– ¡Mamá! ¿Qué te han hecho?
Hay unas escaleras de mármol que bajan. Son tres tramos de escaleras. Va'esse deireadh aep eigean… Algo termina… ¿Qué?
Las escaleras. Abajo, un fuego ardiendo en braseros de hierro. Tapices en llamas. Vamos, dice Geralt. Bajemos por las escaleras. Es necesario. No hay más remedio. No existe otro camino. Sólo por estas escaleras. Quiero ver el cielo. No mueve los labios. Están amoratados y con manchas de sangre. Sangre, sangre por todas partes… Las escaleras, cubiertas de sangre…
– No hay otro camino. No lo hay, Ojo de Estrella.
– ¿De qué modo? -gritó-. ¿De qué modo puedo ayudarlos? ¡Estoy en otro mundo! ¡Prisionera! ¡No puedo hacer nada!
– A ti nadie te puede aprisionar.
– Todo ya ha sido descrito, dice Vysogota. Esto también. Mira debajo de ti. Ciri ve con espanto que está sobre un mar de huesos. En medio de cráneos, tibias y costillas.
– Sólo tú puedes evitar que esto ocurra, Ojo de Estrella.
Vysogota se incorpora. A sus espaldas, el invierno, la nieve, la ventisca. El viento arrecia y silba.
Enfrente de él, en medio de la tormenta, montado a caballo, Geralt. Ciri lo reconoce, a pesar de que una gorra de piel le cubre la cabeza y una pañoleta de lana le envuelve la cara. Por detrás de él, se vislumbran otros jinetes entre la ventisca: sus siluetas son confusas y van muy arropados, así que no hay manera de distinguirlos. Geralt dirige su mirada hacia ella. Pero no puede verla. La nieve se le mete en los ojos.
– ¡Geralt! ¡Soy yo! ¡Aquí!
No la ve. Y tampoco la oye, entre los aullidos del viento huracanado.
– ¡Geraaalt!
Es un muflón, dice Geralt. Sólo un muflón. Regresemos. Los jinetes desaparecen, se desvanecen en la ventisca.
– ¡Geraaalt! ¡Nooo!
Se despertó.
Lo primero que hizo por la mañana fue dirigirse a las caballerizas. Sin desayunar siquiera. No quería encontrarse con Avallac'h, no le apetecía tener otra charla con él. Aunque tuviera que esquivar las miradas inoportunas, inquisitivas y pegajosas de otros elfos. Si en cualquier otro asunto se mostraban claramente indiferentes, en lo referente a la alcoba real los elfos no sabían disimular su curiosidad, y las paredes de palacio -Ciri no tenía ninguna duda- oían.
Encontró a Kelpa en una cuadra, junto con la silla y los arreos. Antes de que le diera tiempo a ensillar a la yegua, ya habían acudido a ayudarla unas sirvientas: eran aquellas elfas grises y menudas, a las que cualquier Aen Elle sacaba una cabeza. Ellas se ocuparon de la yegua, entre reverencias y sonrisas amables.
– Gracias -dijo-. Lo habría hecho yo misma, pero gracias. Sois un encanto.
La muchacha que estaba más próxima le sonrió, y Ciri se estremeció. La dentadura de la chica tenía colmillos.
Se acercó a ella a toda prisa, tanto que la chica casi se cae al suelo del susto. Le apartó el pelo de la oreja. Una oreja que no terminaba en punta.
– ¡Tú eres un ser humano!
La chiquilla -y lo mismo las otras- cayó de hinojos sobre el suelo recién barrido. Agachó la cabeza. Esperando el castigo.
– Yo… -Ciri trataba de hablar, mientras manoseaba las riendas-. Yo…
No sabía qué decir. Las chicas seguían arrodilladas. Los caballos bufaban y pateaban inquietos en sus cuadras.
Al aire libre, montada, al trote, tampoco fue capaz de aclarar sus ideas. Jóvenes humanas. Como sirvientas, pero eso no era lo más importante. Lo más importante era que en ese mundo había dh'oine…
Personas, rectificó. Ya estoy pensando como ellos.
Un potente relincho y un brinco de Kelpa la arrancaron de sus reflexiones. Levantó la cabeza y vio a Eredin.
Iba montado en su semental bayo oscuro, desprovisto en esta ocasión de su diabólico bueráneo y de casi toda su parafernalia de combate. El jinete, sin embargo, llevaba puesta una cota de malla bajo una capa cuyo color cambiante incluía múltiples matices del rojo. El semental le saludó con un relincho ronco, sacudió la cabeza y exhibió ante Kelpa unos dientes amarillos. Kelpa, fiel al principio de que las cuestiones hay que ventilarlas con los señores, y no con los criados, acercó su dentadura al muslo del elfo. Ciri sujetó con firmeza las riendas.
– Ten cuidado -dijo-. Mantén la distancia. A mi yegua no le gustan los desconocidos. Y sabe morder.
– A los que muerden -la repasó de arriba abajo con una mirada hostil- hay que ponerles bocado de hierro. Y que sangren. Es el método más indicado para corregir vicios. Con los caballos, también.
Dio un tirón tan fuerte de las riendas que el semental bufó y reculó varios pasos, mientras le caía espuma del hocico.
– ¿Y esa cota de malla? -Ahora era Ciri la que repasaba al elfo con la mirada-. ¿Te preparas para la guerra?
– Todo lo contrario. Ansío la paz. Tu yegua, aparte de vicios, ¿tiene también alguna virtud?
– ¿De qué tipo?
– ¿Medirías tus fuerzas conmigo en una carrera?
– Si quieres, ¿por qué no? -Se puso de pie sobre los estribos-. Por allí, yendo hacia aquellos cromlechs…
– No -la cortó-. Por ahí no.
– ¿Por qué no?
– Es terreno prohibido.
– Para todos, por supuesto.
– Para todos no, por supuesto. Tu compañía, Golondrina, es muy valiosa para nosotros, y no podemos arriesgarnos a vernos privada de ella, por tu propia iniciativa o por iniciativa ajena.
– ¿Por iniciativa ajena? ¿No estarás pensando en los unicornios?
– No quiero aburrirte con mis pensamientos. Ni frustrarte, al comprobar que no los captas.
– No entiendo.
– Ya sé que no lo entiendes. La evolución no te ha proporcionado un cerebro con suficientes pliegues como para poder entenderlo. Mira, si quieres que echemos una carrera, te propongo que vayamos a lo largo del río. Por allí. Hasta el Puente de Porfirio, el tercero que veremos. Después, cruzando el puente, seguiremos río abajo, por la otra orilla. La meta, donde veas un arroyo que vierte sus aguas al río. ¿Estás lista?
– Siempre.
Con un grito, el elfo arreó al semental, que salió disparado como un huracán. Antes de que Kelpa hubiera arrancado, ya le había cobrado mucha ventaja. Pero, aunque la tierra temblaba a su paso, el semental no podía igualar a Kelpa. La yegua le dio alcance muy pronto, justo antes de llegar al Puente de Porfirio. El puente era estrecho. Eredin dio un grito y el semental, de forma inverosímil, aceleró. Ciri comprendió de inmediato dónde estaba la clave. En el puente no había sitio, de ninguna manera, para dos caballos. Uno de ellos estaba obligado a frenar.
Ciri no tenía intención de frenar. Se aferró a las crines, y Kelpa se lanzó hacia delante como una flecha. Pasó rozando el estribo del elfo y entró en el puente. Eredin vociferó, el semental se puso de manos, golpeó con el costado una figura de alabastro y la derribó de su pedestal, haciéndola añicos.
Ciri, riéndose solapadamente como un vampiro, atravesó el puente al galope. Sin volver la vista.
Al llegar al arroyo, desmontó y se quedó esperando.
El elfo llegó poco después, al paso. Sonriente y tranquilo.
– Mi reconocimiento -dijo lacónicamente, mientras desmontaba-. Tanto para la yegua como para la amazona.
Aunque estaba hinchada como un pavo real, Ciri resopló indiferente.
– ¡Ajá! Ya no piensas ponernos un bocado de hierro hasta hacernos sangrar.
– Puede, siempre que sea con el debido permiso. -Sonrió de forma ambigua-. A algunas yeguas les gustan las caricias fuertes.
– Hace muy poco -le miró orgullosa- me comparabas con el estiércol. ¿Y ahora hablamos de caricias?
Eredin se acercó a Kelpa, le frotó y le palmeó la frente, y puso cara de sorpresa al comprobar que la yegua estaba seca. Kelpa retiró la cabeza con brusquedad y soltó un chillido prolongado. Eredin se volvió hacia Ciri. Como me dé también a mí una palmadita, pensó ella, lo va a lamentar.