– ¡Tengo un cuchillo!
– ¡Vaya, vaya! -se burló el que ceceaba aproximándose-. Tiene un cuchillo. ¡Quién lo hubiera pensado!
Jarre no podía huir. El miedo hizo que sus piernas se convirtieran en dos estacas clavadas al suelo. La adrenalina le tenía amarrado por el cuello como un lazo corredizo.
– ¡Pero bueno! -exclamó de repente un tercer tipejo con una voz joven y extrañamente familiar-. ¡Yo pienso que lo conozco! ¡Sí, sí, lo conozco! ¡Dejailo, os digo! ¡Pero si es un conocido mío! ¿Jarre? ¿Me reconoces? ¡Soy Melfi! Venga, ¿Jarre? ¿Me conoces?
– Te… te conoz… co… -Jarre luchaba con todas sus fuerzas contra una terrible y poderosísima sensación, desconocida por él hasta aquel preciso momento. Sólo cuando sintió un dolor en las caderas, producido por el fuerte golpe que se dio contra las tablas del puente, comprendió qué era aquello que estaba sintiendo: la sensación de perder el conocimiento.
– ¡Vaya una sorpresa! -repetía Melfi-. ¡Pero si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¡Mira tú por dónde, hemos topado con un paisano! ¡Un vecino de Ellander! ¡Un amigo! ¿Qué, Jarre?
Jarre se tragó de un bocado un pedazo de tocino duro y dúctil con el que le había agasajado aquel extraño grupo, y ahora le hincaba el diente a un nabo asado al fuego. No respondió. Únicamente movía la cabeza en derredor hacia aquellas seis personas, sentadas en torno a la hoguera.
– ¿Qué rumbo llevas, Jarre?
– A Wyzima.
– ¡Ja! ¡Y a Wyzima nosotros también! ¡Si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¿Qué? Milton. ¿Te acuerdas de Milton, Jarre?
Jarre no le recordaba. No estaba ni siquiera seguro de haberle visto nunca. Además, Melfi también estaba exagerando un poco calificándole de amigo. Era hijo del tonelero de Ellander. Cuándo asistían juntos al seminario menor del santuario, Melfi tenía la costumbre de golpear regularmente y con saña a Jarre, y de llamarle bastardo sin padre ni madre, engendrado entre ortigas. Eso duró alrededor de un año, transcurrido el cual el tonelero sacó a su hijo de la escuela, confirmándose de esta manera que su retoño para lo único que valía era para las barricas. Así era Melfi: en vez de consagrar el sudor de su frente a conocer los arcanos de la lectura y la escritura, se dedicó a sudar la gota gorda en el taller de su padre lijando duelas. Y cuando Jarre finalizó sus estudios y por una recomendación del santuario fue nombrado escribiente auxiliar en un juzgado de paz, el tonelero -un calco de su padre- le hacía reverencias doblándose hasta la cintura, le obsequiaba con presentes y le declaraba su amistad.
– … Vamos a Wyzima -continuó relatando Melfi-. Al ejército. Tos nosotros, como un solo hombre, a alistarnos. Ésos de ahí son Milton y Ograbek, hijos de siervo, sacaos por leva, porque sabes que…
– Lo sé. -Jarre echó una mirada a los hijos de agricultor, de pelo claro, parecidos como si fueran hermanos, y que estaban masticando algún tipo de alimento asado a la brasa imposible de definir-. Uno de cada diez, la leva campesina. ¿Y tú, Melfi?
– Pos conmigo -suspiró el tonelero-, fíjate, pasó esto: a la vez primera, cuando los gremios hubieron que tributar reclutas, padre me libró de tener que sacar la bola. Pero vino la desgracia: en segundas hubo que echar la suerte, porque así lo había acordao la ciudad… Pues sabes que…
– Lo sé -asintió de nuevo Jarre-. El sorteo para completar la leva lo decretó el consejo de la ciudad de Ellander, mediante edicto con fecha de 16 de enero. Se trataba de algo inevitable frente a la amenaza de Nilfgaard…
– ¡Pero mirailo, Lucio, cómo parlotea! -se entrometió gruñendo un tipo rechoncho y rapado al cero que se llamaba Okultich, y que no hacía mucho había sido el primero que le gritó en el puente-. ¡El señorito! ¡Un sabijondo!
– ¡Sabijooondo! -acompañó a coro otro alargando la palabra, un jornalero enorme con una sonrisa algo tonta, eternamente pegada a su redonda bocaza-. El señorito de Sabijondez.
– Calla el morro, Klaproth -ceceó despacio el que se llamaba Lucio, el más viejo de la cuadrilla, talludo, de mostacho caído y con la nuca afeitada-. Si es sabijondo más vale escucharlo cuando platique. Provecho puede haber de ello. Ciencia. Y la ciencia no hizo menoscabo a nadie. Bueno, casi nunca. Y a casi nadie.
– Lo que es verdá, verdá es -anunció Melfi-. Él, es decir Jarre, endeluego que no es tonto: es leído y escribido… ¡Un letrado! Pero si en Ellander las veces hace de escribiente del tribunal y en el santuario de Melitele tenía a su cuidado toda una sarta de libros…
– Así pues, por curiosidad -interrumpió Lucio clavando su mirada en Jarre a través del humo y las chispas-, ¿qué hace un novicio-chupatintas-librero-de-mierda como tú camino a Wyzima?
– Como vosotros -dijo el joven-, me voy al ejército.
– ¿Y qué es…? -Los ojos de Lucio relucían, reflejando un brillo como los de un verdadero pez bajo la luz de una tea en la proa de un bote-. ¿Qué es lo que en el ejército anda buscando este docto novicio chupatintas? Porque, ¿no vas obligao a la recruta? ¿Eh? Y hasta el más tonto sabe que los santuarios exentos están de la leva. No tienen la obligación de aportar reclutas. Y hasta el más tonto sabe que cada juzgado sabe librar del servicio y reclamar para sí a su escribiente. ¿De qué se trata, pues, señor funcionario?
– Voy a alistarme como voluntario -declaró Jarre-. Me meto en esto yo solo, por voluntad propia, no por la recluta. En parte por motivos personales, pero principalmente por un sentimiento de deber patriótico.
El grupo estalló en una estruendosa, tronadora y polifónica carcajada.
– Habed cuidado, mozos -habló por fin Lucio-, cuántas contradicciones a veces en las personas hay. Dos naturalezas. Aquí habéis a un jovenzuelo, podría pensarse, instruido y versado, y por añadidura, de seguro que no sea tonto de nacimiento. Saber debieras qué es lo que de verdad en una guerra ocurre: alguien ataca a otro y al cabo lo mata. Y éste, como vosotros mismos habéis oído, sin exigencia alguna, por propia voluntad, por causa paterótica quiere unirse al bando que va perdiendo.
Nadie comentó nada. Jarre tampoco
– Esa obligación paterótica -siguió hablando Lucio-, de norma sólo propia de los enfermos mentales, puede que en fin sea adecuada para los educados en santuarios y tribunales. Mas aquí plática hubo de ciertos motivos personales. De sumo curioso ando por saber cuáles sean esos motivos personales.
– Son tan personales -le cortó Jarre- que no voy a hablar de ellos. Cuánto más que a vuesa merced tampoco os apremia hablar de vuestros propios motivos.
– Presta mucha atención a lo que te vaya a decir -dijo tras un momento de silencio Lucio-, si algún paleto me hubiera hablado así, le hubiera partido al punto la boca. Ya, pero si es un docto escribiente… A ése le perdono… Por esta vez. Y te respondo: yo también voy al ejército. Y también como voluntario.
– ¿Cuán enfermo de la cabeza debe estar alguien como para unirse a los perdedores? -El propio Jarre se extrañó de dónde le había venido de repente tanta osadía-, ¿Desvalijando por el camino a los viajeros en los puentes?
– Él -prorrumpió entre carcajadas Melfi, adelantándose a Lucio- anda tol rato picao con nosotros por la celada del puentecillo. Va, Jarre, perdona, ¡pero si andábamos de guasa! ¡Una broma inocente! ¿Verdá, Lucio?
– Cierto. -Lucio bostezó y chasqueó con los dientes tan fuerte que incluso hubo eco-. Una broma inocente. Triste y sombría es la vida, lo mesmo que un becerro que llevan al matadero. Por eso sólo con bromas o estando de algazara puede uno alegrársela. ¿No opinas lo mismo, chupatintas?
– Sí. En principio.
– Eso está bien. -Lucio no apartaba de él sus brillantes ojos-, porque si no, menuda compaña pal viaje serías, y más te valdría entonces viajar solo hasta Wyzima. Y desde ya mismo.