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Kelpa echó vapor por los ollares.

*****

El vendaval rugía, la nieve golpeaba el rostro, se deshacía en las pestañas. Una helada ventisca aullaba y silbaba.

– ¡Mirad! -gritó Angouléme, por encima del viento-. ¡Mirad allá! Huellas hay. ¡Alguien fue por allá!

– ¿Qué dices? -Geralt desplazó la bufanda con la que se había rodeado la cabeza para evitar que se le congelaran las orejas-. ¿Qué dices, Angouléme?

– ¡Huellas! ¡Huellas de caballo!

– ¿Y qué hace aquí un caballo? -Cahir también tuvo que gritar, y el río Sansretour, parecía, tronaba y resonaba cada vez más-. ¿Cómo pudo llegar un caballo hasta aquí?

– ¡Miradlo vosotros mismos!

– Ciertamente -aseveró el vampiro, el único de la compañía que no revelaba síntomas de congelamiento, a todas luces poco sensible tanto a bajas como a altas temperaturas-. Huellas. ¿Pero de caballo?

– No es posible que sea un caballo. -Cahir se masajeó con fuerza la mejilla y las narices-. No en este desierto. Estas huellas las ha dejado de seguro alguna fiera silvestre. Lo más seguro un muflón.

– ¡Tú eres el muflón! -gritó Angouléme-, ¡Si digo caballo, quiere decir caballo!

Milva, como de costumbre, prefirió la práctica a la teoría. Saltó de la silla, se inclinó, echando para atrás su gorro de zorro.

– La mocosa tiene razón -decidió al cabo-. Caballo es. Y hasta herrado, mas difícil es decirlo. El ventarrón lamió las güellas. Allá se fue, a la garganta.

– ¡Ja! -Angouléme se restregó las manos con fuerza-. ¡Lo sabía! ¡Aquí, vive alguien! ¡En estos alrededores! ¿Seguimos el rastro? Puede que lleguemos a alguna choza calentita. ¿No nos dejarán calentarnos un poco? ¿No nos querrán hospedar?

– No creo -dijo Cahir con énfasis-. Lo más seguro es que nos reciban con una flecha de ballesta.

– Lo más razonable será seguir el plan y el río -aseguró Regis con su tono de sabelotodo-. No nos arriesgaremos a equivocarnos. Y abajo en el Sansretour se supone que hay una factoría de tramperos, allá nos hospedarán con mayor seguridad.

– ¿Geralt? ¿Qué dices?

El brujo guardaba silencio, con la mirada fija en los copos de nieve que se retorcían en la ventisca.

– Seguiremos las huellas -decidió por fin.

– De verdad… -comenzó el vampiro, pero Geralt le detuvo de inmediato.

– ¡Tras las huellas! ¡En camino, vamos!

Espolearon a los caballos, pero no fueron demasiado lejos. No entraron en la garganta más de un cuarto de milla.

– Sacabó -afirmó Angouléme, mirando la nieve virginal y suave-. Estuvo, ya no está. Como en un circo élfico.

– ¿Y ahora qué, brujo? -Cahir se dio la vuelta en la silla-. Las huellas se han terminado. El viento las cubrió.

– No las cubrió -rechazó Milva-. Acá, en el barranco, la tormenta no alcanza.

– ¿Entonces qué pasó con el caballo?

La arquera hizo un gesto de indiferencia, se encorvó en la silla, poniendo la cabeza entre los hombros.

– ¿Dónde se ha metido el caballo? -Cahir no se resignó-. ¿Desapareció? ¿Echó a volar? ¿O no será que nos lo hayamos imaginado, Geralt? ¿Qué dices a ello?

El viento aullaba sobre la garganta, barriendo y removiendo la nieve.

– ¿Por qué -preguntó el vampiro, mirando al brujo atentamente- nos has hecho seguir estas huellas, Geralt?

– No sé -reconoció al cabo-. Algo… Sentí algo. Algo me tocó. No importa qué. Tenías razón, Regis. Volvamos al Sansretour y sigamos el río, sin excursiones ni desvíos que puedan acabar mal. De acuerdo con lo que dijo Reynart, el verdadero invierno y el mal tiempo nos están esperando en el paso de Malheur. Cuando lleguemos allá debemos estar en plena posesión de nuestras fuerzas. No os quedéis así, volvamos.

– ¿Sin aclarar qué pasó con ese extraño caballo?

– ¿Y qué hay que aclarar aquí? -dijo con rabia el brujo-. Las huellas se han borrado y eso es todo. Al fin y al cabo, ¿no será que de verdad era un muflón?

Milva le lanzó una rara mirada, pero se contuvo de hacer ningún comentario. Cuando volvieron al río, ya no estaban tampoco allí las huellas misteriosas, se habían cubierto de nieve húmeda. Por la gris corriente del Sansretour navegaban en densa formación las placas de hielo, giraban y se retorcían helados fragmentos.

– Os diré algo -habló Angouléme-. Pero tenéis que prometer que no os vais a reír.

Se dieron la vuelta. Cubierta con un gorro de pompón calado hasta las orejas, con las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, vestida con un informe zamarro, la muchacha tenía un aspecto gracioso, exactamente como un kobold pequeño y rechoncho.

– Os diré algo en lo tocante a esas huellas. Cuando andaba con el Ruiseñor, en la partida, pues decían que en invierno por las gargantas cabalgaba en un caballo hechizado el Rey de las Montañas, señor de los demonios del hielo. Encontrárselo cara a cara es la muerte segura. ¿Qué dices, Geralt? ¿Sería posible que…?

– Todo -la interrumpió-. Todo es posible. En camino, compaña. Por delante tenemos el paso de Malheur.

*****

La nieve golpeaba y cortaba, el viento azotaba, entre los riscos silbaban y aullaban los demonios de los hielos.

De que el brezal al que llegó no era su conocido brezal, Ciri se dio cuenta al momento. No tuvo siquiera que esperar a la noche, estaba segura de que no vería aquí dos lunas. El bosque por cuyo borde caminó era tan salvaje e inextricable como aquél, pero saltaban a los ojos las diferencias. Aquí, por ejemplo, había más abedules y mucho menos robles. Allá no se oían ni veían pájaros, aquí eran multitud. Allí entre los brezos no había más que arena y musgo, aquí se extendía el licopodio en verdadera alfombra verde. Incluso las libélulas que revoloteaban entre los cascos de Kelpa eran aquí distintas. Como otras. Y luego…

El corazón le latió con más fuerza. Vio un caminillo, descuidado y poblado de maleza. Que conducía a lo profundo del bosque.

Ciri miró cuidadosamente a su alrededor y se aseguró de que el extraño camino no continuaba, que tenía allí su final. Que no conducía al bosque, sino que salía de él o lo atravesaba. Sin pensárselo mucho, golpeó en los flancos de la yegua con sus tacones y avanzó entre los árboles. Iré hacia el sur, pensó, si en el sur no encuentro nada, volveré e iré en dirección contraria, más allá del brezal.

Caminaba al paso bajo un baldaquín de troncos, mirando atentamente a su alrededor, intentando no dejar pasar nada importante. Gracias a ello no dejó pasar a un viejecillo que la miraba desde detrás de un roble. El viejecillo, muy bajito, pero al menos sin joroba, iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones del mismo material. Llevaba en los pies unas enormes y ridículas alpargatas de líber. En una mano portaba un bastón nudoso, en la otra una cesta de mimbre. Ciri no podía ver claramente su rostro, oculto por un sombrero de paja desastrado y con un aro redondo, bajo el que surgía una nariz bronceada y una enmarañada barba gris.

– Sin miedo -dijo Ciri-. No te causaré mal alguno.

El de la barba gris se apoyó alternativamente de una alpargata a la otra y se quitó el sombrero. Tenía un rostro redondo, sembrado de manchas de la vejez, pero vigoroso y poco arrugado, unas cejas escasas, una barbilla pequeña y muy retirada. Los largos cabellos grises los llevaba atados a la altura del cuello en una coleta, mientras que la coronilla la tenía completamente calva, reluciente y amarilla como un melón. Vio que él miraba su espada, el pomo que sobresalía por encima de su hombro.

– No tengas miedo -repitió.

– Hey, hey -dijo él, balbuceando un tanto-. Hey, hey, señora mía. El Viejo del Bosque no tiene miedo. No es de los miedosos, oh no.