lo vas a devolver. Pagarás la deuda. Me parece algo lógico y justo.
– Mi padre… No recuerdo a mi padre, pero se llamaba Duny. No Cregennan. ¡Ya te lo he dicho!
– Y yo ya te he explicado que unas cuantas ridículas generaciones humanas no tienen ninguna importancia para nosotros.
– ¡Pero es que yo no quiero! -Ciri gritó tan fuerte que la yegua empezó a revolverse-. No quiero, ¿lo entiendes? ¡No qui-e-ro! Me repugna la idea de que me inoculen un maldito parásito, me da náuseas pensar que ese parásito crecería dentro de mí, que…
Se calló de repente, viendo las caras de las elfas. En dos de ellas se reflejaba un asombro infinito. En la tercera, un odio infinito. Avallacli tosió intencionadamente.
– Vamos a adelantarnos un poco -dijo con frialdad-, para poder hablar a solas. Tus opiniones, Golondrina, son demasiado radicales para ser emitidas en presencia de testigos.
Ella le obedeció. Estuvieron un buen rato cabalgando sin hablar.
– Me escaparé de vosotros. -Ciri rompió el silencio-. No vais a poder retenerme en contra de mi voluntad. Me escapé de la isla de Thanedd, me escapé de mis captores y de los nilfgaardianos, me escapé de Bonhart y de Antillo. También me escaparé de vosotros. Ya encontraré un remedio contra vuestras hechicerías.
– Creía que contabas, sobre todo, con tus amigos -respondió el elfo después de unos instantes-. Con Yennefer. Con Geralt.
– ¿Estás al corriente de eso? -Ciri suspiró sorprendida-. Ah, claro. Es verdad. ¡Eres un sabio! En tal caso, deberías saber que, precisamente, es a ellos a quienes tengo presentes. Ahora mismo, allá en mi mundo, ellos están en peligro. Y resulta que vosotros os empeñáis en retenerme aquí, prisionera… Bueno, como mínimo durante nueve meses. Como ves, no tengo elección. Entiendo que para vosotros lo importante sea ese niño, la Antigua Sangre, pero yo no puedo hacerlo. Simplemente, no puedo.
El elfo se quedó unos momentos callado. Cabalgaba tan cerca de ella que la rozaba con la rodilla.
– Como ya te be. dicho, tú. eres la que elige. Pero deberlas saber una cosa, no sería honrado ocultártelo. De aquí es imposible escapar, Golondrina. Así que, si te niegas a colaborar, te quedarás aquí para siempre: jamás volverás a ver tu mundo y tampoco volverás a ver a tus amigos.
– ¡Eso es un chantaje repugnante!
– En cambio -el grito no le impresionó lo más mínimo-, si aceptas nuestra propuesta, te demostraremos que el tiempo no tiene ninguna importancia.
– No comprendo.
– Aquí el tiempo transcurre de un modo distinto que allá. Si nos prestas ese servicio, obtendrás algo a cambio. Haremos que recuperes todo el tiempo que pierdas aquí con nosotros. Con el Pueblo de los Alisos.
Ciri callaba, con los ojos clavados en las crines negras de Kelpa. Tengo que ganar tiempo, pensaba. Como decía Vesemir en Kaer Morhen: si te van a colgar, pide un vaso de agua. Nunca se sabe qué puede pasar mientras te lo traen.
Una de las elfas gritó repentinamente, dio un silbido.
El caballo de Avallac’h relinchó y empezó a removerse nervioso en el sitio. El elfo lo controló, les gritó algo a las elfas. Ciri vio cómo una de ellas sacaba un arco de una funda de cuero que colgaba junto a la silla. Se puso de pie sobre los estribos y se cubrió los ojos con una mano.
– No pierdas la calma -dijo Avallac'h en tono severo. Ciri suspiró. A unos doscientos pasos de ellos, unos unicornios galopaban a través del brezal. Era toda una manada, no menos de treinta ejemplares.