– Porque no hay. -Avallac'h levantó un brazo, giró la mano, chasqueó los dedos. La barca se detuvo. Permaneció quieta un instante, y después empezó a navegar contra corriente. El elfo se acomodó en el asiento, se llevó el caramillo a los labios y se entregó sin descanso a la música.
Por la noche, el rey de los Alisos la invitó a cenar. Al verla entrar, acompañada del frufrú de la seda, le indicó con un gesto que se sentara a la mesa. No había criados. Él mismo le sirvió.
La cena consistía en más de una docena de variedades de verduras. También había setas, fritas y estofadas, bañadas en salsa. Ciri nunca había probado esa clase de setas. Algunas eran blancas y finas como hojas, de un sabor delicado y suave, otras eran marrones y negras, carnosas y aromáticas.
Tampoco le escatimó Auberon el vino rosado. Entraba muy bien, pero se subía a la cabeza, relajaba, soltaba la lengua. Antes de darse cuenta, Ciri ya le había contado cosas que nunca creyó que le fuera a contar a nadie.
Él escuchaba. Pacientemente. Y ella de pronto se acordó de lo que había ido a hacer allí, se puso seria y se calló.
– Si no he entendido mal -él le sirvió unas setas nuevas, verdosas, con olor a tarta de manzana-, ¿estás convencida de que el destino te ata a ese tal Geralt?
– Así es. -Levantó la copa, marcada ya por numerosas huellas de su maquillaje-. El destino. Él, o sea, Geralt, me está predestinado, y yo a él. Nuestras suertes están unidas. Por eso, sería mejor que me marchara de aquí. Cuanto antes. ¿Lo entiendes?
– Confieso que no demasiado.
– ¡El destino! -Dio un trago-. Es una fuerza a la que es mejor no oponerse. Por eso creo… No, no, gracias, no me sirvas más, por favor, he comido tanto que voy a estallar.
– Ibas a decir lo que crees.
– Creo que sería un error retenerme aquí. Y obligarme a… Bueno, ya sabes a qué me refiero. Tengo que marcharme de aquí, llevarles ayuda cuanto antes… Porque mi destino…
– El destino -la interrumpió el elfo, levantando su copa-. La predestinación. Algo que no se puede evitar. Un mecanismo que hace que un número prácticamente infinito de sucesos imposibles de prever conduzca necesariamente a un resultado, y no a otro. ¿No es eso?
– ¡Seguramente!
– En ese caso, ¿adonde quieres ir, y para qué? Bebe vino, disfruta del momento, goza de la vida. Lo que haya de ser, será, si es inevitable.
– Ni hablar. Eso no está bien.
– Te estás contradiciendo.
– No es verdad.
– Niegas la negación, eso ya es un círculo vicioso.
– ¡No! -Sacudió la cabeza-. No es posible quedarse de brazos cruzados, sin hacer nada. ¡Las cosas no ocurren así como así!
– Eso es un sofisma.
– ¡No debemos perder el tiempo de una forma insensata! Podríamos dejar escapar el momento oportuno… El único momento oportuno, irrepetible. Porque el tiempo nunca se repite.
– Permíteme. -Auberon se puso de pie-. Fíjate en esto.
En la pared que le estaba mostrando había un altorrelieve donde aparecía una gran serpiente escamosa. El reptil, enrollado en forma de ocho, se mordía la cola con los dientes. Ciri ya había visto algo parecido, pero no recordaba dónde.
– Ésta -dijo el elfo- es Uroboros, la serpiente primigenia. Uroboros simboliza la infinitud, y ella misma es infinita. Es la marcha perpetua y el regreso perpetuo. Es algo que no tiene principio ni tiene fin… El tiempo es como la serpiente primigenia. El tiempo son los instantes que fluyen, los granos de arena que se derraman en el reloj. El tiempo son los momentos y los sucesos mediante los que nos afanamos en medirlo. Pero Uroboros, la primigenia, nos recuerda que en cada momento, en cada instante, en cada suceso, están ocultos el pasado, el presente y el futuro. En cada momento se oculta la eternidad. Cada partida es, al mismo tiempo, un regreso, cada despedida una bienvenida, cada reencuentro una separación. Todo es, al mismo tiempo, principio y final… Y tú también eres – prosiguió, sin dirigirle la mirada-, al mismo tiempo, principio y final. Y ya que has mencionado el destino, debes saber que ése, precisamente, es tu destino. Ser principio y final. ¿Entiendes?
Ciri titubeó unos segundos. Pero la mirada vehemente de Auberon le obligaba a responder.
– Sí, entiendo.
– Desnúdate.
Lo dijo con tal despreocupación, con tal indiferencia que ella estuvo a punto de estallar. Con manos temblorosas, Ciri empezó a desabrocharse el chaleco. Los dedos no la obedecían; los corchetes, botones y cintas eran pequeños y poco manejables. Aunque Ciri se apresuró todo lo que pudo, deseosa de pasar ese trago cuanto antes, tardó mucho tiempo en quitarse la ropa. Pero el elfo no daba ninguna sensación de tener prisa. Como si, efectivamente, dispusiera de toda la eternidad.
¿Quién sabe?, pensaba ella. Puede que sí.
Una vez desnuda, no sabía dónde pisar: el suelo estaba helado. Auberon se dio cuenta y, sin palabras, le señaló la cama.
Las colchas eran de visón. Amplias, formadas por muchas pieles cosidas entre sí. Mullidas, cálidas, gustosas, cosquilleantes.
Él se tendió a su lado, vestido de la cabeza a los pies, hasta con las botas puestas. Cuando la tocó, no pudo evitar ponerse rígida, y se enfadó consigo misma, pues estaba decidida a mostrarse orgullosa y distante hasta el final. Los dientes, no hace falta decirlo, le castañeteaban ligeramente. Pero el tacto electrizante del elfo la calmó, y sus dedos empezaron a enseñar y a impartir órdenes. A dar indicaciones. En el momento en que ella empezó a asimilar tan bien sus indicaciones que casi podía anticiparse a ellas, cerró los ojos y se imaginó que era Mistle quien estaba a su lado. Pero la cosa no funcionó. Porque no se parecía en nada a Mistle.
Le fue mostrando con la mano lo que tenía que hacer. Ella obedeció. De buena gana, incluso. Con premura.
Él no se precipitó en ningún momento. Sus caricias la dejaron suave como una cinta de seda. Le hizo gemir. Morderse los labios. Logró que todo su cuerpo se contrajera en un violento espasmo.
Lo que ella no se esperaba en absoluto fue lo que hizo el elfo a continuación. Se levantó y se fue. Dejándola excitada, jadeante y temblorosa. Ni siquiera se volvió para mirarla.
A Ciri la sangre se le subió a la cara y a las sienes. Se quedó encogida, hecha un ovillo, sobre las colchas de visón. Y empezó a sollozar. De rabia, de vergüenza y de humillación.
Por la mañana encontró a Avallac'h en el peristilo que había detrás del palacio, en medio de una hilera de estatuas. Las estatuas -cosa rara- representaban a niños elfos. En distintas actitudes, sobré todo haciendo diabluras. El que había al lado del elfo era particularmente curioso: representaba a un mocoso, con un mohín de rabia y con los puños cerrados, sosteniéndose sobre una sola pierna.
Ciri estuvo un buen rato con la mirada fija, sentía un dolor sordo en el vientre. Sólo cuando Avallac'h la apremió, ella se lo contó todo. Sin entrar en detalles y tartamudeando.
– Él -dijo muy serio Avallac'h, al terminar Ciri su relato- ha visto los humos de Saovine más de seiscientas cincuenta veces. Créeme, Golondrina, eso es mucho hasta para el Pueblo de los Alisos.
– ¿Y a mí qué me importa? -gruñó-. ¡Yo había dado mi consentimiento! ¿Es que no os han enseñado vuestros parientes, los enanos, lo que es un contrato? ¡Yo cumplo con mis obligaciones! ¡Me entrego! ¿A mí qué más me da si él no puede o no quiere? ¿A mí qué más me da si se trata de impotencia senil o si soy yo que no le resulto atractiva? ¿Y si le damos asco los dh'oine? ¿Y si le pasa como a Eredin y sólo ve en mí una pepita de oro en un montón de estiércol?
– Confío -Avallac'h torció el gesto: era algo inaudito que alterara la expresión de su rostro-, confío en que no le habrás dicho nada parecido.