Enfrente, a una legua o quizá dos, en campo pelado tras un bosque, organizaba al ejército nilfgaardiense el mariscal de campo Menno Coehoorn. Allá había gente de armadura como muro negro, regimiento tras regimiento, bandera tras bandera, escuadrón junto a escuadrón, por doquiera se miraba, no tenían final. Y por el bosque de estandartes y alabardas se podía apreciar que no sólo a la larga se extendieran, sino a lo profundo. Porque había de soldados unos cuarenta y seis mil, de lo que por aquel entonces no muchos sabían, y bien que así fuera, puesto que incluso ante la vista sola aquélla, a más de uno se le escapara la fuerza de su corazón.
Y hasta los corazones más valerosamente fuertes comenzaron a latir bajo las armaduras como si fueran martillos, porque clarísimo era que una penosa y sangrienta lucha iba a comenzar presto y que más de uno de los que allí montaban filas no vería la puesta del sol.
Jarre, sujetando las gafas que le resbalaban por la nariz, leyó otra vez todo el fragmento del texto, suspiró, se pasó la mano por la calva, después de lo cual tomó una esponjilla, la apretó un poco y borró la última frase.
El viento susurraba en las hojas de los tilos, las abejas zumbaban. Los niños, como niños, intentaban gritar el uno más que el otro.
Una pelota que rebotó contra un muro se detuvo a los pies del viejecillo. Antes de que alcanzara a inclinarse, desmañado y torpe, uno de sus nietos pasó junto a él como un lobezno, llevándose la pelota sin dejar de correr. Golpeó la mesa y ésta se tambaleó. Jarre evitó con la mano derecha que se volcara el tintero, con el muñón de la izquierda sujetó la resma de papel.
Las abejas zumbaban, pesadas por las bolitas amarillas del polen de acacia.
Jarre siguió escribiendo.
La mañana estaba nubosa, mas el sol atravesaba las nubes y su altura recordaba con claridad las horas que pasando iban. Alzóse el viento, agitáronse y revolviéronse las enseñas como bandadas de aves que se dispusieran al vuelo. Y Nilfgaard quieta estaba como había estado, hasta que principiaron todos hasta a extrañarse de por qué el mariscal Menno Coehoorn no daba a los suyos orden de avanzar…
– ¿Cuándo? -Menno Coehoorn alzó la cabeza de su mapa, plantó los ojos sobre sus comandantes-. ¿Cuándo, preguntáis, ordenaré comenzar?
Nadie habló. Menno examinó de un rápido vistazo a sus comandantes. Los más tensos y nerviosos parecían ser aquéllos que tenían que quedarse en el campo. Elan Trahe, comandante de la Séptima daerlana, y Kees van Lo, de la brigada Nausicaa. También estaba extraordinariamente nervioso Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal, quien tenía las menores posibilidades de todos de tomar parte activa en la lucha.
Aquéllos que tenía que atacar los primeros tenían un aspecto tranquilo, qué digo, hasta aburrido. Marcus Braibant bostezaba. El teniente general Rhetz de Mellis-Stoke se hurgaba con su meñique en el oído y de vez en cuando se miraba el dedo como si de verdad se esperara encontrar en él algo digno de atención. El oberst Ramón Tyrconnel, joven caudillo de la división Ard Feainn, silboteaba en voz baja, con la vista clavada en un punto del horizonte sólo por él conocido. El oberst Liam aep Muir Moss de la división Deithwen examinaba su inseparable tomito de poesía. Tibor Eggebracht, de la división de lanzeros pesados Alba, se rascaba el cuello con la punta de su bastón de mando.
– Comenzaremos el ataque -dijo Coehoorn- cuando vuelvan las patrullas nocturnas. Me inquietan esas colinas al norte, señores oficiales. Antes de que ataquemos tengo que saber qué es lo que hay detrás de aquellas colinas.
Lamarr Flaut tenía miedo. Tenía un miedo horroroso, el pánico le roía las tripas, le parecía que tenía en las entrañas al menos veinte anguilas resbaladizas, cubiertas de una mucosidad apestosa, que buscaban ansiosamente una apertura por la que pudieran salir a la libertad. Una hora antes, cuando la patrulla había recibido las órdenes y se había puesto en movimiento, Flaut, en lo más hondo de su espíritu, contaba con que el frío de la mañana expulsaría su inquietud, que el miedo lo ahogaría la rutina, el ritual cien veces ejercitado, el duro y severo ceremonial militar. Se equivocaba. Ahora, al cabo de una hora y después de haber recorrido unas cinco millas, lejos, comprometidamente lejos de los suyos, dentro, peligrosamente dentro del territorio enemigo, cerca, mortalmente cerca de un peligro desconocido, el miedo comenzó a mostrar de qué era capaz.
Se detuvieron al borde de un bosque de abetos, cautelosamente, sin salir de detrás de unos grandes enebros que crecían allí. Delante de ellos, tras un cinturón de pequeños abetos, se extendía una amplia hoya. La niebla serpenteaba por los tallos de hierba.
– Nadie -apuntó Flaut-. Ni un alma. Volvamos. Estamos ya demasiado lejos.
El sargento le miró de reojo. ¿Lejos? Habían avanzado apenas una milla. Y para colmo remoloneando como una tortuga coja.
– Merecería la pena -dijo- mirar aún tras aquella colina, señor teniente. De allá, me se parece, mejor tendremos perspectiva. Lejos, a ambos valles. Si acaso alguien anda por allá, no podremos no verlo. ¿Entonces? ¿Nos acercamos? No son más que unas pocas varas.
Unas pocas varas, pensó Flaut. En terreno abierto, que se ve como una sartén. Las anguilas se retorcieron, buscaron con violencia una salida de sus tripas. Al menos una, Flaut lo sintió con claridad, iba por el buen camino.
He oído el tintineo de unas espuelas. El bufido de un caballo. Allí, entre aquellos jugosos y verdes pinos, en aquel banco de arena. ¿Qué se movía por allí? ¿Una silueta? ¿Nos están rodeando?
Corría por el campamento el rumor de que algunos días antes los condotieros de la Compañía Libre, habiendo atrapado en una emboscada a una partida de la brigada Vrihedd, apresaron con vida a un elfo. Se decía que lo habían castrado, que le habían arrancado la lengua, cortado todos los dedos de la mano… Y al final le sacaron los ojos.
Ahora, bromearon, no te vas a poder divertir con tu puta elfa. Y ni siquiera vas a poder mirar cómo se divierte con otros.
– ¿Qué, señor? -habló el sargento con voz ronca-. ¿Nos acercamos a la colina?
Lamarr Flaut tragó saliva.
– No -dijo-. No podemos perder tiempo. Lo hemos comprobado: aquí no hay enemigos. Tenemos que dar nuestro informe al comandante. ¡Volvamos!
Menno Coehoorn escuchó el parte, alzó la cabeza del mapa.
– A las armas -ordenó en pocas palabras-. Señor Braibant, señor de Mellis-Stoke. ¡Atacad!
– ¡Viva el emperador! -gritaron Tyrconnel y Eggebracht. Menno los miró de forma extraña.
– A las armas -repitió-. Que el Gran Sol ilumine vuestra gloria.
Milo Vanderbreck, mediano, médico de campo, conocido como Rusty, mantuvo en sus narices con ansia la embriagadora mezcla de olores del yodo, el amoniaco, el alcohol, el éter y los elixires mágicos que se albergaban bajo la lona de la tienda. Quería hacerse con aquel perfume ahora, cuando todavía estaba saludable, limpio, virgen, sin infección, clínicamente estéril. Sabía que no iba a durar mucho tiempo así.
Miró a la mesa de operaciones, igualmente de un blanco virginal, y al instrumental, a las decenas de herramientas que engendraban respeto y confianza con la impasible y amenazadora dignidad de su frío acero, con la impoluta limpieza de su brillo metálico, con el orden y la estética de su posición.
Delante del instrumental se removía su personaclass="underline" tres mujeres. No, se corrigió mentalmente Rusty. Una mujer y dos muchachas. No. Una mujer vieja, aunque con aspecto hermoso y joven. Y dos niñas.