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– Tira el hacha -jadeó, sacando con un tintineo a Golondrina de su funda-. Tira el hacha al suelo, viejo loco. Entonces, quién sabe, puede que te deje tu salud. Y no te esmenuce.

Él se detuvo. Ronqueaba y resoplaba, y tenía la barba asquerosamente llena de babas. Sin embargo no tiró el arma. Ella vio en sus ojos una rabia salvaje.

– ¡Venga, alégrame el día!

Durante un momento la miró como sin entender, luego puso los dientes, desencajó los ojos, bramó y se lanzó hacia ella. Ciri estaba harta de bromas. Lo evitó con una rápida media vuelta y cortó de abajo a través de los brazos en alto, por encima de los codos. El viejo dejó caer el hacha con las manos echando sangre, pero al punto saltó otra vez hacia ella. Ciri retrocedió y lo rajó corto por el cuello. Más por piedad que por necesidad, con las dos arterias de las manos cortadas acabaría por desangrarse de cualquier modo. Cayó, despidiéndose de la vida con una increíble dificultad, pese a sus extremidades cortadas seguía retorciéndose como un gusano. Ciri se puso de pie junto a él. Restos de arena seguían chimándole en los dientes. Se los escupió a él directamente al pecho. Antes de que terminara de escupir, el viejo murió.

La extraña construcción delante de la choza que recordaba a un cadalso estaba provista de ganchos de hierro y aparejos. La mesa y el tronco estaban resbaladizos, cubiertos de grasa, olían mal.

Como un matadero.

En la cocina Ciri encontró una perola de las alabadas gachas, mezcladas con tocino, fragmentos de carne y de setas. Estaba muy hambrienta, pero algo la contuvo para no comer. Sólo bebió agua de un cubo, mordió una manzana pequeña y arrugada. Detrás de la casilla encontró un sótano con escaleras, grande y frío. En el sótano había unas cazuelas con manteca. Del techo colgaba carne. Unos restos de muslo. Salió del agujero, tropezándose con las escaleras, como si la persiguiera el diablo. Se cayó sobre las ortigas, se alzó, a paso febril alcanzó la casilla, se agarró con las dos manos a uno de los palos que la sujetaban. Aunque no tenía casi nada en la tripa, vomitó violentamente y durante largo rato.

Los restos de muslo del sótano eran los de un niño.

Conducida por un hedor, encontró en el bosque una hondonada llena de agua a la que el previsor Viejo del Bosque había echado los restos y lo que no se podía comer. Contemplando los cráneos, costillas y pelvis que sobresalían del légamo, Ciri se dio cuenta con horror de que estaba viva única y exclusivamente gracias a la lascivia del horrible viejo, sólo gracias a que le habían entrado ganas de retozar. Si el hambre hubiera sido más fuerte que el impulso sexual, la habría golpeado a traición con un hacha, y no con un palo. Colgada por los pies de la viga de madera, la habría destripado y desollado, dividido y cortado sobre la mesa, partido sobre el tronco…

Aunque le temblaban las piernas a causa de los mareos y la mano izquierda, hinchada, palpitaba de dolor, arrastró el cadáver hacia la hondonada del bosque y lo hundió en el fango apestoso, entre los huesos de las victimas. Volvió, llenó de ramas y tallos la entrada al sótano, rodeó de paja la choza y toda la posesión del viejo. Luego prendió fuego cuidadosamente a todo, por los cuatro puntos cardinales.

Sólo se marchó cuando se había encendido con fuerza, cuando el fuego ardía y aullaba como debe ser. Cuando estuvo segura de que ninguna lluvia pasajera iba a impedir que se borraran por completo las huellas de aquel lugar.

La mano no estaba tan mal. Se había hinchado, sí, dolía, y cómo, pero no parecía que se hubiera roto ningún hueso.

Cuando se acercó la noche, efectivamente apareció una sola luna en el cielo. Pero Ciri, de alguna forma extraña, no quiso reconocer aquel mundo como el suyo. Ni quedarse en él más tiempo del preciso.

*****

– Hoy -murmuró Nimue-, será una buena noche. Lo percibo.

Condwiramurs suspiró.

El horizonte ardía en oro y púrpura. Un haz de los mismos colores se asentó sobre las aguas del lago, del horizonte de la isla.

Estaban sentadas en la terraza, en los sillones, a su espalda había un espejo en un marco de ébano y un tapiz que representaba un pequeño castillo aferrado a una pared rocosa que se reflejaba en el agua de un lago de montaña.

¿Cuántas tardes, pensó Condwiramurs, cuántas tardes llevamos así, sentadas hasta que cae la penumbra y luego la oscuridad? ¿Sin resultado alguno? ¿Sólo hablando?

Hizo más frío. La hechicera y la adepta estaban envueltas en pieles. Desde el lago les llegaba el rechinar de los remos de la barca del Rey Pescador, pero no la veían: estaba oculta en el cegador brillo del ocaso.

– A menudo sueño -Condwiramurs volvió a la conversación interrumpida- que estoy en un desierto de hielo en el que no hay nada, sólo el blanco de la nieve y los montones de hielo retorcidos al sol. Y reina la calma, una calma que resuena en los oídos. Una calma innatural. La calma de la muerte.

Nimue afirmó con la cabeza, como dando señal de que veía de lo que se trataba. Pero no comentó.

– De pronto -siguió la adepta-, de pronto me parece que escucho algo. Que siento cómo el hielo tiembla bajo mis pies. Caigo de rodillas, retiro la nieve con las manos. El hielo es transparente como el cristal, como en algunos limpios lagos montañosos, cuando se ven las piedras del fondo y los peces que nadan por debajo de una capa de una pulgada de grueso. Yo en mis sueños también veo, aunque la capa tiene una decena o incluso un centenar de pulgadas de grosor. Ello no me impide ver… y oír… a gente que pide ayuda. Allá en el fondo, muy por debajo del hielo… hay un mundo congelado.

Tampoco ahora Nimue lo comentó.

– Por supuesto sé -continuó la adepta- dónde está la fuente de ese sueño. Los vaticinios de Itlina, el famoso Frío Blanco, el Tiempo del Hielo y de la Tormenta del Lobo. Un mundo que muere entre nieves y hielos para, como dice la profecía, renacer al cabo de los siglos de nuevo. Limpio y mejor.

– Que -dijo Nimue en voz bajita- el mundo renacerá lo creo de todo corazón. Que lo hará mejor, no mucho.

– ¿Cómo?

– Me has oído.

– ¿Y no he oído mal? Nimue, el Frío Blanco ha sido predicho lo menos mil veces, cada invierno un poco más crudo se decía que había llegado. En este momento ni siquiera los niños creen que un invierno sea capaz de amenazar al mundo.

– Vaya, mira. Los niños no creen. Y yo, fíjate, creo.

– ¿Apoyándote en algún argumento racional? -preguntó Condwiramurs con leve sarcasmo-. ¿O exclusivamente en la sabiduría mística de infalibles profetisas élficas?

Nimue guardó silencio largo rato, colocando la piel en la que estaba envuelta.

– La tierra -comenzó por fin con cierto tono profesoral- tiene la forma de un globo y gira alrededor del sol. ¿Estás de acuerdo con ello? ¿O acaso perteneces a una de esas sectas de moda que afirman algo completamente opuesto?

– No. No pertenezco. Acepto el heliocentrismo y estoy de acuerdo con la teoría de la redondez de la tierra.

– Estupendo. Estarás entonces de acuerdo también con el hecho de que el eje perpendicular del globo terráqueo está inclinado hacia un lado y con que la trayectoria de la tierra alrededor del sol no tiene la forma de un círculo regular, sino que es elíptica.

– Lo he estudiado. Pero no soy astrónomo, así que…

– No hace falta ser astrónomo, basta con pensar lógicamente. La tierra rodea al sol en una órbita de forma elíptica y por eso durante su movimiento está a veces más cerca y a veces más lejos. Cuanto más lejos está la tierra del sol, es de lógica pensar que hará más frío en ella. Y cuanto menos se aleja el eje planetario de la perpendicular, entonces más le afectará al hemisferio norte.

– Eso también es lógico.

– Ambos aspectos, es decir la elipse de la órbita y el grado de inclinación del eje planetario, están sujetos a cambios. Por lo que se sostiene, cíclicos. La elipse puede ser más o menos elíptica, es decir abierta y alargada, el eje planetario puede estar menos o más inclinado. En lo tocante al clima se producen condiciones extremas cuando suceden al mismo tiempo los dos fenómenos: una apertura máxima de la elipse y una escasa desviación de la perpendicularidad del eje. La tierra al girar alrededor del sol recibe en el afelio muy poca luz y calor, y las regiones polares son afectadas además por una poco ventajosa inclinación del eje.