El caballo negro relinchó.
– Uuups… -dijo claramente la muchacha de los cabellos grises-. ¡Iré lokke, iré tedd! Squaess'me.
– Santa Úrsula, patrona nuestra… -balbuceó Hasso, pálido como la muerte. Los ballesteros se quedaron congelados con las bocas abiertas, se cubrieron haciendo la señal de la cruz.
Von Schwelborn también se santiguó, después de lo cual, con mano temblorosa, sacó la espada de la vaina que llevaba bajo el faldón de la silla.
– ¡Heilige Maña, Mutter Gottes! -gritó-¡Steh mirbe i!
El caballero Heinrich no trajo aquel día vergüenza a sus valerosos antepasados Von Schwelborn, entre ellos a Dyktrow von Schwelborn, el cual se había batido bravamente en la batalla de Camietta y que fue uno de los pocos que no huyó cuando los sarracenos lanzaron a un demonio negro sobre los cruzados. Habiendo espoleado al caballo y recordando a su indomable predecesor, Heinrich von Schwelborn se lanzó contra la aparición entre las almejas que saltaban bajo los cascos.
– ¡Por la Orden y por San Jorge!
El unicornio blanco, como una verdadera figura heráldica, se puso a dos patas, la yegua negra bailó, la muchacha se asustó, se veía al primer golpe de vista. Heinrich von Schwelborn cargaba. Quién sabe en qué habría acabado todo si de pronto no se hubiera alzado del lago la niebla haciendo estallar la imagen de aquel extraño grupo, que se deshizo en fragmentos multicolores como si fuera una vidriera golpeada por una piedra. Y todo desapareció. Todo. El unicornio, el caballo negro, la extraña muchacha… El alazán de Heinrich von Schwelborn entró en el lago con un chapoteo, se detuvo, meneó la testa, bufó, mordió el bocado.
Dominando con dificultad al caballo que se le iba para un costado, Hasso Planck se acercó al caballero. Von Schwelborn aspiraba y espiraba, no pestañeaba, y tenía los ojos desorbitados como un pescado de ayuno.
– Por los huesos de la santa Úrsula, la santa Cordelia y todas las once mil vírgenes mártires de Colonia… -logró sacar de su pecho Hasso Planck-. ¿Qué es lo que fue, edler Herr Ritter? ¿Un milagro? ¿Una aparición?
– ¡Teufelswerk! -jadeó Von Schwelborn, que sólo ahora palideció y se echó a temblar-. ¡Schwarze Magie! auberey! Cosa maldita, pagana y demoniaca.
– Mejor vayámonos de aquí, señor. Cuanto antes… No estamos lejos de Pelplin, lleguémonos al alcance de las campanas de la iglesia…
Junto al mismo bosque, en una elevación, el caballero Heinrich se dio la vuelta y miró por última vez. El viento había disuelto la niebla, en las zonas que no estaban protegidas por la pared del bosque la superficie del lago se quebraba y arrugaba. Sobre el agua giraba una gran águila pescadora.
– País sin Dios, pagano -murmuraba Heinrich von Schwelborn-. Mucho, mucho trabajo, mucho esfuerzo y energía nos espera antes de que la Orden Teutónica logre expulsar de aquí por fin al diablo.
– Caballito -dijo Ciri con reproche y sarcasmo al mismo tiempo-. No quisiera ser pesada, pero tengo algo de prisa por llegar a mi mundo. Los míos me necesitan, lo sabes. Y nosotros primero nos encontramos en no sé qué lago y con un palurdo ridículo vestido de saco, luego a un grupo de peludos gritones con mazas, por fin a un loco con una cruz negra en la capa. ¡No son estos lugares ni estos tiempos! Te pido por favor que lo intentes mejor. Te lo pido de verdad.
Ihuarraquax relinchó, afirmó con su cuerno y le envió algo, un pensamiento muy sabio. Ciri no lo entendió del todo. No tuvo tiempo de reflexionar, puesto que el interior de su cráneo fue de nuevo anegado por una fría claridad, los oídos zumbaron, la espalda le hormigueó.
Y de nuevo la abrazó una oscura y blanda nada.
Nimue, sonriendo contenta, tiró al hombre de la mano, ambos corrieron hacia el lago, haciendo regates entre los bajos abedules y alisos, entre pinos derribados. Al correr hacia la playa arenosa, Nimue arrojó las sandalias, se alzó el vestido, chapoteó con sus pies descalzos en el agua de la orilla. El hombre también se quitó las botas, pero no se atrevió a entrar en el agua. Se quitó la capa y la extendió sobre la arena. Nimue corrió hacia él, le echó las manos al cuello y se puso de puntillas, pero para poder besarla el hombre todavía tuvo que inclinarse mucho. A Nimue no la llamaban sin razón Pulgarcita, pero ahora, cuando tenía ya dieciocho años y era una adepta de las artes mágicas, el privilegio de llamarla así les pertenecía tan sólo a los amigos más cercanos. Y a algunos hombres.
El hombre, sin apartar los labios de los labios de Nimue, introdujo la mano bajo su escote. Luego todo fue muy rápido. Ambos se encontraron sobre la capa extendida en la arena, el vestido de Nimue se alzó por encima del talle, sus muslos rodearon con fuerza la pelvis del hombre y las manos se clavaron a su espalda. Cuando él la tomó, como de costumbre, con demasiada impaciencia, ella apretó los dientes, pero pronto le alcanzó en excitación, se puso a su altura, mantuvo el paso. Tenía experiencia. El hombre emitía ridículos sonidos. Por encima de sus hombros Nimue observaba los cúmulos que fluían por el cielo lentamente con sus fantásticas formas. Algo sonó, del mismo modo que suena una campana hundida en el océano. En los oídos de Nimue hubo un repentino zumbido. Magia, pensó, volviendo la cabeza, liberándose de la mejilla y los brazos del hombre que yacía sobre ella. Junto a la orilla del lago -suspendido sobre su superficie- había un unicornio blanco. Junto a ella un caballo negro. Y en la silla del caballo negro estaba sentada… Pero si yo conozco esta leyenda, le pasó por la cabeza a Nimue. ¡Conozco este cuento!
Era una niña, una niña pequeña, cuando oí por vez primera este cuento, lo contaba el abuelo Silbón, el cuentacuentos vagabundo… La brujilla Ciri… Con su cicatriz en la mejilla… La yegua negra Kelpa… El unicornio… El País de los Elfos… Los movimientos del hombre, quien no se había percatado en absoluto de la aparición, se hicieron más violentos, los sonidos emitidos por él, aún más ridículos.
– Uuups -dijo la muchacha sentada en la yegua mora-. ¡Otra equivocación! No es este lugar, no es este tiempo. Para colmo, como veo, completamente a deshora. Lo siento.
La imagen se borró y estalló, estalló de la misma forma que cristal pintado, se quebró de pronto, se rompió en un irisado tumulto de luminiscencias, fulgores y brillos. Y luego todo desapareció.
– ¡No! -gritó Nimue-. ¡No! ¡No desaparezcas! ¡No quiero!
Enderezó la rodilla y quiso librarse del hombre pero no pudo: era más fuerte y más pesado que ella. El hombre jadeaba y gemía.
– Oooh, Nimue… ¡Oooh!
Nimue gritó y le clavó los dientes en el hombro.
Se tendieron sobre la capa, temblorosos y ardientes. Nimue miraba a la orilla del lago, a la espuma producida por el batir de las olas. A los juncos doblados por el viento. Al vacío descolorido y desesperado dejado por la leyenda recién esfumada. Por las narices de la novicia corrieron las lágrimas.
– Nimue… ¿ha pasado algo?
– Claro, ha pasado. -Se apretó contra él, pero seguía mirando al lago-. No digas nada. Abrázame y no digas nada.
El hombre sonrió con suficiencia.
– Sé lo que ha pasado -dijo jactancioso-. ¿Tembló la tierra?
Nimue sonrió tristemente.
– No sólo -dijo al cabo de un instante de silencio-. No sólo. Un relámpago. Oscuridad. El siguiente lugar.