– Hablas -gruño Skaggs- como si de verdad la conocieras, Zigrin.
– ¡Déjalo! -le regañó de improviso Zoltan Chivay-. En eso del destino tiene razón. Yo también lo creo. Motivos tengo para ello.
– ¡Bah! -replicó Sheldon Skaggs meneando la mano-. Para qué gastar saliva en vano. Chilla, Emhyr, el destino… Son cuestiones lejanas. Sin embargo, señores, más cerca nos pilla Menno Coehoorn y su grupo de ejércitos Centro.
– Ya-suspiró Zoltan Chivay-. Me parece a mí que no se nos va a escapar una gran batalla. Quizá la más grande que conocerá la historia.
– Mucho -musitó Dennis Cranmer-. Mucho, sí, se va decidir…
– Y acabar más todavía.
– Todo… -masculló Jarre, cubriéndose la boca con la mano debido a sus buenos modales-. Todo se va a acabar.
Los enanos le observaron durante un momento, guardando silencio.
– No te he entendido del todo, muchacho -intervino por fin Zoltan Chivay-. ¿Podrías explicar a qué te estabas refiriendo?
– En el consejo del ducado… -pronunció titubeando Jarre-… es decir, en Ellander, se dijo que la victoria en esta gran guerra es tan importante porque… porque es una gran guerra que pondrá fin a todas las guerras.
Sheldon Skaggs pegó un resoplido, escupiéndose a sí mismo la cerveza sobre la barba. Zoltan Chivay bramó de viva voz.
– ¿No opináis lo mismo, señores?
Ahora fue a Dennis Cranmer al que le llegó el turno de bufar. Yarpen Zigrin mantuvo la calma, mirando al joven con atención y casi como con preocupación.
– Hijo -habló al cabo muy seriamente-. Mira. Ahí junto al mostrador está sentada Evangelina Parr. Es, hay que reconocerlo, de buenas carnes. ¡Bah!, incluso se puede decir que enormes. Pero, sin ninguna duda y a pesar de sus medidas, no es una puta capaz de poner punto y final a todas las putas.
Después de haber girado hacia un callejón estrecho y sin gente, Dennis Cranmer se detuvo.
– Tengo que alabarte, Jarre -dijo-. ¿Sabes por qué?
– No.
– No disimules. No tienes que hacerlo estando conmigo. Es digno de mérito que ni pestañearas siquiera cuando se habló de Cirilla. Pero más meritorio aún si cabe es que entonces tampoco abrieras la boca… Sí, sí, no me pongas esa cara rara. Sé de sobra lo que pasa en la casa de Nenneke, detrás del muro del santuario, lo sé bien, tienes que creerme. Y por si esto te pareciera poco, sabe que escuché el nombre que te escribió el mercader en el medallón.
«Sigue así siempre. -El enano fingió con tacto no darse cuenta del rubor que invadió al joven-. Sigue así siempre, Jarre. Y no sólo en lo que a Ciri se refiere… ¿Pero qué estás mirando?
Sobre la pared de un granero visible a la entrada del callejón se veía una pintada borrosa, escrita con cal, que rezaba: HAZ EL AMOR, NO LA GUERRA. Justo por debajo, con letras notablemente más pequeñas, alguien había pintarrajeado el siguiente grafito:
HAZ CACA CADA MAÑANA.
– Mira hacia otro lugar, tonto -le advirtió Dennis Cranmer-. Por el simple hecho de mirar frases como ésas te puedes llevar un disgusto. No las digas tampoco fuera de lugar, si no quieres que te azoten de forma sangrienta atado a un poste hasta que te despellejen la espalda. ¡Aquí los juicios son muy rápidos! ¡Increíblemente veloces!
– He visto -murmuró Jarre- a un zapatero con el cepo puesto. Supuestamente por sembrar derrotismo.
– Su faena -afirmó con gravedad el enano, sujetando al muchacho por la manga- seguramente consistió en que cuando condujo a su hijo al destacamento, él lloraba, en vez de lanzar proclamas patrióticas. Aquí el castigo para causas más graves es diferente. Ven, te lo mostraré.
Entraron en una plaza pequeña. Jarre tuvo que retroceder, tapándose la nariz y la boca con la manga. Sobre una enorme horca de piedra colgaban varios cadáveres. Algunos, por lo que revelaban su aspecto y hedor, colgaban ya desde hacía tiempo.
– Éste -señaló Dennis, espantando al mismo tiempo a las moscas- escribía en los muros y en las tapias frases tontas. Ése afirmaba que la guerra es cosa de los señores y que los reclutas campesinos nilfgaardianos no eran sus enemigos. Aquél, estando borracho, contó el siguiente chiste: «¿Qué es una lanza? El arma de los poderosos: un palo que lleva a un pobre en cada extremo». Y ahí, al final de todos, ¿ves a esa mujer? Era la patrona de un burdel militar, y lo había decorado con este letrero: «¡Folla hoy, guerrero! Porque mañana quizá ya no puedas».
– ¿Y sólo por eso…?
– Una de sus chicas, según se reveló luego, tenía además gonorrea. Y eso ya entraba dentro del parágrafo de conspiración y sabotaje contra las capacidades de combate.
– Entendido, señor Cranmer. -Jarre se enderezó en posición de firmes, como si eso le diera cierto aire marcial-. Pero no os preocupéis por mí. Yo no soy ningún derrotista…
– No has entendido una mierda y no me interrumpas, que no he terminado. Este último ahorcado, éste que ya apesta bien, su único delito fue que durante una charla con un delator encubierto que le estaba instigando, reaccionó exclamando: «Indiscutibles, señor, son vuesas razones, así es y no de otra manera. ¡Como que dos más dos son cuatro!». ¡Dime ahora que lo comprendes!
– Lo he comprendido. -Jarre miró a su alrededor cautelosamente-. Tendré cuidado. Pero… Señor Cranmer… ¿Qué está pasando de verdad?
El enano también echó una ojeada de precaución.
– Ésta es -dijo en voz baja- la verdadera situación: el grupo de ejércitos Centro del mariscal Menno Coehoorn avanza hacia el norte con una fuerza que ronda los cien mil hombres. La realidad es que si no se hubiera sublevado la provincia de Verden, ya estarían aquí. La verdad es que sería bueno que se iniciaran negociaciones. La realidad es que Temería y Redania no tiene fuerzas suficientes para contener a Coehoorn. Por lo menos, no antes de la línea estratégica del Pontar.
– El río Pontar -susurró Jarre- se encuentra al norte de nosotros.
– Es justo lo que quería decir. Pero recuerda: sobre esto échale el candado a la boca.
– Me andaré con cuidado. Pero cuando ya esté en el regimiento, ¿también debo seguir prevenido? ¿Puedo toparme allí con algún delator?
– ¿En tu unidad de combate? ¿Cerca de la línea del frente? Más bien no. Por eso los delatores se afanan tanto lejos del frente, porque tienen miedo de acabar ellos mismos allí. Además, si ahorcaran a cada soldado que protesta, se queja o maldice, no habría quien combatiera. Pero la boca, Jarre, tú como con el asunto ése con Ciri, mantenía siempre cerrada. En boca cerrada, quédate con mis palabras, no entra una mosca de la mierda. Ahora ven conmigo, te conduciré hasta la comisión.
– ¿Intercederéis por mí allí? -Jarre miró ilusionado al enano-. ¿Qué decís, señor Cranmer?
– ¡Ay, qué tonto eres, pisaverde! ¡Esto es el ejército! Si te recomendara y te protegiera, es como si en la espalda te bordara con hilo de oro «gilipollas». No te dejarían en paz en tu unidad, mozalbete.
– ¿Y con vos…? -inquirió Jarre-. ¿En vuestra unidad…?
– Ni se te ocurra pensarlo.
– Porque en ella -habló amargamente el joven- sólo hay lugar para los enanos, ¿no es cierto? Pero para mí no, ¿verdad?
– Cierto.
Para ti no, pensó Dennis Cranmer. Para ti no, Jarre. Porque sigo teniendo deudas que saldar con Nenneke. Por eso quiero que regreses entero de esta guerra. Y en cuanto al Tercio de Voluntarios de Mahakam, compuesto por enanos, unos voluntarios procedentes de una raza inferior y para colmo extranjera, a nosotros siempre nos van a asignar las tareas más detestables en los peores sectores del frente. Aquéllos de los cuales no se regresa. Aquéllos a donde no se enviaría a humanos.