– No deberías haber alzado tu espada contra mí, Zireael. Ahora es demasiado tarde. No te lo pienso perdonar. No te voy a matar, claro que no. Pero unas cuantas semanas en cama, entre vendas, seguro que te sientan muy bien.
– Espera. Antes quiero contarte una cosa. Revelarte un secreto.
– ¿Y qué vas a contarme tú a mí? -Soltó una carcajada-. ¿Hay algún secreto que yo no conozca y que tú puedas revelarme? ¿Qué verdad es ésa que me piensas desvelar?
– Ésta: que no cabes bajo el puente.
No tuvo tiempo de reaccionar, se golpeó con la nuca contra el puente y salió disparado hacia delante, perdiendo por completo el equilibrio. Ciri, sencillamente, podía haberlo arrojado por la borda, pero temió que eso ¡no fuera suficiente para que renunciara a la persecución. Además, de forma premeditada o no, había matado al rey de los Alisos. Y tenía que sufrir por eso.
Le hizo un rápido tajo en un muslo, justo por debajo de la cota de malla. El elfo ni siquiera gritó. Saltó por la borda, chapoteó en el río, las aguas se cerraron sobre él. Ciri se volvió, se puso a escudriñar. Tardó mucho en salir a flote. En subirse a rastras a las escaleras de mármol que bajaban hasta el río. Se quedó tendido, inmóvil, chorreando agua y sangre.
– Unas cuantas semanas en cama, entre vendas -musitó-, seguro que te sientan muy bien.
Agarró la pértiga y se impulsó con fuerza; El río Easnadh era cada vez más impetuoso y la barca bajaba más rápido. Pronto dejó atrás las últimas edificaciones de Tir ná Lia. Ciri no miraba atrás.
Primero todo se volvió muy oscuro, pues la barca atravesaba un viejo bosque, en medio de árboles cuyas ramas se tocaban por encima de la corriente del río, formando una bóveda. Después clareó: había rebasado el bosque, en ambas riberas se sucedían las galerías de alisos, carrizos y espadañas. En la superficie del río, limpia hasta ese momento, aparecieron montones de maleza, algas flotantes, troncos. Cada vez que el cielo se iluminaba con un relámpago, veía círculos en el agua; cuando bramaba el trueno, oía el chapoteo de peces asustados. Varias veces, no muy lejos de la barca, vio unos ojos grandes y fosforescentes; varias veces la barca tembló al chocar con algo grande y vivo. Aquí no todo es hermoso, para los menos aptos este mundo es la muerte, se dijo, recordando las palabras de Eredin.
La corriente se ensanchó considerablemente, desbordando el cauce. Se sucedieron las islas y los brazos del río. Ciri permitió que la barca navegara a la ventura, dejándose llevar por la corriente. Pero empezó a tener miedo. ¿Qué pasaría si se equivocaba y tomaba el brazo incorrecto?
Nada más pensarlo, desde la orilla, entre la maleza, le llegó un relincho de Kelpa y unas intensas señales mentales del unicornio.
– ¡Estás ahí, Caballito!
Hay que darse prisa, Ojo de Estrella. Ven conmigo.
– ¿A mi mundo?
Primero tengo que enseñarte algo. Es lo que me han ordenado los mayores.
Al principio avanzaron por el bosque, después por la estepa, atravesada por frecuentes barrancos y quebradas. Los relámpagos cruzaban el cielo, los truenos retumbaban. La tormenta se les echaba encima, el viento arreciaba.
El unicornio condujo a Ciri hacia una de las quebradas.
Es aquí.
– ¿Qué hay aquí?
Desmonta y observa.
Obedeció. El terreno era irregular, y trastabilló. Se oyó un chasquido y algo rodó a sus pies. Hubo un relámpago, y Ciri ahogó un grito.
Estaba en medio de un mar de huesos.
Se había producido un desprendimiento en la ladera arenosa del barranco, seguramente por la intensidad de los aguaceros. Y había quedado al descubierto lo que allí se ocultaba. Un enterramiento. Una gran fosa común. Una enorme montaña de huesos. Tibias, pelvis, costillas, fémures. Cráneos.
Ciri cogió uno.
Un nuevo relámpago, y Ciri soltó un grito. Había comprendido qué clase de restos había allí.
El cráneo, que exhibía las huellas de un golpe de espada, tenía colmillos en su dentadura.
Ahora ya lo entiendes, oyó Ciri en su cabeza.
Ahora ya lo sabes. Esto es obra suya. Del rey de los Alisos. Del Zorro. Del Gavilán. Este mundo no era su mundo en absoluto. Pero se convirtió en su mundo. Cuando lo conquistaron. Cuando abrieron Ard Gaeth, engañándonos y aprovechándose de nosotros en aquel tiempo, lo mismo que ahora han intentado engañarte y aprovecharse de ti.
Ciri estrujó la calavera.
– ¡Canallas! -gritó en la noche-. Asesinos.
Un trueno rodó con estruendo por el cielo. Ihuarraquax relinchó con fuerza, en señal de alerta. Ciri comprendió la señal. Montó de un salto y espoleó a Kelpa con un grito, llevándola al galope. Los perseguidores les seguían el rastro. No es la primera vez que esto ocurre, pensaba, mientras sentía el viento en la cara al galopar. No es la primera vez. Esta carrera salvaje en la oscuridad, en medio de una noche cuajada de espantos, espectros y aparecidos.
– ¡Adelante, Kelpa!
Un galope furioso, con tal ímpetu que los ojos se cubren de lágrimas. Un rayo parte el cielo por la mitad, y el resplandor permite a Ciri contemplar los alisos que se alzan a ambos lados del camino. Por todas partes, los árboles deformes extienden hacia ella los largos brazos rugosos de sus ramas, abren amenazantes las negras fauces de sus huecos, profieren a su paso maldiciones y amenazas. Los relinchos de Kelpa son cada vez más agudos, galopa tan veloz que sus cascos apenas parecen acariciar el suelo. Ciri se aferra al cuello de la yegua. No sólo para reducir la resistencia del aire, sino también para esquivar las ramas de los alisos, que quieren derribarla de la silla o capturarla al vuelo. Las ramas silban, restallan, azotan, tratan de hacer presa en la ropa o en el pelo. Los retorcidos troncos se agitan, dilatan sus cavidades y braman.
Kelpa relincha de forma salvaje. El unicornio responde a su relincho. Es como una mancha blanca en las tinieblas que va indicando el camino.
¡Deprisa, Ojo de Estrella! ¡Con todas tus fuerzas! Cada vez hay más alisos y es más difícil esquivar sus ramas. Muy pronto bloquearán el camino…
Un grito a sus espaldas. Es la voz de los perseguidores.
Ihuarraquax relincha. Ciri recibe su señal. Capta el mensaje. Se pega con fuerza al cuello de Kelpa. No necesita darle órdenes. La yegua, presa del pánico, se lanza a una galopada suicida.
Una nueva señal del unicornio, muy nítida esta vez, directa al centro del cerebro. Un consejo o, más bien, una orden.
Salta, Ojo de Estrella. Tienes que saltar. A otro lugar, a otro tiempo.
Ciri no comprende, pero se esfuerza por comprender. Hace todo lo posible por comprender: se concentra, se concentra tanto que la sangre susurra y palpita en sus oídos…
Un relámpago. Y después, súbitamente, la oscuridad, una oscuridad blanda y negra, completamente negra, sin nada que la ilumine.
Un rumor en los oídos.
Viento en la cara. Un viento fresco. Finas gotas de lluvia. Olor a pino en las fosas nasales. Kelpa se remueve, da un bufido, patea. Tiene el cuello empapado y caliente. Un relámpago. Seguido de un trueno. En el resplandor Ciri ve a Ihuarraquax sacudiendo la frente y el cuerno, y escarbando con fuerza en la tierra con los cascos.
– ¿Caballito?
Aquí estoy, Ojo de Estrella.
El cielo está cuajado de estrellas. Lleno de constelaciones. El Dragón. La Dama de Invierno. Los Siete Cabritillos. La Jarra.
Y casi en lo alto del horizonte, el Ojo.
– Lo hemos conseguido -dijo con un suspiro-. Lo hemos conseguido, Caballito. ¡Éste es mi mundo!
La señal del animal fue tan clara que Ciri lo entendió todo a la primera.
No, Ojo de Estrella. Hemos escapado de aquel mundo. Pero éste aún no es el lugar, ni es éste el tiempo. Todavía tenemos mucho por delante.
– No me dejes sola.
No te dejaré. Estoy en deuda contigo. Tengo que pagártela. Hasta el final