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– ¿De qué manera podría conseguir -empezó de nuevo Jarre entristecido- acabar destinado en una buena unidad?

– ¿Y cuál sería, en tu opinión, la mejor unidad, merecedora de tanto esfuerzo por entrar en ella?

Jarre se dio la vuelta al oír un canto que crecía como las olas en una marejada, aumentando como los truenos de una tormenta que se acerca deprisa. Un canto ruidoso, arrogante, fuerte, duro como el acero. Ya había escuchado antes aquel canto. Por la callejuela del alcázar, en columna de a tres, desfilaba marcando el paso el regimiento de condotieros. A la cabeza, sobre un semental rucio, bajo una pértiga decorada con cráneos humanos, cabalgaba el jefe, un hombre de pelo gris y nariz aguileña, y con una coleta de cabellos trenzados que le caía sobre la coraza.

– Adam «Adieu» Pangratt -murmuró Dennis Cranmer.

El canto de los condotieros tronaba, retumbaba y producía un estruendo increíble. Acompañado al contrapunto por el sonido de las herraduras contra el adoquinado, invadía la callejuela incluso más allá de la cima de las casas, elevándose sobre ellas muy lejos, muy alto, hacia el cielo azul sobre la ciudad.

No nos llorarán esposas ni amantes cuando sangrando

mordamos la tierra, pues por ducados como soles

radiantes, ¡sin pensarlo nos vamos a la guerra!

– Vos me preguntáis en qué unidad… -dijo Jarre, sin poder apartar la mirada de aquella caballería-. ¡Ojalá en una como ésta! En una así valdría la pena…

– Cada una tiene su propio himno -rompió el silencio el enano-. Y cada cual a su manera acabará mordiendo la tierra cruelmente. Sí, según le toque en suerte. Y puede que lloren su pérdida, o puede que no. A la guerra, chupatintas, sólo se canta y se marcha marcando el paso, dentro de formación se está en posición de firmes. Y después, durante la batalla, a cada cual le aguarda lo que tiene escrito. Ya sea en la Compañía Libre de «Adieu» Pangratt, ya en la infantería o bien destinado en los campamentos… Ora con reluciente armadura y hermosísimo penacho, ora con unas alpargatas y una zamarra piojosa… Ya sea sobre un veloz purasangre, ya sea detrás de un pavés… A cada cual algo distinto. ¡Lo que le toque! Vaya, mira, la caja de reclutas. ¿Ves el rótulo sobre la entrada? Por ahí discurre tu camino si sigues pensando en ser soldado. Ve, Jarre. Guárdate. Nos veremos cuando todo esto haya terminado.

El enano siguió con la mirada al muchacho hasta que éste desapareció por la puerta de la posada, ocupada por la caja de reclutamiento.

– O quizá no nos veamos -añadió en voz baja-. No se sabe qué tiene cada uno escrito. Qué le va a tocar.

*****

– ¿Montas a caballo? ¿Disparas con arco o ballesta?

– No, señor comisario. Pero sé escribir y caligrafiar, también las runas antiguas… Conozco la Antigua Lengua…

– ¿Diestro con la espada? ¿Manejar una lanza?

– … he leído la Historia de las guerras. Obra del mariscal Pelligramo… Y de Roderick de Novembre…

– ¿No serás tal vez capaz de cocinar?

– No, no sé… Pero se me da bien calcular…

El comisario puso mala cara y llamó a alguien con la mano.

– ¡Docto sabelotodo! ¿Qué número hace éste hoy? Redáctale un papel para la Tupuma. Muchacho, vas a servir en la Tupuma. Vete con este resguardo hasta el extremo sur de la ciudad, luego, en cuanto salgas por la puerta de Maribor, junto al lago.

– Pero…

– Darás con ella sin problemas. ¡El siguiente!

*****

– ¡Eh, Jarre! ¡Eh! ¡Espera!

– ¿Melfi?

– ¿Y quién si no? -El tonelero se tambaleaba, pero le sujetó el muro-. ¡Yo, cojones, je, je!

– ¿Qué te pasa?

– ¿Qué me qué? ¡Je, je! ¡Nada! ¡Eché un traguillo! ¡Brindé pa que ahorquen a todos los nilfgaardianos! ¡Ay, Jarre, qué alegría verte! Porque pensaba que te me habías perdió por ahí… Amigo mío…

Jarre se echó hacia atrás como si alguien le hubiera golpeado. El tonelero no sólo apestaba a una asquerosa cerveza y a un aguardiente todavía más nauseabundo, sino también a cebolla, ajo y sólo el diablo sabe qué cosas más. Era insoportable.

– ¿Y dónde está tu honorabilísima compaña? -preguntó sarcásticamente.

– ¿Lucio dices? -se enfadó Melfi-. ¡Pues te diré! ¡Que me da un ardite! Sabes, Jarre, pienso que no es buena gente.

– ¡Bravo! Rápido lo has descerrajado.

– ¡Cierto -Melfi se irritó aún más, pero sin percatarse de sus pullas-. ¡Anduvo con cuidao, mas que el diablo se lleve a quien mengañe! ¡Ya sé qué es lo que tenía maquinado! ¡Pa qué tanto deseaba llegar a Wyzima! De seguro que piensas, Jarre, que él y esos granujas suyos venían al ejército por lo mismo que nosotros. ¡Ja! Equivocado estás. ¿Quies saber qué es lo que andaba tramando? ¡No darías fe de ello!

– Me lo creería.

– Caballos, le hacían falta, y uniformes -concluyó Melfi triunfal-mente-. Quería robarlos aquí en alguna parte, pues tuvo la ocurrencia de querer ir vestido de soldado a correrías de bandolero.

– ¡Así le prenda fuego el verdugo en la hoguera!

– ¡Y que sea pronto! -El tonelero se balanceó ligeramente y apoyándose contra el muro se desabrochó las calzas-. Pena me da que Ograbek y Milton, ese par de paletos cabezas de chorlito, dejáranse también embaucar. Tras Lucio fueron y por eso ahora estará presto también el verdugo para quemarlos vivos. ¡Pero así les cague un perro, los muy tarugos! ¿Mas y qué tal lo tuyo, Jarre?

– ¿El qué?

– ¿Destino te fue ya dado por los comisarios? -Melfi empezó a soltar el chorro sobre el muro encalado-. Pregunto porque yo ya estoy alistado. He de ir hasta la puerta de Maribor, a la parte del sur de la ciudad. ¿Y a ti adonde te mandan?

– También al sur.

– ¡Ja! -El tonelero pegó algunos saltos, se sacudió y se abrochó la bragueta-, ¿A lo mejor vamos a batallar juntos?

– No lo creo. -Jarre miró hacia él con aire de superioridad-. Me han destinado a una unidad conforme a mis cualificaciones. A la Tupuma.

– Normal… ¡Hip! -Melfi hipó, exhalando sobre él su terrible mezcla de gases-. ¡Tú tienes estudios! De seguro que a los listos como tú los eligen pa alguna tarea de importancia, no pa cualquier cosa. ¿Mas qué más da? Mientras tanto seguiremos andando un rato juntos. Al cabo, hasta el sur de la ciudad el mismo camino tenemos.

– Eso parece.

– Vámonos, pues.

– Vamos.

*****

– Tal vez no sea aquí -juzgó Jarre contemplando aquella explanada rodeada de tiendas, sobre la cual estaba levantando polvo una compañía de harapientos con largos palos sobre los hombros. Cada harapiento, como se percató el joven, tenía atado en la pierna derecha un manojo de heno, y en la izquierda un haz de paja.

– Quizá nos hayamos confundido, Melfi.

– ¡Paja! ¡Heno! -se escuchaban desde la explanada los rugidos del sargento que estaba dirigiendo a aquellos andrajosos-. ¡Paja! ¡Heno! ¡Coge el paso, cago en tu puta madre!

– Un estandarte ondea sobre las tiendas -dijo Melfi-. Mira tú mismo, Jarre. Los lises éstos iguales son que los que platicaste en el camino. ¿Hay estandarte? Sí. ¿Hay tropas? Sí. Significa que es aquí. Bien dimos.

– Puede que tú. Yo seguro que no.

– Mira, allá cabe la empalizada está uno con no sé qué rango. Preguntémosle al tal.

Luego ya todo empezó a pasar deprisa.

– ¿Nuevos? -estalló el sargento- ¿Del reclutamiento? ¡Los papeles! ¡Qué coño hacéis ahí parados el uno junto al otro! ¡Firmes! ¡Ar! ¡No os mováis, cago en.,.! ¡Izquierda! ¡Ar! ¡Gira a la izquierda, cenutrio! ¿O es que no sabes dónde cojones la tienes? ¡De frente cabeza, paso ligero! ¡Ar! ¡Date la vuelta, cabrón! ¡Escuchar y recordar! ¡Lo primero, gilipollas, al maestre de avituallamiento! ¡Recogida de armamento! ¡Cota de malla, tabardo, pica, casco y puñal, hijos de perra! ¡Después hay retreta! ¡Listos para el toque del ocaso, capullos! ¡Rompan filas! ¡Ar!