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– La Compañía Libre. -El lansquenete señaló a aquellos sombríos jinetes-. Condotieros. Un ejército de mercenarios.

– Al ojo salta que son aguerridos -suspiró Melfi-. ¡Cualquiera de ellos! Y van en formación, como en desfile…

– La Compañía Libre -repitió el lansquenete-. Contemplad, palurdos imberbes, lo que es un probado soldado. Aquéstos ya estuvieron en el campo de batalla, estos mismos, los condotieros: los tercios de Adam Pangratt, de Molla, de Frontino y de la Abatemarco, los que inclinaron el platillo de la balanza en Mayenna, pues gracias a ellos rompióse el cerco de los nilfgaardianos, A ellos les debemos que fuera la fortaleza liberada.

– A fe mía -añadió el otro- que se trata de gente valiente y audaz, aquestos condotieros, firmes en la batalla como esta roca. Aunque la Compañía Libre presta sus servicios por dinero, como fácilmente deducir podréis por sus canciones.

La sección se aproximaba al paso, su canto tronaba con fuerza y estruendo, pero extrañamente lúgubre, con notas discordantes.

Ni trono me rige, ni cetro honoro.

Jamás con reyes alianzas pactemos.

Nosotros al doblón, como el sol de oro,

¡A la orden! Raudos sí obedecemos.

Vuestras juras de bandera ignoro.

Ninguna enseña ni manos besaré.

Tan sólo al doblón, como el sol de oro,

mi juramento eterno prestaré.

– ¡Ay, quién pudiera servir con ellos! -suspiró de nuevo Melfi-. Lidiar a su costado… Alcanzaría el mortal la fama y la victoria…

– ¿Me engaña la vista o qué…? -Okultich arrugó el rostro-. Al frente del segundo destacamento… ¿Una hembra? ¿Están luchando a las órdenes de una mujer estos mercenarios?

– Hembra es -confirmó el lansquenete-. Pero no se trata de mujer cualquiera. Es Julia Abatemarco, a la que llaman la Dulce Casquivana. Una guerrera de padre y muy señor mío. Derrotaron bajo su mando los condotieros a la avanzada de los Negros y los elfos en Mayenna, incluso cuando, hasta en dos ocasiones, cinco centenares atacaron a tres mil enemigos.

– También se oyó -intervino Lucio con un extraño y a la vez malicioso tono, untuosamente servil- que no de mucho sirvió esa victoria y que despilfarráronse los ducados gastados en mercenarios. Nilfgaard se repuso del golpe y de nuevo infligió a los nuestros una buena lección, ¡y de las gordas! Y sitiaron Mayenna otra vez. ¿Y no habrán tomado ya la fortaleza? ¿O tal vez se dirijan ya hacia aquí? ¿No asomarán en cualquier momento? ¿O pude que ha tiempo ya que los nilfgaardianos hayan comprado con oro a estos condotieros en venta? ¿Quizá…?

– ¿Quizá quieres llevarte un puñetazo en la jeta, cabrón? -interrumpió enojado el soldado-. ¡Ándate con cuidado, que ladrar contra nuestro ejército se castiga con la horca! ¡Contén tu hocico antes de que me se acabe la paciencia!

– ¡Oooh! -El fortachón de Klaproth, abriendo ampliamente la boca, distendió el ambiente-. ¡Oh, mira tú! ¡Qué enanitos más divertidos vienen!

Por el camino, bajo el ensordecedor estrépito de los timbales, el obstinado resonar de las gaitas y el penetrante silbido de los flautines, marchaba una formación de infantería armada con alabardas, bisarmas, gujas, manguales y mazas con pinchos. Vestidos con capotes de piel, cotas de malla y puntiagudos yelmos, aquellos soldados eran bastante más bajos de lo habitual.

– Enanos de las montañas -aclaró el lansquenete-. Alguno de los regimientos del Tercio de Voluntarios de Mahakam.

– Y yo que pensaba -dijo Okultich- que los enanos no con nosotros estaban, sino en contra nuestra. Que estos asquerosos renacuajos nos traicionaron y que con los Negros en una conjura…

– ¿Pensar tú? -El lansquenete le lanzó una mirada con lástima-. ¿Y el qué, si se puede saber? Tú, calamidad, si te tragaras una cucaracha con la sopa, en las tripas tendrías más cerebro que en la cabeza. Ésos que por ahí marchan son alguno de los regimientos de infantería de los enanos que nos envía en auxilio Brouver Hoog, el gobernador de Mahakam. Ellos en su mayoría ya han entrado también en combate, sufriendo grandes bajas cuando en la batalla de Mayenna les hicieron retroceder para reagruparse.

– Los enanos son pueblo bravo -corroboró Melfi-. A mí una vez uno, en una posada en Ellander durante la celebración del Saovine, me dio tal sopapo en este oído que me anduvo pitando hasta la fiesta del Yule.

– El regimiento de los enanos es el último de la columna. -El lansquenete se puso la mano sobre los ojos a modo de visera-. Fin del desfile. Libre quedará el camino enseguida. Pongámonos en marcha, que al caer está el mediodía.

– Tantas huestes marchan hacia el sur -dijo el mercader de amuletos y panaceas- que con toda seguridad va a ser una gran guerra. ¡El pueblo sufrirá grandes desdichas! ¡Enormes derrotas el ejército! La gente morirá a miles, pasada a cuchillo, a sangre y fuego. Observen, vuesas mercedes, que ese cometa que cada noche puede verse en el cielo arrastra tras de sí una cola de fuego rojo. Si el cometa lleva la cola morada o pálida, anuncia enfermedades frías, fiebres, pleuresías, flemas y catarros, y también desgracias con agua, como riadas, inundaciones o lluvias constantes. Por el contrario, el tono rojo indica que se trata de un cometa de calenturas, de sangre y fuego, pero también del hierro que nace del fuego. ¡Horribles, horribles infortunios caerán sobre el pueblo! ¡Habrá muchas masacres y matanzas! Como aparece en la profecía: «Se amontonarán los cadáveres doce codos de alto, los lobos aullarán sobre una tierra yerma que quedó despoblada, y el hombre besará las huellas de los pasos de otro hombre… ¡Ay de vosotros!».

– ¿Por qué de nosotros? -le interrumpió fríamente el lansquenete-. Alto vuela el cometa, también desde Nilfgaard lo pueden ver, sin mencionar el valle del Ina, desde donde dicen se aproxima Menno Coehoorn. Los Negros miran igualmente al cielo y ven el cometa. ¿Por qué no inferir, pues, que no es a nosotros sino a ellos a los que la derrota augura? ¿Que serán sus cadáveres los que se vayan a apilar?

– ¡Así es! -gruñó el otro lansquenete-. ¡Pobres de ellos! ¡De los Negros!

– Personas muy versadas, señores, elucubraron todo esto.

– Sin duda.

Bordearon los bosques que rodeaban Wyzima y llegaron a la pradera y los apacentaderos. Allí se encontraban pastando manadas enteras de caballos de diferentes clases: de combate, de tiro, percherones para cargas pesadas. Como es común en marzo, no quedaba casi nada de hierba en los pastizales, pero habían distribuido por allí carros llenos de heno y comederos.

– ¿Pero qué ven los mis ojos? -Okultich se relamió los labios-. ¡Vaya caballitos! ¡Y naide los vigila! No más hay que cogerlos, elegir…

– Cierra el pico -gruñó entre dientes Lucio y de modo servicial sonrió a los lansquenetes, mostrando de esta manera los dientes que le faltaban-. Éste aquí, señores, se muere de ganas por servir en la caballería, por eso mira con tanto gusto a los corceles.

– ¿En la caballería? -soltó con una carcajada el lansquenete-. ¡Caray, con lo que se hace ilusiones este bribón! Muy pronto estarás con los rocines, ¡recogiendo del suelo sus boñigas con un cubo y acarreándolas en una carretilla!

– Verdad decís, señor.

Siguieron adelante y al poco llegaron al dique que discurría a lo largo de los estanques y canales. Y de repente sobre las cimas de los alisos divisaron las tejas rojas de las torres del alcázar de Wyzima que se alzaba sobre el río.

– Ya casi hemos llegado -dijo el mercader-. ¿Lo notáis?

– ¡Pu-uf! -puso mala cara Melfi-. ¡Qué peste! ¿Qué es?

– De seguro que soldados que se murieron de hambre por culpa de la paga del rey – masculló a sus espaldas Lucio, pero de tal manera que los lansquenetes no le oyeran.