Jarre calló. Lucio se estiró.
– Dije lo que tenía que decir. Así pues, muchachos, lo dejamos por hoy. Bromas hemos gastado, nos hemos solazado y hora es de reposar. Si al atardecer hemos de estar en Wyzima, habrá que ponerse en marcha en cuanto salga el solecito.
La noche era muy fría. A pesar del cansancio Jarre no podía conciliar el sueño, envuelto como un ovillo bajo su capa, con las rodillas casi rozándole la barbilla. Cuando por fin se quedó dormido, durmió mal, porque le acometían sueños que le desvelaban sin cesar. No se acordaba de la gran mayoría, salvo de dos. En el primer sueño, un brujo que conocía, Geralt de Rivia, se encontraba bajo unos largos carámbanos que pendían de una roca, inmóvil, cubierto y sepultado muy deprisa por una fuerte ventisca de nieve. En el otro sueño aparecía Ciri sobre un caballo negro, agarrada a las crines galopaba por una avenida de deformes alisos que intentaban capturarla con sus retorcidas ramas.
¡Ah! Y justo antes del amanecer soñó con Triss Merigold. Después de su estancia en el santuario del año anterior, el chico había soñado varias veces con la hechicera. Aquellos sueños excitaban tanto a Jarre que acababa haciendo cosas por las cuales luego sentía mucha vergüenza.
Ahora, como es obvio, no le ocurrió nada vergonzoso. Como era normal para aquellas fechas, hacía demasiado frío.
Muy de mañana, de hecho casi no había salido el sol, los siete se pusieron en camino. Milton y Ograbek, los hijos de siervo de la leva campesina, añadían una nota de ánimo con una canción militar:
¡Adelante, valeroso guerrero!
Tu armadura retumbe como el trueno.
Huye, doncella, que besarte quiero.
¿Quién me lo impide? ¡Dame ese beso!
Que con mi vida la patria defiendo.
Lucio, Okultich, Klaproth y el tonelero que se había unido a ellos, Melfi, se contaban chistes y anécdotas, en su opinión extremadamente divertidos.
– …Y pregunta el nilfgaardiano: ¿qué es esto que tanto apesta? Y va el elfo y le dice: mierda. ¡Jaaa, ja, jaa, ja!
– ¡Je, je, je, jeeeee!
– ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y sabéis este otro? Van un nilfgaardiano, un elfo y un enano. Miran y pasa un ratón volando…
Cuanto más avanzaba el día, más viajeros se iban encontrando por el camino, carretas de campesinos, carruajes de alguaciles, pelotones del ejército que marchaban. Algunos carromatos estaban cargados de mercancías, tras éstos caminaba la banda de Lucio con la nariz prácticamente pegada al suelo, como un perro perdiguero, recogiendo cualquier cosa que se cayera: una zanahoria por aquí, una patatita por allá, un nabo, a veces incluso alguna cebolla. Parte del botín la guardaban con vistas a los momentos de penuria, la otra parte la devoraban con avidez, sin cesar de contar chistes.
– … Y el nilfgaardiano: ¡prrrrrrú! ¡Y se cagó hasta las orejas! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
– ¡Jaa, jaaa, jaa! Oh, dioses, no aguanto más… Se cagó… ¡Jaaaa, jaaa, ja!
– ¡Je, jeeee, jeee!
Jarre estaba esperando cualquier ocasión o pretexto para separarse de ellos. No le gustaba Lucio ni le gustaba Okultich. Tampoco le gustaban las miradas que Lucio y Okultich echaban a los carromatos de los mercaderes que pasaban, a las carretas de los campesinos y a las mujeres y muchachas que iban sentadas sobre los carros. No le gustaba el tono burlón de Lucio cuando, sin venir a cuento, se ponía a hablar del para qué de su intención de alistarse como voluntario, en un momento en el que la derrota y la aniquilación total eran prácticamente seguras y evidentes.
Olía a tierra recién arada. A humo. En el valle, entre los regulares campos ajedrezados, las arboledas y los estanques que brillaban como espejitos, divisaron los tejados de unas casas. Hasta sus oídos llegaba a veces el lejano ladrido de algún perro, el mugido de un buey o el canto de un gallo.
– Se ve que ricas son estas aldeas -dijo Lucio ceceando y relamiéndose los labios-. Pequeñas, pero compuestas con primor.
– Aquí, en este valle -se apresuró a aclarar Okultich- viven y labran la tierra los medianos. En sus aldeas to es airoso y bien compuesto. Un pueblo hacendoso, de mujeres chicas.
– Putos no humanos -gargajeó Klaproth-. ¡No más que kobolds todos! Éstos aquí viviendo de perlas, y la gente de verdad pasando necesidad y miseria por su culpa. A éstos la guerra ni les aflige.
– Por el momento… -Lucio estiró la boca con una desagradable sonrisa-. Acordarsus, muchachos, de esta aldegüela. Esa linde entre abedules cabe el mismo bosque. Recordarlo todo bien. Si alguna vez me entran apetitos de volver por acá de visita, no quisiera extraviarme.
Jarre volvió la cabeza. Aparentó que no le había escuchado y que sólo miraba el camino delante de él.
Reemprendieron la marcha. Milton y Ograbek, los hijos de agricultor de la leva campesina, entonaron una nueva canción. Menos guerrera. Como si fuera un poco más pesimista. Como si pudiera ser, tras las alusiones anteriores de Lucio, tomada como señal de mal agüero.
Agora escuche la gente de la Muerte su
maldad. Ya anciano o mozo valiente, no
esquivarás su crueldad. Sin piedad, guadaña
letal, rebana la nuez al mortal.
– Éste -juzgó lúgubremente Okultich- debe tener plata. Que me ahorquen si no tiene plata.
El sujeto por el cual Okultich había hecho una apuesta tan fea era un mercader ambulante al que habían dado alcance, y que caminaba junto a un carromato de dos ruedas tirado por un asno.
– El dinero llama al dinero -dijo ceceando Lucio-, y el burrillo también vale algo. Avivar el paso, muchachos.
– Melfi -Jarre tiró de la manga al tonelero-, ¡abre los ojos! ¿No ves lo que se está tramando aquí?
– Pero si no más son bromas, Jarre. -Melfi le rechazó-. No más que una broma…
El carro del comerciante, de cerca se distinguía claramente, constituía al mismo tiempo el puesto de venta, el cual se podía ensamblar y tener montado en apenas unos instantes. Toda aquella construcción de la que tiraba el asno estaba recubierta de modo pintoresco por vivos e incisivos letreros, cuyos mensajes anunciaban la oferta del mercader: bálsamos y raíces de escabiosa medicinales, talismanes y amuletos protectores, elixires, filtros y cataplasmas mágicos, productos de limpieza, y además de esto, detectores de metales, metales nobles y trufas, así como también señuelos infalibles para peces, patos y doncellas.
El mercader, un hombre delgado y profundamente encorvado por el peso de los años, miró hacia atrás, los vio, echó una maldición y fustigó al asno. Pero el asno, como cualquier asno, ni a tiros iba más deprisa.
– Apresurémonos en darle alcance -intervino de repente Okultich-, y hallaremos de seguro en ese carrito alguna cosilla…
– ¡Venga, muchachos! -ordenó Lucio-. ¡Zas! ¡Zas! Acabemos con este trabajito antes de que más testigos aborden el camino.
Jarre, sin cansarse él mismo de admirar su propio coraje, con unos cuantos pasos rápidos se adelantó a la banda y, dándose la vuelta, se interpuso entre el mercader y ellos.
– ¡No! -pronunció con dificultad, como si le estuvieran apretando la garganta-. ¡No lo permitiré…!
Lucio entreabrió despacio su capote, mostrando a la vista una daga que llevaba metida en la cintura, ciertamente afilada como una cuchilla.
– ¡Vamos, aparta, chupatintas! -ceceó con odio-. Si en algo estimas el gaznate. Pensé que aventuras buscabas con nuestra compaña, mas no, veo que tu santuario ha hecho de ti un simple mojigato, tanto que apestas demasiado a incienso bendecido. Échate fuera ahora mesmo del camino, porque de lo contrario…
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Eh?
Desde detrás de los rechonchos y frondosos sauces que flanqueaban el camino, el elemento más frecuente del paisaje del valle del río Ismena, surgieron dos extravagantes personajes.