El siguiente lugar era un lugar hechizado, maligno y pavoroso. Ciri se encogió en la silla inconscientemente, estremecida tanto en el sentido literal como en el metafórico. Los cascos de Kelpa chocaron con ímpetu contra algo dolorosamente duro, plano e inabordable como una roca. Al cabo de mucho tiempo de agitarse en una blanda nada, la sensación de dureza era asombrosa y dolorosa hasta tal punto que la yegua relinchó y se echó con violencia hacia un lado, tocando en el suelo un staccato que hacía castañetear los dientes. El otro estremecimiento, el metafórico, se lo produjo el olfato. Ciri gimió y se cubrió la boca y la nariz con el guante. Sintió cómo los ojos se le llenaban al momento de lágrimas. A su alrededor se alzaba un hedor ácido, corrosivo, denso y pegajoso, una fetidez asfixiante y asquerosa que no se podía precisar, no recordaba a nada de lo que Ciri hubiera olido alguna vez. Era aquello -estaba segura sin embargo- el horror de la putrefacción, el cadavérico hedor de la última degradación y degeneración, el olor de la ruina y la destrucción, ante lo que se tenía la impresión de que lo que se estaba pudriendo no olía mejor cuando había estado vivo. Incluso en el momento de su mayor esplendor. Se dobló en un movimiento de vómito sobre el que no era capaz de ejercer control alguno. Kelpa bufaba y meneaba la testa, tensando los ollares. El unicornio, que se había materializado junto a ellos, se sentó sobre su trasero, saltó, coceó. El duro suelo respondió con un temblor y un sordo eco.
A su alrededor reinaba la noche, una noche oscura y sucia, envuelta en un pegajoso y apestoso harapo de oscuridad.
Ciri miró hacia arriba, buscando las estrellas, pero arriba no había nada, sólo un abismo, a veces iluminado por un vago resplandor rojizo, como de un lejano incendio.
– Uuups -dijo, y frunció el rostro, sintiendo cómo un vapor ácido y ceniciento se le aposentaba en los labios-. ¡Bue-eeee-ech! ¡No es este lugar, no es este tiempo! ¡De ningún modo lo es!
El unicornio brincó y meneó la testa, su cuerno dibujó un corto y violento arco. El suelo que rechinaba bajo los cascos de Kelpa era de roca, pero extraña, innaturalmente lisa, de la que emanaba un intenso hedor a hoguera y a sucias cenizas. Ciri estaba harta de aquella desagradable y enervante dureza. Dirigió la yegua hacia un reborde marcado por algo que alguna vez fueron árboles, pero ahora tan sólo esqueletos monstruosos y desnudos. Cadáveres cubiertos de jirones de tela, como si se trataran de restos de sudarios podridos.
El unicornio le advirtió con un relincho y una señal mental. Pero llegó tarde. Nada más pasar el extraño camino y los secos árboles comenzaba un montón de escombros, y más allá, bajo él, una pendiente que caía brutalmente hacia abajo, casi un precipicio. Ciri gritó, golpeó con los talones en los costados de la yegua que se resbalaba. Kelpa se revolvió, aplastando con sus cascos aquello de lo que estaba compuesta la escombrera. Y eran deshechos. En su mayoría algún tipo de extraña vajilla. Aquella vajilla se aplastaba bajo los cascos, no crujía, sino que estallaba de una forma asquerosamente blanda, pegajosa, como si fueran grandes vejigas de pez. Algo churrupeteó y gorgoteó, el repugnante olor a poco no derribó a Ciri de su silla. Kelpa, relinchando rabiosamente, pisoteó el basurero, abriéndose paso hacia la cima, hacia el camino. Ciri, ahogándose por el hedor, se aferró al cuello de la yegua.
Lo consiguieron. Saludaron la desagradable dureza del extraño camino con alegría y alivio. Ciri, temblando toda, miró hacia abajo, a la escombrera que terminaba en la oscura tabla de un lago que llenaba el fondo de un cráter. La superficie del lago estaba muerta y brillante, como si no fuera agua sino alquitrán sólido. Al otro lado del lago, detrás del basurero, de las montañas de cenizas y los hacinamientos de escorias, el cielo enrojecía a causa de los lejanos incendios, una rojez marcada por columnas de humo. El unicornio bufó. Ciri quiso limpiarse los ojos llorosos con las mangas, pero de pronto se dio cuenta de que toda la manga estaba cubierta de polvo. Con una capa de polvo estaban también cubiertos sus muslos, el arzón de la silla, la crin y el cuello de Kelpa. El hedor la ahogaba.
– Qué asco -murmuró-. Repugnante… Me da la sensación de que estoy toda pegajosa. Vámonos de aquí… Vámonos lo más deprisa posible, Caballito. El unicornio estiró las orejas, ronqueó.
Sólo tú puedes hacerlo. Actúa.
– ¿Yo? ¿Sola? ¿Sin tu ayuda?
El unicornio afirmó con su cuerno.
Ciri se rascó la cabeza, suspiró, cerró los ojos. Se concentró. Al principio había sólo incredulidad, resignación y miedo. Pero rápidamente fluyó en ella una fría claridad, la claridad del saber y el poder. No tenía ni idea de dónde surgían aquel saber y aquel poder, dónde tenían sus raíces y fuente. Pero sabía que podía. Que lo conseguiría si quisiera. Volvió otra vez la vista al lago paralizado y muerto, a la humeante acumulación de desechos, a los esqueletos de los árboles. Al cielo iluminado por el resplandor lejano de los incendios.
– Está bien -se inclinó y escupió- que no sea éste mi mundo. ¡Muy bien!
El unicornio relinchó significativamente. Ella entendió lo que había querido decir.
– E incluso si es el mío. -Se limpió los ojos, la boca y la nariz con un pañuelo-. Al mismo tiempo tampoco lo es, porque está alejado en el tiempo. Es el pasado o…
Se interrumpió.
– El pasado -repitió con voz sorda-. Creo de todo corazón que es el pasado.
La lluvia a mares, un verdadero diluvio que les recibió en el lugar siguiente, la saludaron como a una verdadera bendición. La lluvia era cálida y aromática, olía a verano, a hierba, a barro y a vegetación, la lluvia lavó de ellos la porquería, les limpió, les provocó una verdadera catarsis.
Como toda catarsis, a la larga, se volvió monótona, exagerada e insoportable. El agua que limpiaba al cabo del tiempo comenzó a mojar molestamente, a meterse por el cuello y a enfriarles. De modo que huyeron de aquel lugar lluvioso. Porque tampoco era aquél el lugar. Ni el tiempo.
El siguiente lugar era muy cálido, reinaba allí un calor intenso, de modo que Ciri, Kelpa y el unicornio se secaron y empezaron a echar vapor de agua como tres teteras. Se encontraban en un brezal asolado por el sol al borde de un bosque. De inmediato se podía uno dar cuenta de que se trataba de un gran bosque, una selva densa, salvaje e increíblemente espesa. En el corazón de Ciri palpitaba la esperanza: aquél podía ser el bosque de Brokilón, es decir, por fin un lugar conocido y correcto. Anduvieron lentamente por los límites del bosque. Ciri buscaba con la mirada algo que pudiera servir como pista. El unicornio ronqueó, alzó la cabeza y el cuerno bien alto, miró a su alrededor. Estaba intranquilo.
– ¿Piensas, Caballito -preguntó-, que nos pueden atrapar?
Un relincho, inteligible e inequívoco, incluso sin telepatía.
– ¿No hemos conseguido escapar todavía suficientemente lejos?
No entendió lo que le transmitió con sus pensamientos. ¿No existían lejos y cerca?
¿Espiral? ¿Qué espiral?
No entendía qué es lo que quería decir. Pero le contagió su desasosiego. El caluroso brezal no era el lugar correcto ni el tiempo correcto. Se dieron cuenta de ello por la tarde, cuando cedió el calor en el cielo sobre el bosque y en vez de una luna aparecieron dos. Una grande y otra pequeña. El siguiente lugar estaba a la orilla de un mar, un acantilado muy empinado desde el que se veían palomas torcaces extendidas sobre unas rocas de extrañas formas. Olía a viento marino, chillaban las golondrinas de mar, las gaviotas y los petreles, una blanca y dinámica capa que cubría las terrazas de roca. El mar alcanzaba hasta el horizonte, enmarcado por oscuras nubes.
Abajo en una playa pedregosa, Ciri distinguió de pronto el esqueleto de un gigantesco pez de monstruosa cabeza enterrado en parte en la gravilla. Los dientes que cubrían las blancas mandíbulas tenían por lo menos tres pies de longitud y en sus fauces, daba la sensación, se podría entrar tranquilamente a caballo y desfilar bajo el portal de las costillas sin rozar la cabeza con la espina dorsal.