Sobre la cubierta de una coca se peleaban dos hombres, gritándose con voces excitadas. Entendió de lo que hablaban. Se trataba del precio de los arenques. No muy lejos había una taberna, por sus puertas abiertas surgía un olor a rancio y a cerveza, se oían voces, tintineos, risas. Alguien cantaba a viva voz una canción obscena, todo el tiempo la misma estrofa
¡Luned, v'ard t'elaine arse Aen a meath ail aen sparse!
Sabía dónde estaba. Incluso antes de que leyera en la popa el nombre de una de las galeras:
Evall Muiré.
Y el de su puerto de origen: Baccalá. Sabía dónde estaba. En Nilfgaard.
Huyó antes de que nadie le prestara mayor atención.
Sin embargo, antes de que consiguiera sumergirse en la nada, una pulga, la última de las que habían saltado sobre ella en el lugar anterior, que había resistido el viaje en el tiempo y el espacio pegada a la falda de su chaqueta, saltó con un largo salto de pulga sobre el muelle del puerto.
Aquella misma noche la pulga se afincó en el pelado pellejo de una rata, un viejo macho, veterano de muchas guerras ratoniles, lo que atestiguaba su oreja arrancada a mordiscos junto a la misma cabeza. Aquella misma noche la pulga y la rata se embarcaron. Y a la mañana siguiente navegaban por alta mar. En una coca vieja, descuidada y muy sucia. La coca llevaba el nombre de Catriona.
Aquel nombre pasaría a la historia. Pero por entonces nadie sabía todavía nada.
El siguiente lugar, aunque ciertamente resultaba difícil creer en ello, la sorprendió con una imagen verdaderamente idílica. Junto a un río tranquilo, de perezosa corriente que fluía entre sauces, alisos y robles inclinados sobre el agua, junto a un puente que unía las orillas con un elegante arco de piedra, había una posada cubierta de vid salvaje, de hiedra y guisantes trepadores, escondida entre macizos de malvas. Junto a la entrada colgaba un letrero, sobre él había unas letras doradas. Las letras le eran totalmente desconocidas a Ciri. Pero como en el letrero se veía un dibujo de un gato bastante logrado, supuso pues que la posada se llamaba El Gato Negro.
El olor a comida que llegaba de la taberna era simplemente irresistible. Ciri no se lo pensó largo rato. Se colocó la espada a la espalda y entró.
En el interior no había nadie, sólo a una mesa estaban sentados tres hombres con aspecto de campesinos. Ni siquiera la miraron. Ciri se sentó en un rincón, con la espalda contra la pared.
La posadera, una mujer corpulenta con un delantal limpísimo y una cofia, se acercó y le preguntó algo. Su voz era tonante pero melodiosa. Ciri mostró con el dedo su boca abierta, se palmeó la barriga, después de lo cual se quitó uno de los botones de plata de la chaqueta, lo puso sobre la mesa. Viendo su extrañada mirada, ya se disponía a arrancarse otro botón, pero la mujer la detuvo con un gesto y con una palabra silbante, aunque de agradable sonido.
El equivalente del botón resultó ser una cazuela de densa sopa de verduras, una olla de madera de judías con carne ahumada, pan y una jarra de vino aguado. A la primera cucharada Ciri pensó que se iba a echar a llorar. Pero se controló. Comió poco a poco. Degustándolo. La posadera se acercó, sus palabras sonaban a pregunta, apoyó la mejilla sobre las manos unidas. ¿Se iba a quedar a dormir?
– No sé -dijo Ciri-. Puede ser. En cualquier caso, gracias por la oferta.
La mujer sonrió y se fue a la cocina.
Ciri se desató el cinturón, apoyó la espalda en la pared. Pensó en qué hacer. El lugar -a diferencia sobre todo de los últimos- era agradable, animaba a quedarse más tiempo. Sabía sin embargo que una excesiva confianza podía ser peligrosa y la falta de vigilancia podría traer la perdición.
Un gato negro, exactamente igual que en el letrero de la posada, apareció no se sabe de dónde, se restregó contra su pierna, estirando el lomo. Ella lo acarició, el gato golpeteó con su cabecilla levemente su mano, se sentó y comenzó a lamerse la piel del pecho. Ciri miró. Vio a Jarre que estaba sentado junto a un fuego en el círculo de unos granujas de feo aspecto. Todos mordisqueaban algo que recordaba a un fragmento de carbón de madera.
– ¿Jarre?
– Así ha de ser -dijo el muchacho al tiempo que miraba las llamas-. Leí acerca de ello en la Historia de las guerras, obra del mariscal Pelligramo. Así ha de ser, cuando la patria está en peligro.
– ¿Qué es lo que ha de ser? ¿Morder carbón?
– Sí. Exactamente así. La madre patria llama. Y en parte por motivos personales.
– Ciri, no te duermas en la silla -dice Yennefer-. Ya llegamos. Sobre las casas de la ciudad a la que estaban llegando, sobre todas las puertas y portones, se ven grandes cruces pintadas con pintura blanca o con cal. Se retuercen jirones de un denso y apestoso humo, el humo de unas hogueras donde se queman unos cadáveres. Yennefer parece no advertirlo.
– Tengo que ponerme guapa.
Delante de su rostro, sobre las orejas del caballo, flota un espejito. Un peine baila en el aire, peinando sus negros rizos. Yennefer usa hechizos, no usa para nada las manos porque… porque sus manos son una masa de sangre coagulada.
– ¡Mamá! ¿Qué es lo que te han hecho?
– Levántate, muchacha -dice Coén-. ¡Domina tu dolor, levántate y al peine! De otro modo le cogerás miedo. ¿Quieres morirte de miedo hasta el final de tus días?
Sus ojos amarillos brillan de un modo desagradable. Sus dientes puntiagudos blanquean. No es Coén en absoluto. Es un gato. Un gato negro… Una columna de ejército, de muchas millas de largo, marcha, sobre ella se agita y ondea un bosque de lanzas y estandartes. Jarre también marcha, sobre su cabeza un yelmo redondo, en el hombro una pica, tan larga que debe sujetarla doblado, con las dos manos, de otro modo pesaría más que él y le desequilibraría. Retumban los tambores, las gaitas y el tronar de los cantos de guerra. Sobre la columna vuelan los cuervos. Muchos cuervos…
La playa de un lago, sobre la playa la espuma batida, unos juncos muertos y arrojados a ellas. En el lago una isla. Una torre. Los dientes de unas almenas, un donjón engordado con las excrecencias de unos matacanes. Sobre la torre un cielo de la tarde volviéndose granate, el brillo de la luna, tan clara como un talero partido por la mitad. En la terraza, sentadas en unos sillones, unas mujeres envueltas en piel. Un hombre en una barca… Un espejo y un tapiz.
Ciri menea la cabeza. Enfrente de él a la mesa, está sentado Eredin Bréacc Glas.
– No puedes no saber -dice, mostrando en una sonrisa sus hermosos dientes- que sólo retrasas lo inevitable. Nos perteneces y te atraparemos.
– ¡Por qué tú lo digas!
– Volverás a nosotros. Vagabundearás por lugares y tiempos, luego caerás en la Espiral y en la Espiral te atraparemos. Nunca jamás volverás a tu mundo y lugar. Al fin y al cabo, ya es demasiado tarde. No tienes a quién volver. Las personas que conocías hace mucho ya que han muerto. Sus tumbas se cubrieron de hierba y se perdieron. Sus nombres fueron olvidados. El tuyo también.
– ¡Mientes! ¡No te creo!
– Tus creencias son asunto privado. Repito, dentro de poco caerás en la Espiral y yo te esperaré allí. Y tú, en tu interior, lo deseas, me elaine luned.
– ¡Deliras!
– Nosotros, Aen Elle, percibimos tales cosas. Estabas fascinada conmigo, me deseabas y temías ese deseo. Me deseabas y todavía me deseas. Zireael. A mí. Mis manos. Mis caricias…