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– A poco no nos arranca la nariz, ¿eh? -se rió uno-. Normal, acá vinieron para invernar miles de soldados y el ejército ha de comer, y como come, también caga. ¡Así quedó establecido por la naturaleza y en nada se puede remediar! Y todo lo que cagaron, ¡tate!, como eso de ahí, lo acarrean hasta estas fosas, donde lo vierten sin ni siquiera taparlo con tierra. En invierno, mientras las heladas mantienen congelada la mierda, se puede soportar un poco, pero desde que empieza la primavera… ¡Puaj! ¡Zu!

– Y cada vez llegan nuevos que evacúan sobre la mierda vieja. -El otro lansquenete también lanzó un escupitajo-. ¿Y ese enorme zumbido oís? Son moscas. Hordas enteras hay aquí de ellas. ¡Cosa nunca vista la primavera anterior! Cubríos la boca con lo que podáis, porque las muy hideputas entran en tropel por la boca y los ojos. Y apriesa, cuanto antes pasemos, mejor.

Dejaron atrás las fosas, pero no consiguieron deshacerse del hedor. Por el contrario, Jarre hubiera apostado su cabeza a que cuanto más se acercaban a la ciudad, tanto peor era el pestazo que había. Sólo que más variado, más rico en cuanto a escala y matices. Olían mal los campamentos y tiendas militares que rodeaban la ciudad. Olía mal el enorme lazareto. Apestaban los concurridos y animados arrabales, apestaba el terraplén defensivo, apestaba el portalón, apestaba el recinto, hedían las pequeñas plazas y las callejuelas, hedían los muros de los torreones que se elevaban sobre la ciudad. Por suerte, las ventanas de la nariz se acostumbraban rápido y en poco tiempo daba lo mismo que se tratara de un excremento, de una carroña, de orines de gato o del siguiente mesón. Había moscas por todas partes. Zumbaban obsesivamente, empeñadas en meterse en los ojos, por los oídos o la nariz. Resultaba imposible ahuyentarlas. Era más fácil aplastarlas contra la cara o descuartizarlas con los dientes. En cuanto salieron de la oscuridad del portal, sus ojos se toparon con un enorme cartel sobre la pared, que mostraba a un caballero que les estaba señalando con el dedo. Un letrero situado debajo preguntaba con grandes letras: ¿Y TÚ? ¿YA TE HAS ALISTADO?

– Sí, sí -murmuró el lansquenete-. Por desgracia.

Había muchos carteles similares, de manera que podría afirmarse que por cada pared había uno. Abundaban sobre todo los del caballero señalando con el índice, pero a menudo había también una patética Madre Patria con el cabello canoso y revuelto, que tenía de fondo aldeas incendiadas y a recién nacidos ensartados en picas nilfgaardianas. Aparecían también imágenes de elfos con cuchillos en la boca chorreantes de sangre. Jarre se dio la vuelta para mirar y de repente cayó en la cuenta de que estaban solos: el lansquenete, el mercader y él. Lucio, Okultich, Klaproth, los campesinos seleccionados y Melfi habían desaparecido sin dejar rastro alguno.

– Vaya, vaya. -El lansquenete ratificó sus conjeturas mirándole inquisitivamente-. Tus compadres el ala ahuecaron en cuanto se les terció la ocasiona nos dieron esquinazo a la primera y se largaron barriendo el suelo con el rabo. ¿Y sabes lo que te voy a decir, muchacho? Está bien que se hayan vuestros caminos separado. No pugnes porque vuelvan a cruzarse de nuevo.

– Me da pena Melfi -murmuró Jarre-. En el fondo es un buen chico.

– Cada cual elige su propio destino. Y tú ven con nosotros. Te hemos de mostrar dónde está la caja de reclutamiento.

Entraron en una plaza, en cuyo centro, sobre un estrado de piedra, se alzaba la picota. Alrededor de la picota se aglomeraban ciudadanos y soldados sedientos de morbo. La cabeza del reo, que acababa de ser alcanzado por una pella de barro, escupía y lloraba. La muchedumbre vociferó de risa.

– ¡Caramba! -exclamó el lansquenete- ¡Mira a quién tienen trabado en el cepo! ¡Pero si es Fuson! Curioso estoy por saber por qué habrá sido.

– Por la agricultura -se apresuró a aclararle un burgués gordo, vestido con una piel de lobo y un gorro de fieltro.

– ¿Lo qué?

– Por la agricultura -repitió con énfasis el gordinflón-. Por haber sembrado.

– ¡Ajá! Tan claro hablasteis, con perdón, como un buey sobre la era -se rió el lansquenete-. Yo a Fuson lo conozco: zapatero es, hijo de zapatero y nieto de zapatero. Jamás en la vida ni aró, ni sembró, ni cosechó. Tumbado me habéis, os digo, con eso de sembrar, hasta casi suelto el espíritu.

– ¡Palabras mismas del comendador! -se encolerizó el burgués-. ¡Estará en la picota hasta el alba por haber sembrado! Algo sembró este malhechor, mas a cuenta de Nilfgaard y sus monedas de plata… Cierto que un cereal extraño, de ultramar procedente… ¡Me acordaré!… ¡Eso! ¡Derrotismo!

– ¡Sí, sí! -exclamó el mercader de amuletos-. ¡Lo oí, se habló de ello! Los espías de Nilfgaard y los elfos están propagando epidemias, envenenando con diversas ponzoñas los pozos, las fuentes y los arroyos, y precisamente con estramonio, cicuta, lepra y derrotismo.

– Así es -afirmó meneando la cabeza el burgués con el abrigo de piel de lobo-. Ayer ahorcaron a dos elfos. Es cosa segura que por esos envenenamientos.

– Detrás de la esquina de ese callejón -señaló el lansquenete- hay una posada en la cual se negocia el reclutamiento. Hay una lona grande extendida, con las flores de lis de Temería que tú ya bien conoces, muchacho, así que darás con ella sin trabajos. ¡Cuídate! Y que nos concedan los dioses volver a toparnos en tiempos más felices. Guardaos vos también, señor mercader.

El comerciante carraspeó con fuerza.

– Nobles señores -dijo rebuscando en sus pequeños baúles y cofres-, permitidme que por vuestro auxilio… En señal de agradecimiento…

– No sus fatiguéis, buen hombre -repuso con una sonrisa el lansquenete-. Se ayudó y punto, faltaría más…

– ¿Quizá un ungüento milagroso contra las heridas de bala? -El mercader rebuscaba algo en el fondo de un baúl-. ¿Tal vez un remedio universal e infalible contra la bronquitis, la podagra, la parálisis, así como contra la caspa y la escrófula? ¿O a lo mejor un bálsamo de resina para las picaduras de abeja, las mordeduras de víbora y de vampiro? ¿O puede que un talismán que escuda contra el mal de ojo?

– ¿No tendréis por ventura -le inquirió en serio el otro lansquenete- algo que proteja contra los efectos de la mala comida?

– ¡Tengo! -exclamó radiante el mercader-. Helo aquí, el más eficaz antídoto elaborado a partir de raíces mágicas, con hierbas aromáticas condimentado. Bastan tres gotas después de cada comida. Tomad, por favor, nobles señores.

– Gracias. ¡Guárdese, pues, vuesa merced! Y tú también, muchacho. ¡Suerte!

– Honrados, corteses y afables -juzgó el mercader cuando los soldados desaparecieron entre la multitud-. No todos los días se encuentra gente como ésa. ¡Ni tampoco como tú, mi joven señor! ¿Qué te puedo dar entonces? ¿Un amuleto pararrayos? ¿Bezoar? ¿Guijarros de tortuga eficaces contra los hechizos de encantadoras? ¡Ajá! También tengo diente de muerto para fumigar, tengo un trozo de mierda seca de diablo, bueno es llevarla en el zapato diestro…

Jarre apartó la mirada de unas personas empeñadas en limpiar de las paredes de una casa la pintada: ¡NO A LA PUTA GUERRA!

– Dejadme -dijo-. Llegó mi turno…

– ¡Ah! -exclamó el mercader, sacando de un cofre un pequeño medallón de latón con forma de corazón-. Esto debería serte adecuado, muchacho, porque es objeto justamente para jóvenes. Se trata de una extraordinaria rareza y sólo uno tengo. Es un amuleto mágico. Hace que a quien lo porte no le olvide nunca su amada, por más que el tiempo y muchas millas los separen. Mira, se abre por aquí, en el interior hay un trocito de papiro fino. Sobre ese papiro, con una tinta mágica de color rojo que tengo, basta con escribir el nombre de la amada y ella no te olvidará, no se mudará su corazón, no te traicionará ni te dejará. ¿Y bien?

– ¡Hm! -Jarre se ruborizó ligeramente-. Es que yo no sé si ella…