Avallac'h no hizo ningún comentario. Ciri, se entiende, tampoco.
– No me sorprende -prosiguió Eredin-. No podía ser de otra manera, tratándose de la sangre de Shiadhal y Lara Dorren. Pero escúchame con mucha atención, Zireael. De aquí no hay escapatoria. No existe ninguna posibilidad de romper la Geas Garadh, la Barrera Mágica.
La mirada de Ciri decía a las claras que tendría que comprobarlo para creérselo.
– Incluso si, por algún prodigio, se viniera abajo la Barrera -Eredin no le quitaba la vista de encima-, debes saber que eso significaría tu perdición. Este mundo parece muy bonito. Pero también puede traer la muerte, sobre todo para los extraños. La herida que produce una cornada de unicornio no la cura ni siquiera la magia… También deberías saber -continuó, sin dar tiempo a comentarios- que tu talento salvaje no te ayuda en nada. No vas a dar el salto, mejor ni lo intentes. Pero es que, aunque así fuera, también te digo que mis Dearg Ruadhri, mis Jinetes Rojos, son capaces de darte alcance hasta en las simas del tiempo y del espacio.
Ciri no entendía muy bien a qué se refería. Pero la inquietó que Avallac'h se hubiera puesto muy serio de repente y hubiera torcido el gesto, evidentemente molesto con la admonición de Eredin. Sí, como si Eredin hubiera hablado de más.
– Vamos -dijo-. Con tu permiso, Zireael. Ahora van a ocuparse de ti las mujeres. Tienes que estar muy guapa. La primera impresión es la que cuenta.
Parecía que el corazón le iba a estallar, la sangre le latía en las sienes, las manos le temblequeaban. Apretó con fuerza los puños para controlarlas. Inspiró y espiró lentamente hasta que recobró la calma. Relajó los hombros, hizo unos movimientos con la nuca, atenazada por los nervios.
Volvió a mirarse en aquel gran espejo. Su aspecto no le hacía demasiada gracia. El pelo, húmedo aún después del baño, se lo habían cortado y peinado de un modo que le disimulara la cicatriz al menos un poco. El maquillaje realzaba la belleza de los ojos y la boca, tampoco le sentaban nada mal la falda plateada, abierta hasta medio muslo, el chaleco rojo y la blusa ligera de crepé color perla. El fular al cuello le daba un toque sugerente al conjunto.
Ciri se retocó y se alisó el fular, tras lo cual se llevó la mano a la entrepierna y ahí se colocó lo que se tenía que colocar. Y lo que llevaba puesto bajo la falda era una verdadera maravilla: unas braguitas delicadas como una telaraña y unas medias que casi llegaban hasta las braguitas, quedando increíblemente ajustadas a los muslos sin necesidad de ligas.
Cogió el picaporte. Vacilante, como si no fuera un picaporte, sino una cobra dormida. Pestes, pensó automáticamente en élfico, soy capaz de hacer frente a hombres armados. Podré enfrentarme a uno de…
Cerró los ojos, suspiró. Y entró en la habitación.
No había nadie allí dentro. En una mesa de malaquita había un enorme libro y una vieja garrafa. En las paredes se veían extraños bajorrelieves y frisos, cortinas drapeadas, gobelinos floreados.
Y en el rincón opuesto había una cama con baldaquín. De nuevo, el corazón le empezó a latir con fuerza. Tragó saliva.
Con el rabillo del ojo detectó un movimiento. No en la habitación. En la terraza. Allí estaba él sentado, ofreciéndole medio perfil.
Aunque ya había aprendido que entre los elfos nadie tiene el aspecto que ella acostumbraba a creer, Ciri sufrió una ligera sacudida. Siempre que se hablaba de un rey, por la razón que fuera, tenía presente la figura de Ervyll de Verden, de quien había estado muy cerca de convertirse en nuera en cierta ocasión. Cuando pensaba en un rey, se imaginaba a un gordinflón inmovilizado por montañas de grasa, que apestaba a cebolla y a cerveza, con la nariz colorada y los ojos inyectados en sangre asomando por encima de una barba repugnante. Sosteniendo un cetro y un orbe en las manos hinchadas y llenas de manchas pardas.
Pero junto a la balaustrada de la terraza estaba sentado un rey completamente diferente.
Era muy delgado, y también se veía que era muy alto. Tenía el pelo ceniciento, como el de la propia Ciri, y lo llevaba ceñido con unas largas cintas blancas que le caían sobre los hombros. Vestía un jubón negro de terciopelo. Llevaba las típicas botas élficas, con numerosas hebillas a lo largo de toda la caña. Sus manos eran estrechas, blancas, con los dedos largos.
Estaba entretenido haciendo pompas de jabón. Sujetaba una palangana con jabón y una pajita, en la que soplaba cada dos por tres, y las pompas irisadas bajaban flotando hacia el río.
Ciri carraspeó suavemente.
El rey de los Alisos volvió la cabeza. Ciri no pudo evitar un suspiro. Sus ojos eran extraordinarios. Claros como el plomo fundido, enormes. Y llenos de una tristeza indescriptible.
– Golondrina -dijo-. Zireael. Te doy las gracias por haber aceptado venir.
Ciri tragó saliva, no sabía en absoluto qué decir. Auberon Muircetach se llevó la pajita a la boca y mandó por los aires una nueva pompa.
Para controlar el temblor de sus manos, las enlazó e hizo crujir los dedos. Después se alisó nerviosa los cabellos. El elfo hacía como que dedicaba toda su atención exclusivamente a las pompas.
– ¿Estás nerviosa?
– No -mintió descaradamente-. No lo estoy.
– ¿Tienes prisa?
– Pues claro.
Seguramente había en su voz un desapego excesivo, y Ciri sintió que estaba haciendo equilibrios al límite de la cortesía. Pero el elfo no pareció darse cuenta. Formó una pompa enorme en el extremo de la pajita y con unos meneos le dio forma de pepino. Estuvo unos instantes admirando su obra.
– ¿Puedo preguntarte, si no es indiscreción, adonde quieres ir con tanta prisa?
– ¡A casa! -respondió con brusquedad. Pero enseguida se corrigió, y añadió en un tono más relajado-: A mi mundo.
– ¿Adonde?
– ¡A mi mundo!
– Ah. Perdona. Habría jurado que decías: «A mi mulo». Y me había chocado mucho, la verdad. Hablas muy bien nuestro idioma, pero te convendría trabajar un poco más la pronunciación y el acento.
– ¿Importa mucho cómo acentúe? Pero si aquí no me han traído para hablar.
– Nada está de más cuando se aspira a la perfección.
En el extremo de la pajita había surgido una nueva pompa, que se desprendió y empezó a flotar por los aires, antes de estallar al chocar con la rama de un sauce. Ciri suspiró.
– El caso es que tienes prisa por volver a tu mundo -siguió diciendo, tras una breve pausa, el rey Auberon Muircetach-. ¡Tu mundo! La verdad es que los seres humanos no destacáis por vuestra modestia. -Removió el recipiente con la pajita, sin aparente esfuerzo dio un soplido y se vio rodeado por un enjambre de pequeñas pompas iridiscentes-. El hombre -dijo-. Tu peludo antepasado por parte de padre apareció en el mundo mucho más tarde que la gallina. Y jamás he oído que gallina alguna se arrogara derecho sobre el mundo… ¿Por qué te mueves tanto y te meneas todo el rato como un mono? Lo que te estoy diciendo tendría que interesarte. Así es la historia. Ah, sí, a ver si lo adivino: a ti esta historia ni te va ni te viene, y te parece aburrida.
Una gran pompa de aspecto opalino echó a volar en dirección al río. Ciri callaba y se mordía los labios.
– Tu peludo antepasado -continuó el elfo, agitando la pajita en la palangana- aprendió muy pronto a utilizar el pulgar oponible y su inteligencia vestigial. Con su ayuda hizo distintas cosas, por lo general tan ridículas como terribles. Lo que quiero decir es que, si alguna cosa de las que creó tu antepasado no era terrible, entonces sería ridícula. – Otra pompa más, y enseguida otra, y luego otra-. La verdad es que a nosotros, los Aen Elle, nos importaban bien poco las hazañas de tu antepasado; nosotros, a diferencia de los Aen Seidhe, nuestros primos, abandonamos aquel mundo hace ya mucho. Elegimos otro universo, más interesante. Y es que en aquel tiempo, esto te va a sorprender, era posible trasladarse de un mundo a otro con bastante libertad. Con algo de talento y de práctica, se entiende. No me cabe ninguna duda de que entiendes lo que quiero decir.