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– Haz el favor de acompañarme.

A lo largo del arroyo, que bajaba desde una ladera escarpada y densamente poblada de árboles, unas escaleras, construidas con bloques de arenisca recubiertos de musgo, subían hacia la cima. Eran unas escaleras muy antiguas, y estaban agrietadas y levantadas por las raíces de los árboles. Ascendían en zigzag, y en distintos puntos se hacía preciso cruzar el arroyo por puentes. Alrededor todo era bosque, un bosque primigenio, donde abundaban los viejos fresnos y los carpes, los tejos, los arces y los robles; a sus pies se enredaban los arbustos de avellanos, tamariscos y groselleros. Olía a ajenjo, a salvia, a ortiga, a piedras mojadas, a primavera y a moho. Ciri caminaba en silencio, sin apresurarse y regulando su respiración. También tenía los nervios bajo control. No tenía ni idea de lo que Eredin podía querer de ella, pero sus presentimientos no eran los mejores.

Junto a una cascada que caía con estrépito desde una hendidura en la roca había una plataforma de piedra, en ella, a la sombra de un arbusto de saúco, se levantaba un cenador, envuelto en hiedra y en amor de hombre. Desde allí se divisaban las copas de los árboles, la cinta del río, los tejados, peristilos y terrazas de Tir ná Lia. Estuvieron un rato callados, contemplando el panorama.

– Nadie me ha dicho -Ciri fue la primera en romper el silencio- cómo se llama ese río.

– Easnadh.

– ¿Suspiro? Un nombre muy bonito. ¿Y este arrroyo?

– Tuathe.

– Susurro. También es bonito. ¿Por qué nadie me había dicho que en este mundo hay seres humanos?

– Porque esa información no es esencial y para ti no tiene ninguna importancia. Entremos al cenador.

– ¿Para qué?

– Entremos.

La primera cosa que vio Ciri al entrar fue una yacija de madera. Notó cómo le palpitaban las sienes. Está claro, pensó, ya lo decía yo. Esto me recuerda a aquella obra que leí cuando estaba el templo, escrita por Anna Tiller. Sobre un anciano rey, una reina joven y un príncipe sediento de poder, que aspiraba al trono. Eredin es implacable, ambicioso y decidido. Sabe que quien tiene a la reina es el verdadero rey, el verdadero soberano. El verdadero hombre. Quien poseía a la reina poseía el reino. Ahí, en esa yacija, dará comienzo el golpe de estado…

El elfo se sentó en un asiento de mármol y le señaló a Ciri otro asiento. Parecía más interesado en el paisaje que se veía por la ventana que en la muchacha. En ningún momento dirigió la mirada al lecho.

– Aquí te quedarás para siempre -le dijo de sopetón-, amazona mía, ligera cual mariposa. Hasta el final de tu vida de mariposa.

Ella no dijo nada. Le miró a los ojos fijamente. No había nada en esos ojos.

– No te permitirán marcharte de aquí -insistió-. No están dispuestos a admitir que, a pesar de la profecía y del mito, tú no eres nadie, no eres nada, tan sólo una criatura sin importancia. No lo querrán creer y no te dejarán marchar. Te han calentado los cascos con promesas para asegurarse tu sumisión, pero nunca han tenido intención de atenerse a lo prometido. Nunca.

– Avallac’h -dijo con un hilo de voz- me ha dado su palabra. Por lo visto, dudar de la palabra de un elfo es una ofensa.

– Avallac'h es un sabio. Los sabios tienen su propio código de honor, en el que la mitad de los artículos recuerdan que el fin justifica los medios.

– No entiendo por qué me cuentas todo eso. A menos que… A menos que quieras algo de mí. Que yo tenga algo que tú deseas. Y que quieras negociar. ¿Qué dices, Eredin? Mi libertad a cambio… ¿A cambio de qué?

Él la miró largamente. Y ella buscó en vano en sus ojos algún indicio, alguna señal, alguna pista. La que fuera.

– Seguramente -empezó despacio el elfo-, ya habrás tenido tiempo de conocer un poco a Auberon. Y habrás advertido, sin duda, que es de una ambición absolutamente inconcebible. Hay cosas que jamás podrá aceptar, de las que nunca querrá darse por enterado. Antes se moriría. -Ciri callaba, mordiéndose los labios y mirando de reojo la yacija-. Auberon Muircetach -prosiguió el elfo- nunca emplea la magia ni otros medios capaces de modificar la situación. Pero esos medios existen. Medios de calidad, potentes, con garantías. Mucho más eficaces que esos atrayentes que las siervas de Avallac'h añaden a tus cosméticos.

Rápidamente, puso la mano encima de un tablero con nervaduras oscuras. Cuando la retiró, sobre el tablero había un pequeño frasco de nefrita, de color verde grisáceo.

– No -dijo Ciri con la voz quebrada-. De ningún modo. No estoy de acuerdo con esto.

– No me has dejado terminar.

– No me tomes por tonta. No le voy a dar lo que hay en ese frasco. No cuentes conmigo para esas cosas.

– Sacas conclusiones muy precipitadas -dijo él con calma, mirándola a los ojos-. Te esfuerzas por superarte a ti misma, yendo cada vez más deprisa. Y eso siempre lleva a la caída. Una caída muy dolorosa.

– Ya te lo he dicho: no.

– Piénsatelo bien. Independientemente de lo que contenga este recipiente, tú siempre saldrás ganando. Siempre saldrás ganando, Golondrina.

– ¡No!

Con un movimiento tan vivo como el anterior, digno en verdad de un prestidigitador, hizo desaparecer el frasco de la mesa. Después guardó un largo silencio, mientras contemplaba el río Easnadh, que resplandecía entre los árboles.

– Morirás aquí, mariposa -dijo por fin-. No te dejarán marcharte. Pero tú eliges.

– Ya he llegado a un acuerdo. Mi libertad a cambio de…

– Libertad -resopló-. No haces más que hablar de tu libertad. Y, ¿qué harías si por fin la obtuvieras? ¿Adonde ibas a ir? A ver si entiendes de una vez que en este momento no te separa de tu mundo únicamente el espacio, sino también el tiempo. Aquí el tiempo transcurre de un modo distinto al de allí. A quienes conociste allí como niños son ahora unos ancianos decrépitos, los que tenían tu edad hace mucho que han muerto.

– No me lo creo.

– Recuerda vuestras leyendas. Leyendas sobre personas que desaparecieron furtivamente y regresaron al cabo de los años, sólo para contemplar las tumbas de sus allegados cubiertas por la hierba. ¿No me irás a decir que eran pura fantasía, cosas sacadas de la manga? Te equivocas. Durante siglos enteros, la gente fue raptada, arrebatada por jinetes, en lo que llamabais la Persecución Salvaje. Raptados, explotados y arrojados después como la cáscara de un huevo una vez consumido. Pero a ti ni siquiera te espera esa suerte, Zireael. Tú morirás aquí, no se te permitirá contemplar ni los sepulcros de tus amigos.

– No me creo lo que estás diciendo.

– Lo que tú creas es asunto tuyo. Pero tu suerte la has elegido tú sola. Regresemos. Quiero pedirte una cosa, Golondrina. ¿Te parece bien que comamos juntos algo ligero en Tir ná Lia?

Durante el tiempo que tardó el corazón en latirle varias veces, el hambre y una loca fascinación lucharon en el interior de Ciri contra la rabia, el miedo a ser envenenada y, en definitiva, la antipatía.

– Con mucho gusto. -Bajó la mirada-. Gracias por la propuesta.

– Gracias a ti. Vamos.

Mientras salía del cenador, Ciri le echó un último vistazo a la yacija. Y pensó que Anna Tiller era al fin y al cabo una boba y exaltada grafómana.

*****

Despacio, en silencio, entre el olor a menta, a salvia y a ortiga, descendieron hacia el río Suspiro. Escaleras abajo. Por la orilla de un arroyo llamado Susurro. Aquella noche, cuando entró perfumada en los aposentos reales, con los cabellos aún húmedos tras el baño aromático, encontró a Auberon en un sofá, inclinado sobre un grueso libro. Sin palabras, con un simple gesto, la invitó a sentarse a su lado. Era un libro ricamente iluminado. A decir verdad, lo único que había en él eran ilustraciones. Aunque Ciri presumía de tener mucho mundo, se puso colorada como un tomate. En la biblioteca del templo, en Ellander, había visto algunas obras semejantes. Pero ninguna de ellas podía competir con el libro del rey de los Alisos, ni en riqueza y variedad de las posiciones, ni en calidad de las representaciones. Estuvieron un buen rato observándolas en silencio.