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Miró a la lejanía, hacia la colina distante, hacia la silueta del cromlech que destacaba en su cima. Terreno prohibido, pensó. Ja, ya veo que está demasiado lejos. No creo que la Barrera me permita llegar hasta allí. Una pena hacer el esfuerzo. Mejor seguiré río arriba. Por ahí todavía no he ido nunca.

Kelpa relinchó, sacudió la cabeza, empezó a zarandearse inquieta. No se dejaba dar la vuelta, y en vez de ello se arrancó con fuerza en dirección a la colina. Ciri se había quedado tan sorprendida que tardó en reaccionar y al principio no impidió la carrera de la yegua. Sólo unos momentos más tarde le gritó y tiró de las riendas. La consecuencia fue que Kelpa se puso de manos, después coceó, sacudió la grupa y luego siguió galopando. Siempre en la misma dirección.

Ciri no era capaz de frenarla, no lograba hacerse con la yegua. Estaba muda de asombro. Pero conocía de sobra a Kelpa. Tenía sus vicios, pero no hasta esos extremos. Esa forma de comportarse tenía que significar algo.

Kelpa redujo la velocidad, se puso al trote. Iba derecha hacia la colina rematada por el cromlech.

Una legua, más o menos, pensó Ciri. De un momento a otro, empezará a actuar la Barrera.

La yegua irrumpió en el círculo de piedra, formado por una serie de monolitos medio caídos y cubiertos de musgo, muy próximos entre sí, que surgían entre las zarzas, y de repente se quedó clavada en el sitio. No movió un músculo, excepto las orejas, que estiró para oír mejor.

Ciri intentó que se diera la vuelta. Después trató de que se moviera. En vano. De no haber sido por las venas palpitantes del cuello caliente, habría jurado que estaba sentada encima de una estatua, y no de un caballo. De pronto, sintió algo en los hombros. Algo agudo, algo que le atravesó la ropa y la pinchó, haciéndole daño. No le dio tiempo a volverse. Saliendo de detrás de las piedras, sin hacer el menor ruido, un unicornio de pelaje rojo, con un movimiento preciso, le hincó el cuerno en la axila. Con fuerza. A fondo. Notó un hilo de sangre corriéndole por el costado.

Por el lado opuesto apareció otro unicornio. Era completamente blanco, desde la punta de las orejas hasta el final de la cola. Salvo los ollares, que los tenía rosados, y los ojos, que eran negros.

El unicornio blanco se acercó. Despacio, muy despacio, le puso la cabeza en el regazo. Ciri estaba tan excitada que soltó un gemido.

Me he hecho mayor, retumbó dentro de su cabeza. Me he hecho mayor, Ojo de Estrella. Entonces, en el desierto, no sabía cómo comportarme. Ahora sí que lo sé.

– ¿Caballito? -Y volvió a gemir, casi colgada de los dos cuernos que la estaban pinchando.

Me llamo Ihuarraquax. ¿Te acuerdas de mí, Ojo de Estrella? ¿Te acuerdas de cómo me curaste? ¿De cómo me salvaste?

Retrocedió y se dio la vuelta. Ciri observó la huella de una cicatriz en la pata del animal. Acabó de reconocerlo. Se acordó de él.

– ¡Caballito! ¡Eres tú! Pero si tenías un pelaje distinto…

Me he hecho mayor.

De pronto, todo era confusión en su cabeza, susurros, voces, gritos, relinchos. Retiraron los cuernos. Ella se dio cuenta de que el otro unicornio, el que tenía a sus espaldas, era de pelaje azulejo rodado.

Los más viejos están aprendiendo de ti, Ojo de Estrella. Por mediación mía, están aprendiendo de ti. Un poco más, y serán capaces de hablar por sí mismos. Pronto podrán decirte qué esperan de ti.

La cacofonía en la cabeza de Ciri estalló en un alboroto indescriptible. Pero no tardó en aplacarse, y empezó a fluir como una corriente de pensamientos claros y comprensibles.

Queremos ayudarte a escapar, Ojo de Estrella.

No decía nada, pero el corazón le latía con fuerza.

¿Qué hay de la loca alegría? ¿Qué de la gratitud?

– ¿Y a qué se debe -preguntó en tono agresivo- ese deseo repentino de ayudarme? ¿Tanto me queréis?

No es que te queramos. Pero éste no es tu mundo. Éste no es lugar para ti. Aquí no te puedes quedar. No queremos que te quedes aquí.

Ciri apretó los dientes. Aunque la perspectiva le parecía excitante, negó con la cabeza. Caballito -Ihuarraquax- estiró las orejas, escarbó en la tierra con los cascos y la miró de reojo con uno de sus ojos negros. El unicornio rojo hizo temblar el suelo de una patada, y blandió el cuerno en un gesto amenazante. Bufó con furia, y Ciri finalmente lo entendió.

No te fías de nosotros.

– No me fío -Admitió de buena gana-. Aquí cada cual juega a su juego, y el caso es pillarme desprevenida para poderme utilizar. ¿Por qué iba a fiarme precisamente de vosotros? Está claro que no os lleváis bien con los elfos, tuve ocasión de verlo allá en la estepa, estuvisteis a punto de combatir. Puedo aceptar tranquilamente que queráis serviros de mí para fastidiar a los elfos. A mí tampoco me caen nada bien, al fin y al cabo, me tienen aquí prisionera y me obligan a hacer algo que yo no quiero en absoluto. Pero no consiento que os aprovechéis de mí.

El unicornio rojo sacudió la cabeza y volvió a realizar un movimiento inquietante con el cuerno. El azulejo relinchó. A Ciri le empezó a resonar la cabeza como si estuviera dentro de un pozo, y la idea que captó no le hizo ninguna gracia.

– ¡Ajá! -gritó-. ¡Sois igualitos que ellos! ¿O sumisión y obediencia o muerte? ¡No tengo miedo! ¡Pero no permitiré que nadie se aproveche de mí!

Volvió a sentir en la cabeza caos y confusión. Duró un rato, hasta que del caos emergió un pensamiento legible.

Está muy bien, Ojo de Estrella, que no te guste que se aprovechen de ti. Precisamente ésa es nuestra idea. Lo que queremos, ni más ni menos, es garantizarte eso. A ti y a nosotros mismos. Y al mundo entero. A todos los mundos.

– No lo he entendido.

Eres un arma peligrosa, una amenaza. No podemos permitir que esa arma caiga en manos del rey de los Alisos, del Zorro y del Gamlán.

– ¿De quiénes? -dijo atropelladamente-. Ay…

El rey de los Alisos ya es un anciano. Pero el Zorro y el Gavilán no pueden hacerse con el dominio de Ard Gaeth, la Puerta de los Mundos. Una vez ya lo consiguieron. Y otra vez lo perdieron. Ahora lo único que pueden hacer es errar, vagar por los mundos lentamente, como fantasmas impotentes. El Zorro ha llegado hasta Tir ná Béa Arainne, el Gavilán y sus jinetes hasta la Espiral. Más lejos no pueden ir, les fallan las fuerzas. Por eso sueñan con Ard Gaeth y con el poder. Te mostraremos de qué manera ya utilizaron en una ocasión ese poder. Te lo mostraremos, Ojo de Estrella, cuando salgas de aquí.

– No puedo salir de aquí. Soy víctima de un encanto. La Barrera. Geas Garadh…

A ti nadie te puede aprisionar. Eres la Señora de los Mundos.

– Qué va. No tengo ningún talento especial, no tengo dominio sobre nada. Y renuncié a mis poderes hace un año, allá en el desierto. Caballito es testigo.

En el desierto renunciaste a la superchería. Pero no es posible renunciar a los poderes que se llevan en la sangre. Los sigues teniendo. Te enseñaremos a sacarles provecho.

– ¿Y no será, por casualidad -gritó-, que ese poder, ese dominio sobre los mundos, que por lo visto poseo, me los queréis arrebatar?

No es así. Nosotros no tenemos por qué conquistar ese poder. Porque ya lo tenemos desde siempre.

Confia en ellos, le pidió Ihuarraquax. Confia, Ojo de Estrella.

– Con una condición.

Los unicornios alzaron bruscamente la cabeza, abrieron los ollares y -podría jurarse- lanzaron chispas de los ojos. No les gusta, pensó Ciri, que les pongan condiciones, no quieren ni oír esta palabra. Pestes, no sé si hago bien… Ojalá que esto no acabe en tragedia…