– Desnúdate, por favor.
En esta ocasión él también se desvistió. Tenía un cuerpo flaco, de muchacho; era tan delgado como Giselher, como Kayleigh, como Reef, a los que había visto muchas veces bañándose en los riachuelos o en los lagos de montaña. Pero Giselher y los Ratas irradiaban vitalidad, de ellos brotaba vida a raudales, un ansia de vida que ardía entre las gotas de plata del agua salpicada.
De él, del rey de los Alisos, lo que brotaba era el frío de la eternidad. Él fue paciente. Varias veces pareció que ya casi, que ya. Pero la cosa no funcionaba. Ciri estaba enfadada consigo misma, convencida de que la culpa era de su desconocimiento y de su falta de experiencia, que la paralizaba. Él se dio cuenta y la tranquilizó. Como de costumbre, con mucha eficacia. Tanta, que ella se durmió. Entre sus brazos.
Pero al amanecer él ya no estaba a su lado.
La noche siguiente, por primera vez, el rey de los Alisos dio muestras de impaciencia. Ciri lo encontró inclinado sobre la mesa, donde había un espejo engastado en un marco de ámbar. Había unos polvos blancos sobre el espejo.
Ya empezamos, pensó Ciri.
Con un cuchillito Auberon fue reuniendo el fisstech y lo distribuyó en dos rayas. Cogió un tubito de plata que había en la mesa y aspiró el narcótico por la nariz, primero por la fosa izquierda, luego por la derecha. Sus ojos, normalmente brillantes, parecieron apagarse y enturbiarse, y se llenaron de lágrimas. Ciri se dio cuenta enseguida de que aquélla no era la primera dosis.
Hizo dos nuevas rayas sobre el cristal y la invitó con un gesto, pasándole el tubito. Total, qué más da, pensó Ciri. Así será más fácil.
La droga era increíblemente fuerte.
Enseguida los dos se sentaron en la cama, estrechamente abrazados, y se quedaron embobados mirando a la luna con los ojos bañados en lágrimas. Ciri estornudó.
– Es una noche máxima -dijo, frotándose la nariz con la manga de su blusón de seda.
– Mágica -la corrigió, restregándose un ojo-. Ensh'eass, no enleass. Debes trabajar la pronunciación.
– La trabajo.
– Desnúdate.
Al principio pareció que todo saldría bien, que la droga le había excitado a él de la misma manera que la había excitado a ella. Pero a ella la volvió activa y la llevó a tomar la iniciativa, tanto que incluso le susurró al oído algunas palabras sumamente indecentes, a su entender. Eso le hizo reaccionar y el efecto fue, hum, palpable: en cierto momento Ciri estuvo segura de que ya sí, ya sí. Pero no, nada de ya, ya. No hasta el final, al menos. Y entonces él se puso nervioso. Se levantó y se echó sobre los estrechos hombros un manto de piel de marta. Se quedó así, de cara a la ventana, mirando fijamente a la luna. Ciri se sentó, con los brazos alrededor de las rodillas. Estaba desilusionada y enfadada, y al mismo tiempo sentía una extraña tristeza. Era el efecto inevitable de aquel fisstech tan fuerte.
– La culpa es sólo mía -balbuceó-. Esta cicatriz me afea, ya lo sé. Sé lo que ves cuando me miras. No hay mucho de elfa en mí. Una pepita de oro en un montón de estiércol…
Él se volvió bruscamente.
– Ta modestia es poco habitual -dijo tranquilamente-. Yo habría dicho más bien: una perla en una cochiquera. Un brillante en el dedo de un cadáver putrefacto. Cuando estés haciendo tus ejercicios de lengua, tú misma puedes elaborar otras comparaciones. Mañana te preguntaré sobre ellas, pequeña dh'oine. Un ser humano en el que no hay nada, absolutamente nada, de elfa.
Se dirigió a la mesa, cogió el tubito y se inclinó sobre el espejo. Ciri se había quedado de piedra. Se sentía como si le hubieran escupido.
– ¡No vengo a verte por amor! -le soltó enfurecida-. Estoy presa, sometida a chantaje, ¡lo sabes de sobra! Pero lo acepto, lo hago por…
– ¿Por quién? -la cortó impetuosamente, algo nada propio de un elfo-. ¿Por mí? ¿Por los Aen Seidhe prisioneros en tu mundo? ¡Estúpida cría! Lo haces por ti, por tu propio interés, por eso vienes aquí y tratas en vano de entregarte a mí. Porque ésta es tu única oportunidad, tu única tabla de salvación. Y te diré otra cosa más: ya puedes rezar, rezar con devoción a tus ídolos humanos, a tus divinidades o a tus tótems. Porque si no soy yo, será Avallac'h con su laboratorio. Créeme que no te gustaría ir a parar a ese laboratorio y familiarizarte con la alternativa.
– A mí me da lo mismo -dijo Ciri, con una voz apagada, contrayéndose en la cama-. Acepto lo que sea, con tal de obtener la libertad. Con tal de verme libre al fin, De marcharme de aquí. A mi mundo. Con mis amigos.
– ¡Tus amigos! -dijo en tono de burla-. ¡Aquí tienes a tus amigos!
Se dio la vuelta y le lanzó de pronto el espejo cubierto de polvo de fisstech.
– Aquí tienes a tus amigos -repitió-. Fíjate bien.
Salió del cuarto, agitando los bordes del manto de piel.
Al principio, Ciri sólo pudo ver en el cristal sucio su propio reflejo borroso. Pero al instante el espejo se aclaró, adquiriendo un aspecto lechoso, y se llenó de humo. Y después se vio una imagen.
Yennefer cuelga en el abismo, estirada, con las manos levantadas hacia lo alto. Las mangas de su vestido parecen las alas abiertas de un pájaro. Entre sus cabellos ondulantes, unos pececillos se deslizan veloces. Un banco entero de peces centelleantes y ligeros. Algunos empiezan a mordisquear las mejillas y los ojos de la hechicera. Desde las piernas de Yennefer, una soga desciende hacia el fondo del lago; en el extremo de esa soga, atrapado entre el cieno y los tallos de elodea, hay un gran cesto de piedras. Por encima, en lo alto, brilla y destella la superficie de las aguas.
El vestido de Yennefer ondula al mismo ritmo que lo hacen las algas. El humo oculta la superficie del espejo, manchada de fisstech. Geralt, pálido como el cristal, tiene los ojos cerrados; está inmóvil, congelado, bajo unos largos carámbanos que cuelgan de unas rocas; no tardará en quedar sepultado por la nieve que trae la ventisca. Sus cabellos blancos son ahora vainas blancas de hielo, una escarcha blanca le envuelve las cejas, las pestañas, los labios. La nieve no para de caer sobre Geralt, va rodeándole las piernas y cubriéndole los hombros con un suave manto. La ventisca aúlla y silba…
Ciri saltó de la cama y estampó, con mucho ímpetu, el espejo contra la pared. El marco de ámbar reventó, y el cristal se hizo añicos.
Reconocía perfectamente esa clase de visiones, se acordaba de ellas, sabía muy bien lo que eran. De sus antiguos sueños.
– ¡Todo eso es mentira! -gritó-. ¿Me has oído, Auberon? ¡No me lo creo! ¡No es verdad! Eso es producto de tu rabia, ¡igual de impotente que tú! Producto de tu rabia…
Se sentó en el suelo. Y se echó a llorar.
Tenía la sospecha de que las paredes de palacio oían.
Al día siguiente, no era capaz de soportar las miradas ambiguas, sentía que se reían a sus espaldas, captaba murmullos. Avallac'h no aparecía por ninguna parte. Lo sabe, pensaba Ciri, sabe lo que ha pasado y trata de evitarme. Antes de que me levantara, se ha marchado muy lejos, por tierra o por el río, con su elfa bañada en oro. No quiere hablar conmigo, no quiere reconocer que todo su plan se ha venido abajo.
Tampoco había forma de encontrar a Eredin. Pero eso era bastante normaclass="underline" salía con frecuencia de la ciudad en compañía de sus Dearg Ruadhri, sus Jinetes Rojos. Ciri recogió a Kelpa en las caballerizas y se fue al otro lado del río. Sin dejar de darle vueltas a sus pensamientos, sin reparar en nada de lo que había a su alrededor. Hay que escapar de aquí. Lo de menos es que esas visiones sean falsas o sean auténticas. Una cosa es segura: Yennefer y Geralt están allí, en mi mundo, y allí está mi sitio, a su lado. ¡Tengo que huir de aquí, huir sin demora! Tiene que haber alguna forma. He entrado aquí yo sola, tendré que ser capaz de salir también yo sola. Eredin ha dicho que tengo un talento poco común, y eso mismo sospechaba Vysogota. En Tor Zireael, que he inspeccionado detenidamente, no había ninguna salida. Pero a lo mejor aquí, en algún sitio, hay alguna otra torre…