– No hay que ponerse nerviosos. -Avallac'h resopló levemente-. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Qué vamos a ganar con eso?
– La eternidad. -Eredin Bréacc Glas se puso serio, algo brilló brevemente en sus ojos verdes-. Pero ésa es tu especialidad, Avallac'h. Tu especialidad y tu responsabilidad.
– Tú lo has dicho.
– Yo lo he dicho. Y ahora disculpadme, pero mis deberes me reclaman. Os dejo una escolta, para mayor seguridad. Os aconsejo que paséis aquí la noche, en esta colina; si os ponéis en marcha al amanecer, estaréis en Tir ná Lia a la hora apropiada. Va faill. Ah, sí, una cosa más.
Se agachó y arrancó una rama florida de arrayán. Se la llevó a la cara, después, con una reverencia, se la ofreció a Ciri.
– En señal de disculpa -dijo lacónicamente-. Por mis palabras poco meditadas. Va faill, luned.
Se retiró rápidamente, y muy poco después la tierra tembló bajo los cascos de los caballos, al alejarse con parte del destacamento.
– Por favor, no me vayas a decir -dijo Ciri alterada- que es con él con quien… Que es él… Si es él, entonces nunca en la vida…
– No -respondió sin prisas Avallac'h-. No se trata de él. Tranquila.
Ciri se acercó el arrayán a la cara. Para que Avallac'h no advirtiera la excitación y la fascinación que la embargaban.
– Estoy tranquila.
Los secos cardos y el brezo estepario cedieron el paso a la frondosa hierba verde y a los húmedos helechos; en los suelos encharcados abundaban los ranúnculos de flores amarillas y las manchas violetas de los lupinos. Al poco divisaron un río: pese a la transparencia cristalina de sus aguas, tenía una coloración parduzca. Olía a turba. Avallac'h iba interpretando con su caramillo distintas tonadas alegres. Ciri, apesadumbrada, estaba concentrada en sus pensamientos.
– ¿Quién -preguntó por fin- va a ser el padre de ese niño tan importante para vosotros? ¿O es que eso no tiene importancia?
– Sí que la tiene. ¿Debo entender que has tomado una decisión?
– No, no debes entender eso. Sencillamente, quiero aclarar algunas cuestiones.
– Estoy a tu servicio. ¿Qué deseas saber?
– Sabes muy bien qué.
Durante un rato, cabalgaron en silencio. Ciri vio unos cisnes que se deslizaban con mucha prestancia por el río.
– El padre del niño -dijo tranquilamente Avallac'h, yendo al grano- será Auberon Muircetach. Auberon Muircetach es nuestro… ¿Cómo lo llamáis? ¿El caudillo supremo?
– ¿El rey? ¿El rey de todos los Aen Seidhe?
– Los Aen Seidhe, el Pueblo de la Colina, son los elfos de tu mundo. Nosotros somos los Aen Elle, el Pueblo de los Alisos. Pero Auberon Muircetach, en efecto, es nuestro rey.
– ¿El rey de los Alisos?
– Se le puede llamar así.
Cabalgaron en silencio. Hacía mucho calor.
– Avallac'h.
– Dime.
– Si me decido, entonces… más tarde… ¿seré libre?
– Serás libre y podrás marcharte adonde quieras. Siempre que no prefieras quedarte. Con el niño.
Ciri resopló con desdén, pero no dijo nada.
– Entonces, ¿ya has tomado una decisión? -preguntó Avallac'h.
– La tomaré cuando hayamos llegado.
– Ya hemos llegado.
Por detrás de las ramas de los sauces llorones, que caían hasta el agua formando una cortina verde, Ciri divisó los palacios. Nunca en la vida había visto nada semejante. Aunque estaban construidos en mármol y alabastro, los palacios eran ligeros como cenadores, parecían tan delicados, vaporosos y ondulantes como si no fueran edificios, sino espectros de edificios. Ciri temía que en cualquier momento pudiera levantarse el viento y los palacios se desvanecieran junto con la bruma que surgía del río. Pero cuando sopló el viento, cuando se despejó la bruma, cuando las ramas de los sauces se agitaron y se rizó la superficie del río, los palacios no desaparecieron ni tenían intención de desaparecer. Aunque sí ganaron en encanto. Ciri contemplaba extasiada las terrazas, las torretas que sobresalían del agua como si fueran flores de nenúfares, los puentes que colgaban sobre el río como festones de hiedra, las escaleras, los escalones, las balaustradas, los arcos y pórticos, los peristilos, los pilares y columnas, las cúpulas y los cupulines, los esbeltos pináculos y torres que parecían espárragos.
– Tir ná Lia -dijo en voz baja Avallac'h.
Cuanto más cerca estaban, con más fuerza se encogía el corazón ante la belleza de aquel lugar, que dejaba sin habla y hacía que las lágrimas afloraran a los ojos. Ciri observaba las fuentes, los mosaicos y terracotas, las estatuas y monumentos. Miraba las construcciones caladas, cuya finalidad no comprendía. Y también aquellas otras que, con seguridad, no servían para nada. Al margen de la estética y la armonía.
– Tir ná Lia -repitió Avallac'h-. ¿Habías visto alguna vez algo semejante?
– Desde luego. -Sintió un nudo en la garganta-. Una vez vi los restos de algo semejante. En Shaerrawedd.
Esta vez le tocó al elfo estar un buen rato callado.
Cruzaron a la otra orilla del río por un puente de arcos calado; daba tal sensación de fragilidad que Kelpa estuvo mucho tiempo resistiéndose y bufando hasta que se animó a pasar por allí.
Aunque estaba nerviosa y excitada, Ciri se fijaba en todo con mucho detenimiento, pues no quería perderse nada, ninguna de las imágenes que ofrecía la legendaria ciudad de Tir ná Lia. En primer lugar, porque la curiosidad la azuzaba, y en segundo, porque no dejaba de pensar en la huida y estaba muy pendiente de cualquier posible ocasión. En los puentes y terrazas, en las alamedas y peristilos, en los balcones y pórticos, veía pasar a los elfos de largas cabelleras vestidos con almillas ceñidas y capas cortas, bordadas con motivos foliáceos de fantasía. Miraba a las elfas bien peinadas y muy maquilladas, llevando vestidos sueltos o trajes de aire masculino. Delante del pórtico de uno de los palacios les recibió Eredin Bréacc Glas. Una escueta orden suya bastó para que acudiera con presteza una muchedumbre de jóvenes elfas, vestidas de gris, la cuales se ocuparon en silencio de los caballos. A Ciri hubo algo que le llamó la atención. Avallac'h, Eredin y todos los elfos que había conocido hasta entonces eran de una estatura insólita, y para mirarles a los ojos tenía que levantar la vista. Pero las elfas de gris eran mucho más bajas que ella. Otra raza, pensó. Una raza de siervos. También allí, en ese mundo fabuloso, había quienes trabajaban para los holgazanes. Entraron en el palacio. Ciri suspiró. Era una infanta de sangre real, se había criado en un palacio. Pero semejantes mármoles y malaquitas, semejantes estucos, suelos, mosaicos, espejos y candelabros nunca los había visto. En aquel interior deslumbrante se sentía a disgusto, torpe, fuera de sitio, polvorienta, sudorosa y fatigada por el viaje. Avallac'h, por el contrario, no se alteró en absoluto. Se sacudió con un guante los pantalones y la caña de las botas, sin preocuparse por el hecho de que el polvo se posara en un espejo. Después, con ademanes señoriales, le entregó los guantes a una joven elfa inclinada ante él.
– ¿Auberon? -preguntó lacónicamente-. ¿Nos espera?
Eredin se sonrió.
– Sí, os está esperando. Mucho le urge. Exigía que Golondrina fuera conducida de inmediato a su presencia, sin demora. Le he quitado esa idea de la cabeza.
Avallac'h frunció el ceño.
– Zireael -explicó Eredin sin ninguna prisa- debe presentarse ante el rey sin estrés, sin presión, descansada, tranquila y de buen humor. Para estar de buen humor, nada mejor que un baño, un vestido nuevo, un peinado nuevo y maquillaje. Auberon aguantará todavía ese tiempo, digo yo.
Ciri suspiró hondo y miró detenidamente al elfo. Se quedó sorprendida al darse cuenta de que lo había encontrado muy simpático. Al sonreír, Eredin mostró su dentadura uniforme, desprovista de colmillos.
– Sólo hay una cosa que me hace dudar -declaró Eredin-. Me refiero a los ojos de nuestra Golondrina: centellean como los de un halcón. Nuestra Golondrina no para de lanzar miradas a derecha e izquierda, igualito que un hurón, buscando un agujero en la jaula. Por lo que veo, Golondrina aún está lejos de la capitulación incondicional.