Invemess Weekly del 18 de marzo de 1906
Siguiendo al viento que comenzaba a arreciar, el cielo empezó a oscurecerse desde poniente, las olas de nubes que se acercaban iban borrando poco a poco las constelaciones. Se apagó el Dragón, se apagó la Dama del Invierno, se apagaron los Siete Cabritillos. Desapareció el Ojo, la constelación que brillaba más y durante más tiempo. La cúpula del cielo brilló a lo largo del horizonte con la breve claridad de un relámpago. Se le unió un trueno con un sordo estampido. El vendaval se acrecentó violentamente, lanzando a los ojos polvo y hojas secas.
El unicornio relinchó, envió una señal mental.
No hay tiempo que perder. Tenemos que escapar a toda prisa: es nuestra única esperanza. Escapar al lugar apropiado, al tiempo apropiado. Deprisa, Ojo de Estrella.
Soy la Señora de los Mundos. Soy de la Antigua Sangre.
Soy de la sangre de Lara Dorren, la hija de Shiadhal.
Ihuarraquax relinchó, apremiándola. Kelpa la secundó con un largo resoplido. Ciri se puso los guantes.
– Estoy lista -dijo.
Un rumor en los oídos. Un resplandor. Y después la oscuridad.
Las maldiciones del Rey Pescador, mientras retorcía y tiraba de una cuerda desde su barca intentando liberar la red enredada en el fondo, quebraron el agua del lago y el silencio de la tarde. Los remos, que estaban sueltos, golpeteaban sordamente. Nimue carraspeó impaciente, Condwiramurs se volvió, abandonando la ventana, se inclinó de nuevo sobre los grabados. Había un cartón que atraía la vista más que los otros. Una muchacha con el cabello al aire, a lomos de una yegua mora con las patas delanteras alzadas. Junto a ella un unicornio blanco, también de manos, su crin al viento de forma parecida a los cabellos de la muchacha.
– Sólo de este fragmento de la leyenda, creo, no tuvieron los historiadores pretensiones de apoderarse -comentó la novicia-. Lo reconocieron por unanimidad como un invento y un adorno legendario, a veces como una metáfora delirante. Mientras que los artistas y los grabadores, para llevarles la contraria a los eruditos, tomaron gusto en el episodio. Mira aquí: todas las imágenes son de Ciri con el unicornio. ¿Qué tenemos aquí? Ciri y el unicornio en un acantilado sobre una playa. Y aquí: Ciri y el unicornio en un paisaje como de trance narcótico, de noche, bajo dos lunas.
Nimue guardaba silencio.
– En una palabra -Condwiramurs tiró los cartones sobre la mesa-, por todos lados Ciri y el unicornio. Ciri y el unicornio en el laberinto de los mundos, Ciri y el unicornio en el abismo de los tiempos…
– Ciri y el unicornio -la interrumpió Nimue, mirando por la ventana, hacia el lago, a la barca y al Rey Pescador que se removía en ella-. Ciri y el unicornio surgen de la nada como fantasmas, cuelgan sobre las serenas aguas de un lago… ¿O puede que sea todo el tiempo el mismo lago, un lago que une los tiempos y lugares como si fuera una bisagra, todo el tiempo distinto y sin embargo siempre el mismo?
– ¿Cómo?
– Los fantasmas. -Nimue no la miraba a ella-. Los visitantes de otras dimensiones, de otros niveles, de otros lugares, otros tiempos. Visiones que cambian la vida de alguien. Cambian también tu vida, tu destino… Sin saberlo. Para ellos simplemente es… un lugar más. No es este lugar, ni este tiempo… Otra vez, no se sabe cuántas ya, no es este lugar ni este tiempo…
– Nimue -la interrumpió Condwiramurs con una sonrisa forzada-. Yo soy la soñadora, te recuerdo, yo soy la de los sueños y la oniroscopia. Y tú sin venir a cuento te pones a profetizar. Como eso de lo que hablas, visiones… en sueños.
El Rey Pescador, a juzgar por la violenta subida de tensión de su voz y sus palabrotas, no conseguía desenganchar el anzuelo, el sedal se había roto. Nimue guardaba silencio, mirando el grabado. Ciri y el unicornio.
– Es verdad que lo que te he hablado -dijo por fin, muy tranquila- lo he visto en sueños. Lo vi en sueños muchas veces. Y una vez despierta.
En algunas circunstancias el viaje de Czluchow a Malbork, como es sabido, puede costar hasta cinco días. Y dado que las cartas del komtur de Czluchow a Winiych van Kniprode, gran maestre de la Orden, tenían que llegar sin falta a su destinatario no más tarde que el día del Corpus Christi, el caballero Heinrich von Schwelborn no lo dudó y se lanzó al día siguiente del domingo de Exaudí Domine para poder cabalgar tranquilamente y sin peligro de retrasarse.
Langsam aber sicher.
Mucho le gustaba la actitud del caballero a su escolta, formada por seis ballesteros a caballo dirigidos por Hasso Planck, hijo de un pastelero de Colonia. Los ballesteros y Planck estaban más bien acostumbrados a aquellos caballeros que maldecían, gritaban, apremiaban y ordenaban cabalgar a muerte, y luego, cuando no llegaban a tiempo, echaban toda la culpa a sus pobres siervos, mintiendo de formas indignas para un caballero y para colmo de una orden militar. No hacía frío, aunque estaba nublado. De vez en cuando caía un chirimiri, la niebla ondulaba por los barrancos. Las colinas recubiertas de densa vegetación le recordaban al caballero Heinrich a su Turingia natal, a su madre y el hecho de que hacía más de un mes que no gozaba de hembra. Los ballesteros que iban en la retaguardia cantaban con pasión baladas de Walther von der Vogelweide. Hasso Planck daba cabezadas en su silla.
Wer guter Fraue Liebe hat Der schamt sich aller Missetat…
El camino seguía apacible y quién sabe, puede que hubiera sido tranquilo hasta el final si no hubiera sido porque hacia el mediodía el caballero Heinrich vio relucir abajo de la senda un plácido lago. Y como el día siguiente era viernes y convenía aprovisionarse con pitanzas de ajamo, el caballero ordenó acercarse al agua y mirar si se encontraba algún aposento de pescadores. El lago era grande, había en él hasta una isla. Nadie sabía cómo se llamaba, pero de seguro que se llamaba Santo. En este país pagano -como haciendo burla- uno de cada dos lagos se llamaba Santo.
Los cascos aplastaron las conchas de la orilla. La niebla estaba suspendida sobre el lago, pero también se veía que aquello era un despoblado, no había ni rastro de barcas, ni redes, ni un alma. Habrá que buscar en algún otro lugar, pensó Heinrich von Schwelborn. Y si no, qué se le va a hacer. Comeremos lo que tengamos en las albardas, aunque sea cecina, y en Malbork nos confesaremos, el capellán nos dará la absolución y adiós al pecado.
Ya estaba a punto de dar la orden cuando en su cabeza, bajo el yelmo, sonó un zumbido, y Hasso Planck lanzó un agudo grito. Von Schwelborn le miró y se quedó pálido. Y se persignó. Vio dos caballos, uno blanco y otro negro. Al cabo de un instante vio con espanto que el caballo blanco tenía en su frente un cuerno trenzado en espiral. Vio también que en el caballo negro iba montada una muchacha de cabellos grises peinados de forma que le cubrían la mejilla. Las visiones parecían no tocar ni la tierra ni el agua, daba la sensación de que colgaban sobre la niebla que se retorcía por encima de la superficie del lago.