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Los dos caballeros lucían unos bigotes encerados y retorcidos en punta hacia arriba, coloridos pantalones bombachos guarnecidos con bullones, caftanes con cuello de pico adornados con cintas, y unas enormes y blandas boinas de terciopelo decoradas con un mechón de plumas. Además de los alfanjes y puñales que colgaban de sus anchos cinturones, ambos hombres portaban sobre sus espaldas un montante de casi un metro y medio de longitud, con una empuñadura un codo de larga y grandes gavilanes curvados. Los lansquenetes, dando un salto, se terminaron de abrochar los pantalones. A pesar de que ninguno hizo ademán de querer empuñar sus temibles mandobles, tanto Lucio como Okultich se volvieron dóciles al instante y el enorme Klaproth se desinfló como la vejiga de un cerdo llena de aire.

– Na… Nosotros… Aquí… -ceceó Lucio-. Na malo…

– ¡No más bromas! -gruñó Melfi.

– Nadie ha recibido perjuicio -habló inesperadamente el encorvado mercader-. ¡Nadie!

– Nosotros -intervino rápidamente Jarre- nos encaminamos hacia Wyzima a alistarnos en el ejército. ¿Tal vez vuesas mercedes también se dirijan hacia allá, mis señores soldados?

– Cierto -replicó un lansquenete, cayendo al instante en la cuenta de qu é iba la cosa-.También a Wyzima vamos. A quien le plazca puede venir con nosotros. Será más seguro.

– Más seguro, cierto -añadió significativamente el otro, midiendo a Lucio con una amplia mirada-. Es más, añadir conviene que hemos visto por aquí no ha mucho, en los alrededores de la bailía de Wyzima, a una patrulla a caballo. Mucho gustan ellos de colgar los pellejos, miserable destino de los salteadores, que les delata incluso su jeta.

– Y en extremo justo. -Lucio recuperó su aplomo y sonrió mostrando su dentadura mellada-. En extremo justo, vuesas mercedes, que contra los granujas haya ley y castigo, se trata de un orden necesario. Pongámonos, pues, en camino hacia Wyzima, al ejército, que nos llama el deber paterótico.

El lansquenete le miró prolongadamente y más bien con desdén. Se encogió de hombros, se colocó el montante sobre la espalda e inició la marcha por el camino. Tanto su compañero como Jarre y también el mercader con su asno y el carro se pusieron en movimiento siguiéndole, y por detrás, a una corta distancia, venía arrastrando los pies la chusma de Lucio.

– Os lo agradezco, señores soldados -dijo al cabo de un rato el mercader, metiéndole prisa al asno con la vara-. Y gracias a ti también, mi joven señor.

– No hay de qué -respondió agitando la mano el lansquenete-. Lo de costumbre.

– A muy diversas gentes reclutan para la milicia -afirmó su compañero mirando hacia atrás por encima del hombro-. Llega a una aldea o a una villa la orden de leva, de movilizar a un hombre por cada diez campos. A menudo lo primero que hacen es valerse de la ocasión para deshacerse de los truhanes, lo cual peor resulta, dado que después los caminos quedan llenos de salteadores. ¡Oh!, como ésos de ahí atrás. Mas en un santiamén, los soldados son adiestrados y aprenden a obedecer a palo limpio, a los más bellacos incúlcaseles disciplina militar cuando una y otra vez reciben como castigo pasar corriendo por un pasillo de garrotazos: el túnel de golpes…

– Yo -se apresuró a aclarar Jarre- voy a alistarme como voluntario, no forzoso.

– Lo cual se elogia, se elogia. -El lansquenete miró hacia él y retorció la puntita encerada de su bigote-. Mas veo que tú no de la misma calaña eres que aquellos otros. ¿Por qué con ellos formas sociedad?

– El destino nos ha unido.

– He visto ya -la voz del soldado se tornó grave- tales uniones fortuitas y fraternales, que a los unidos fraternalmente han acabado conduciendo juntos a la horca. Extrae una enseñanza de esto, muchacho.

– Así lo haré.

Antes de que el sol cubierto por las nubes alcanzara su cénit, llegaron a la carretera. Allí les aguardaba una pausa obligada en el camino. Al igual que el numeroso grupo de viajeros que había llegado justo antes que ellos, Jarre y su compañía tuvieron que detenerse, ya que la carretera se encontraba totalmente bloqueada por las tropas que avanzaban.

– Al sur -comentó indicando la dirección de la marcha uno de los lansquenetes-. Hacia el frente. Hacia Maribor y Mayenna.

– Repara en las insignias -señaló con la cabeza el otro.

– Redaños -dijo Jarre-. Un águila plateada sobre fondo carmesí.

– Bien lo acertaste. -El lansquenete le dio unas palmadas en la espalda-. Verdaderamente tienes buena cabeza, muchacho. Se trata del ejército redaño, que nos envía en socorro la reina Hedwig. Ahora seremos aliados, una fuerte liga: Temería, Redania, Aedirn, Kaedwen, pues estamos todos juntos en una misma causa.

– ¡A buenas horas, mangas verdes! -habló Lucio desde atrás con evidente sarcasmo. El lansquenete le dirigió la mirada, pero no repuso nada.

– Vamos a sentarnos aquí -propuso Melfi- y demos un respiro a nuestras patas. No se ve el término de la columna militar y mucho ha de pasar hasta que el camino quede franco.

– Sentémonos ahí, en esa loma -dijo el mercader-, desde ella el prospectus será mejor.

Pasó la caballería de Redania. Tras ella, levantando mucho polvo, desfilaron los ballesteros con sus paveses. Por detrás de ellos se podía ver ya una columna de caballería pesada, que venía marcando el paso.

– Y aquéllos -señaló Melfi a los caballeros con armaduras- marchan bajo otro pendón. Negro tien el estandarte, mas lo han manchao de blanco con algo.

– ¡Bah! Mentecatos provincianos. -El lansquenete miró hacia él con desdén-. Ni el escudo de armas de su propio rey conocen. Son flores de lis plateadas, cabeza de tarugo…

– Campo de sable sembrado de flores de lis de plata -dijo Jarre, como queriendo demostrar que, aunque de otros sí pudiera afirmarse lo mismo, él no era ningún paleto-. En el antiguo blasón del reino de Temería -empezó a hablar de nuevo- se veía un león pasante. Pero los príncipes de la corona de Temería empleaban un escudo cambiado, y concretamente de la siguiente manera: añadieron un campo adicional, sobre el cual había tres flores de lis, puesto que en la simbología heráldica la flor de lis es el símbolo del sucesor al trono, del hijo del rey, del heredero al trono y al cetro…

– Listillo de mierda -rechinó Klaproth entre dientes.

– Déjale y cierra la boca, hocico de caballo -dijo amenazadoramente el lansquenete-. Y tú, muchacho, sigue contando. Interesante es…

– Y cuando el príncipe Goidemar, hijo del anciano rey Gardik, fue a combatir contra los insurgentes de la diabólica Falka, el ejército de Temería luchó precisamente bajo su enseña, bajo el escudo de las flores de lis, logrando una ventaja decisiva. Y cuando Goidemar heredó el trono de su padre, como recuerdo de aquellas victorias y por la salvación milagrosa de su esposa y sus hijos de manos del enemigo, instituyó sobre el escudo del reino tres flores de lis de plata en campo de sable. Y más tarde el rey Cedric cambió el blasón oficial mediante un decreto especial, de manera que ahora es un escudo negro sembrado de flores de lis. Y tal es el blasón de Temería hasta nuestros días. Lo cual podéis corroborar todos ocularmente sin dificultad, puesto que por el camino avanzan precisamente las lanzas de Temeria.

– Muy gratamente -dijo el mercader- nos lo habéis narrado, mi joven señor.

– No yo -suspiró Jarre-, sino Jan de Attre, un erudito heraldista.

– Y, salta a la vista, vos no estáis peor versado.

– Cojonudo para ser recluta -añadió á media voz Lucio-. Pa dejarse diñarla por ese pendón de flores de lis plateadas, por el rey y por Temeria.

Escucharon un canto. Resultaba amenazador, guerrero, y bramaba como el batir de las olas, como el ruido que hace una tormenta que se está acercando. Tras las huellas dejadas por los temeríos, venía marcando el paso otro ejército en formación cerrada. Se trataba de una caballería gris, casi carente de color, sobre la cual no se blandían enseñas ni guiones. Delante de los mandos que marchaban al frente de la columna portaban una vara larga con un travesaño horizontal, decorada con colas de caballo, y sobre la cual había clavados tres cráneos humanos.