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Te escuchamos. ¿Cuál es tu condición?

– Ihuarraquax vendrá conmigo.

*****

A la caída de la tarde el cielo se cubrió, el ambiente se volvió sofocante y una neblina espesa y pegajosa se fue extendiendo desde el río. Y, cuando la oscuridad cayó sobre Tir ná Lia, la tormenta se anunció a lo lejos con un sordo murmullo, y enseguida el resplandor de un relámpago iluminó el horizonte.

Ciri ya estaba preparada hacía rato. Llevaba puesto un traje negro, con la espada colgada al hombro, y aguardaba el crepúsculo tan nerviosa e impaciente que se subía por las paredes.

Atravesó en silencio el vestíbulo desierto, deslizándose a lo largo de la columnata y salió a la terraza. El río Easnadh brillaba como la brea en la oscuridad, los sauces susurraban. Un trueno lejano rodó por el cielo.

Ciri fue a las caballerizas a por Kelpa. La yegua sabía lo que tenía que hacer. Trotó obediente hacia el Puente de Porfirio. Durante unos segundos, Ciri la siguió con la mirada, después dirigió la vista hacia la terraza junto a la cual estaban amarradas las embarcaciones.

No puedo, pensó. Me mostraré ante él por última vez. ¿Y si con esto consigo retrasar la persecución? Es arriesgado, pero es el único modo.

Al principio, creyó que él no estaba allí, que los aposentos reales estaban vacíos. El silencio y la quietud eran absolutos.

Al cabo de unos instantes, lo vio. Estaba en un rincón, sentado en un sofá, con una camisa blanca que dejaba al descubierto sus estrechos hombros. El tejido era tan delicado que se ceñía al cuerpo como si estuviera mojado.

La cara y las manos del rey de los Alisos eran casi tan blancas como la camisa. Levantó los ojos hacia ella: aquéllos eran unos ojos vacíos.

– ¿Shiadhal? -susurró-. Menos mal que estás aquí. ¿Sabes?, decían que habías muerto.

Abrió la mano y algo cayó a la alfombra. Era el frasquito de nefrita, verde grisáceo.

– Lara. -El rey de los Alisos sacudió la cabeza y se llevó la mano al cuello; parecía como si su torc’h real de oro le estuviera ahogando-. Caemm a me, luned. Acércate, hija mía. Caemm a me, elaine.

Su aliento olía a muerte.

– Elaine blath, feainne wedd… -canturreó-. Mire, luned, se te ha enredado la cinta… Permíteme…

Quiso levantar la mano, pero no lo consiguió. Suspiró hondo, alzó la mano bruscamente, la miró a los ojos. En esta ocasión, sí estaban vivos.

– Zireael -dijo-. LocTilaith. En verdad, eres el destino, Dama del Lago. También el mío, como puede verse.

Poco después, prosiguió:

– Va'esse deireadh aep eigean… -Ciri comprobó horrorizada que sus palabras y sus movimientos empezaban a ralentizarse de una forma espantosa-. Pero -añadió con un suspiro- lo bueno es que, de todas formas, también hay algo que comienza.

A través de la ventana les llegó un trueno larguísimo. La tormenta aún estaba lejos. Pero se acercaba muy rápido.

– A pesar de todo -volvió a hablar el rey-, no tengo ninguna gana de morir, Zireael. Y me resulta terriblemente penoso que tenga que ocurrir. Quién lo habría dicho. Creía que no lo iba a lamentar. He vivido mucho, lo he conocido todo. Me he aburrido de todo… Y, sin embargo, ahora siento pesar. Y, ¿quieres saber otra cosa más? Inclínate. Te lo diré al oído. Que sea nuestro secreto.

Ciri se inclinó.

– Tengo miedo -susurró Auberon.

– Lo sé.

– ¿Estás a mi lado?

– Sí.

– Va faill, luned.

– Adiós, rey de los Alisos.

Estuvo sentada a su lado, sin soltarle la mano, hasta que su leve respiración se acalló y cesó por completo. No se enjugó las lágrimas. Las dejó fluir. La tormenta se acercaba. Los relámpagos incendiaban el horizonte. Bajó a la carrera las escaleras de mármol, hasta llegar a una terraza con columnas, al lado de la cual se mecían las barcas. Desamarró una de ellas, situada en un extremo, en la que ya se había fijado esa tarde.

Se alejó del embarcadero impulsándose con una pértiga de caoba que se había preparado a toda prisa con la barra de unas cortinas. Y es que no estaba segura de que la barca fuera a obedecerla igual que había obedecido a Avallac’h.

La barca se deslizaba sobre las aguas sin el menor ruido. Tir ná Lia estaba oscura y en silencio. Sólo las estatuas de las terrazas la acompañaban con su mirada muerta. Ciri iba contando los puentes.

El cielo sobre el bosque se iluminó con el resplandor de un relámpago. Al cabo de unos segundos retumbó un trueno prolongado.

El tercer puente.

Algo cruzó por el puente, silencioso, ágil, como una enorme rata negra. La barca se tambaleó cuando saltó sobre la proa. Ciri soltó la pértiga y desenvainó la espada.

– Veo que, pese a todo -susurró Eredin Bréacc Glas-, quieres privarnos de tu compañía…

También empuñaba una espada. A la luz fugaz de un rayo, Ciri fue capaz de ver el arma. La hoja era de un solo filo, ligeramente curva, con el borde bruñido y uniformemente afilado; el puño era alargado, el guardamanos consistía en una pieza redonda y calada. Desde el principio quedó claro que el elfo sabía utilizar la espada. De forma inesperada, hizo oscilar la barca, pisando con fuerza en la borda. Ciri se balanceó con destreza, equilibró el peso de la barca con una vigorosa inclinación del cuerpo, y casi de inmediato trató de devolver la jugada, saltando sobre la borda con ambas piernas. El elfo vaciló, pero logró mantener el equilibrio. Y se lanzó a por ella con la espada. Ciri paró el golpe, cubriéndose instintivamente, pues apenas veía nada. Replicó con un tajo veloz por abajo. Eredin lo detuvo, atacó, Ciri devolvió el golpe. De las hojas saltaban haces de chispas como si fueran chisqueros.

Una vez más Eredin zarandeó la barca con fuerza, a punto estuvo de volcarla. Ciri ejecutó una danza, con los brazos extendidos para equilibrarse. Retrocedió hasta la popa y bajó la espada.

– ¿Dónde has aprendido todo eso, Golondrina?

– Te sorprenderías.

– Lo dudo. Eso de que navegando por el río se puede sortear la Barrera, ¿lo has descubierto tú sola o quizá te lo ha revelado algún traidor?

– No tiene importancia.

– Sí la tiene. Y lo averiguaremos. Tenemos nuestros métodos. Pero ahora suelta el arma y regresemos.

– Que te lo has creído.

– Regresemos, Zireael. Auberon te está esperando. Esta noche, te lo aseguro, estará en plena forma y lleno de vigor.

– Que te lo has creído -repitió-. Se le ha ido la mano con ese remedio vigorizante. Ése que tú le diste. ¿No será que no era un vigorizante?

– ¿De qué estás hablando?

– Ha muerto.

Sufrió una fuerte conmoción por la sorpresa. De repente se arrojó sobre ella, haciendo que la barca se tambaleara. Mientras hacían equilibrios, intercambiaron algunos tajos rabiosos, las aguas se llevaban los ruidosos chasquidos del acero. Un rayo iluminó la noche. Un puente pasaba por encima de sus cabezas. Uno de los últimos puentes de Tir ná Lia. ¿O acaso el último?

– Seguro que comprendes, Golondrina -dijo con voz ronca-, que tan sólo estás aplazando lo inevitable. No puedo permitir que te vayas de aquí.

– ¿Por qué no? Auberon ha muerto. Y yo no soy nadie, no tengo la menor importancia. Fuiste tú quien me lo dijo.

– Porque ésa es la verdad. -Alzó la espada-. No significas nada. Eres, si acaso, como la polilla miserable a la que se puede aplastar entre los dedos y reducir a un polvillo brillante, pero que, si se le deja, es capaz de agujerear una tela valiosa. O como un minúsculo grano de pimienta que, si lo masticas por descuido, te puede fastidiar el más fino bocado, obligándote a escupir aquello que habrías deseado paladear. Así eres tú. Nada. Una nada molesta.

Otro relámpago. A su luz Ciri pudo ver lo que quería ver. El elfo tenía la espada levantada y la blandía, apuntando hacia el banco de la embarcación. Contaba con la ventaja de la altura. La próxima acometida la tenía que ganar.