Ciri estaba intrigadísima, pero aguantaba callada, consciente de que el elfo estaba tomándole el pelo. No quería ponérselo fácil.
Auberon Muircetach sonrió. Se dio la vuelta. Llevaba un collar de oro, un distintivo que en la Antigua Lengua se conocía con el nombre de torc'h.
– Mire, luned.
Dio un ligero soplido, sacudiendo la pajita con viveza. En su extremo no surgió, como antes, una sola pompa grande, sino unas cuantas.
– … Ya verás que tus locuras fueron pompas de jabón -tarareó-. Ay, sí, así fue, así fue… Tanto hablar, para qué; andaremos por aquí y por allá, qué más da que los dh'oine se hayan empeñado en aniquilar su propio mundo, pereciendo con él. Ya nos iremos a cualquier otro sitio… A otra pompa de jabón…
Bajo su apremiante mirada, Ciri asintió con la cabeza y se humedeció los labios. El elfo volvió a sonreír, sacudió una pompa, sopló una vez más, consiguiendo esta vez que en el extremo de la pajita se formara un gran racimo de pompas pequeñas, unidas las unas a las otras.
– Se produjo la conjunción. -El elfo alzó la pajita cargada de pompas-. El número de mundos hasta creció. Pero la puerta está cerrada. Está cerrada para todos, salvo un puñado de elegidos. Y el tiempo corre. Hay que abrir la puerta. Urgentemente. Es un imperativo. ¿Entiendes esta palabra?
– No soy tonta.
– No, no lo eres. -Volvió la cabeza-. No puedes serlo. Eres una Aen Hen Ichaer, de la Antigua Sangre. Acércate.
Le tendió la mano, y Ciri, sin querer, apretó los dientes. Pero Auberon tan sólo le tocó el antebrazo, y después la mano. Ella notó un agradable hormigueo. Se atrevió a mirarle a sus increíbles ojos.
– Cuando me lo dijeron, no me lo creí -susurró él-. Pero es verdad. Tienes los ojos de Shiadhal. Los ojos de Lara.
Ciri bajó la mirada. Se sentía insegura y estúpida.
El rey de los Alisos apoyó los codos en la balaustrada, y la barbilla en las manos. Durante un buen rato pareció interesarse exclusivamente por los cisnes que nadaban en el río.
– Gracias por haber venido -dijo al fin, sin volver la cabeza-. Y ahora márchate y déjame a solas.
Encontró a Avallac'h en la terraza sobre el río, en el momento preciso en que subía a una barca en compañía de una elfa preciosa con el cabello rubio como la paja. Tenía los labios pintados de color pistacho, y llevaba un maquillaje de polvillos dorados en los párpados y las sienes.
Ciri tenía la intención de darse la vuelta y alejarse, cuando Avallac'h la retuvo con un gesto. Y con un nuevo gesto la invitó a subir en la barca. Ella titubeó. No quería hablar en presencia de testigos. Avallac'h le dijo algo apresuradamente a la elfa y le mandó un beso. La elfa se encogió de hombros y se marchó. Sólo se volvió una vez, para indicarle con los ojos a Ciri lo que pensaba de ella.
– Si puedes, ahórrate los comentarios -le dijo Avallac'h cuando ella se sentó junto a la proa. Él también se sentó, sacó su caramillo y se puso a tocar, desentendiéndose por completo de la barca. Ciri miró a su alrededor intranquila, pero la embarcación se deslizaba a la perfección por el centro de la corriente, sin desviarse ni una pulgada hacia las pilastras, las columnas y las escaleras que descendían hasta el agua. Era una barca muy extraña, Ciri nunca había visto nada semejante, ni siquiera en Skellige, donde se había fijado detenidamente en cualquier cosa que fuera capaz de desplazarse por el agua. Tenía una proa alta, esbelta, tallada en forma de llave, era muy larga y estrecha, y se balanceaba mucho. En verdad, sólo un elfo podía ir subido en algo semejante tocando la flauta, en vez de ocuparse del timón y los remos.
Avallac'h dejó de tocar.
– ¿Qué es lo que te inquieta?
Escuchó el relato de Ciri, observándola con una rara sonrisa.
– Estás decepcionada -afirmó, no preguntó-. Decepcionada, desilusionada y, sobre todo, indignada.
– ¡Para nada! ¡No lo estoy!
– Ni tienes por qué estarlo -dijo el elfo, ya en serio-. Auberon te ha tratado con todo respeto, como si fueras una nativa Aen Elle. No olvides que nosotros, el Pueblo de los Alisos, nunca llevamos prisa. Tenemos tiempo.
– Él me ha dicho una cosa muy distinta.
– Sé lo que te ha dicho.
– ¿Y también sabes qué significa todo esto?
– Claro.
Ciri ya había aprendido mucho. Ni un simple suspiro, ni un temblor de párpados delataron su impaciencia y su rabia cuando Avallac'h volvió a llevarse el caramillo a los labios y se puso a tocar. Una melodía nostálgica. Y así estuvo un buen rato. La barca surcaba las aguas. Ciri contaba los puentes que iban pasando sobre sus cabezas.
– Tenemos razones muy serias para suponer -anunció el elfo justo después del cuarto puente- que tu mundo corre el peligro de desaparecer. Por un cataclismo climático a gran escala. Como letrada que eres, seguramente te has topado con el Aen Ithlinnespeath, la Profecía de Itlina. En ese presagio se habla del Frío Blanco. A nuestro entender, se trata de una potente glaciación. Y como resulta que el noventa por ciento de la tierra firme de tu mundo se encuentra en el hemisferio septentrional, la glaciación puede amenazar la existencia de la mayoría de los seres vivos. Sencillamente, morirán de frío. Los que sobrevivan se hundirán en la barbarie, se exterminarán entre sí en luchas despiadadas por el sustento, se convertirán en la presa de los depredadores enloquecidos por el hambre. Recuerda el texto de la profecía: Tiempo de Odio, Tiempo del Hacha, Tiempo de la Ventisca del Lobo. -Ciri no le interrumpía, no fuera a ponerse a tocar-. Ese niño en el que tenemos depositadas tantas esperanzas -prosiguió Avallac'h, mientras jugueteaba con el caramillo-, descendiente y portador del gen de Lara Dorren, un gen que fue especialmente creado por nosotros, puede salvar a los habitantes de ese mundo. Creemos, y no sin fundamento, que el descendiente de Lara, y también tuyo, claro está, disfrutará de unas capacidades mil veces superiores a las que poseemos nosotros, los sabios. Las mismas que, de forma residual, tú misma posees. Sabes a qué me refiero, ¿verdad?
Ciri ya había conseguido aprender que en la Antigua Lengua semejantes figuras retóricas, aunque eran preguntas aparentes, lejos de requerir una respuesta, la excluían de hecho.
– En resumen -prosiguió Avallac'h-, no se trata tan sólo de que podamos desplazarnos de un mundo a otro, de que nos traslademos nosotros mismos: al fin y al cabo, no somos tan importantes. Lo decisivo es que se abra Ard Gaeth, la Puerta grande y duradera, a través de la cual todos podrían pasar. Antes de la conjunción, podíamos hacerlo, también ahora queremos que sea posible. Vamos a evacuar de ese mundo agonizante a los Aen Seidhe que habitan allí. A nuestros hermanos, a quienes tenemos que prestar ayuda. No podríamos vivir con la idea de que nos habíamos desentendido de nuestra obligación. Y también vamos a salvar, vamos a evacuar de ese mundo a todos los seres amenazados. A todos, Zireael. También a los humanos.
– ¿De verdad? -Ciri no pudo contenerse-. ¿También a los dh'oine?
– También. Ya ves hasta qué punto eres importante, cuántas cosas dependen de ti. Lo importante que es que seas paciente. Lo importante que es que vuelvas al cuarto de Auberon y pases la noche con él. Créeme, su conducta no ha sido una muestra de desgana. Sabe que, para ti, esto no es nada fácil; sabe que, de precipitarse inoportunamente, podría molestarte y desanimarte. Sabe muchas cosas, Golondrina. Ya te habrás dado cuenta, sin duda.
– Sí, ya me he dado cuenta -dijo, con un resoplido-, Y también me he dado cuenta de que la corriente nos ha arrastrado ya bastante lejos de Tir ná Lia. Ya va siendo hora de agarrar los remos. Que, por cierto, no veo por ninguna parte.