Al principio aquello no parecía amenazador. La cabeza y los flancos de la hoja los constituían las tropas de élite con armadura pesada, en sus escudos y armaduras rebotaban como el martillo del herrero las hojas y piquetas de los lansquenetes, no había tampoco forma de alcanzar a los caballos cubiertos de hierro. Y aunque de vez en cuando alguno de los armados caía del caballo o junto con él, las espadas, hachas, mazas y clavas de los caballeros producían entre los infantes atacantes una verdadera mortandad. Rodeada por la chusma, la hoja tembló y comenzó a introducirse aún más profundamente.
– ¡Alba! -El subteniente Devlin aep Meara escuchó los gritos del oberst Eggebracht, que se alzaban por encima de los tintineos, bramidos, gritos y relinchos-. ¡Adelante, Alba! ¡Que viva el emperador!
Se lanzaron, sajando, golpeando y cortando. Debajo de los cascos de los caballos, que chillaban y se retorcían, se podía escuchar chufidos, churrupeteos, chasquidos y crujidos.
– ¡Aaalbaaa!
La hoja se quedó enganchada de nuevo. Los lansquenetes, aunque machacados y ensangrentados, no cedieron, rodearon, apretaron a la caballería como una tenaza. Hasta la tierra temblaba. Bajo los golpes de las alabardas, los berdiches y los manguales, se deshizo y desbarató la primera línea de los acorazados. Acribillados por las partesanas y las clavas, arrancados de sus monturas por los ganchos de las bisarmas y las rogatinas, golpeteados sin piedad por las mazas y las porras, los caballeros de la división Alba comenzaron a morir. La hoja clavada en el tetrágono de la infantería, no hacía mucho tan amenazadora, hierro mutilador en un organismo vivo, era ahora como un carámbano de hielo en el puño de un campesino.
– ¡Temeriaaa! ¡Por el rey, muchachos! ¡Matad a los Negros!
Pero tampoco les era fácil a los lansquenetes. La división Alba no se dejaba deshacer, las espadas y las hachas se alzaban y caían, rasgaban y cortaban, por cada uno de los jinetes derribados de su silla la infantería pagaba un amargo precio en sangre.
El oberst Eggebracht, pinchado a través de una raja en la armadura con la punta de una jabalina fina como un punzón, gritó, se balanceó en la silla. Antes de que se le pudiera ayudar, un terrible golpe de mangual lo tiró al suelo. La infantería se hizo un ovillo sobre él.
El estandarte del alerión negro con el perisonium dorado en el pecho se agitó y cayó. Los acorazados, entre ellos el joven subteniente Devlin aep Meara, lanzaron en esa dirección, cortando, rajando, golpeando, aullando.
Quisiera saber, pensó Devlin aep Meara, extrayendo la espada de la destrozada capelina y del cráneo de un lansquenete temerio. Quisiera saber, pensó, rechazando con una amplia finta los dientes de hierro de una bisarma dirigida a él.
Quisiera saber para qué todo esto. Para qué todo esto. Y para quién todo esto.
– Eeeh… Y entonces se reunió el convento de las grandes maestras… nuestras venerables madres… eeeh… cuya memoria siempre vivirá en nosotras… Puesto que… eeeh… las grandes maestras de la Primera Logia… decidieron… eeeh… decidieron…
– Novicia Abonde. No estás preparada. Suspendida. Siéntate.
– Pero si he estudiado, de verdad…
– Siéntate.
– Por qué leches tenemos que estudiar estas cosas viejas -murmuró Abonde, mientras se sentaba-. A quién le importa… ¿Y qué sacarnos de esto…?
– ¡Silencio! ¡Novicia Nimue!
– Presente, señora maestra.
– Lo veo. ¿Sabes la respuesta a la pregunta? Si no la sabes, siéntate y no me hagas perder el tiempo.
– La sé.
– Dime.
– Pues las crónicas nos enseñan que el convento de maestras se reunió en el castillo de la Montaña Calva para decidir en qué forma terminar con aquella guerra tan dañina como estaban llevando a cabo el emperador del sur y los reyes del norte. La venerable madre Assire, santa mártir, dijo que los poderosos no dejarían de luchar mientras no se desangrasen como es debido. Mientras que la venerable madre Filippa, santa mártir, respondió: «Démosles pues grande y sangrienta lucha, terrible y cruel. Les llevaremos a tal batalla. Que los ejércitos imperiales y las tropas de los reyes naden en sangre en tal batalla y entonces nosotras, la Gran Logia, les obligaremos a firmar la paz». Y eso es exactamente lo que pasó. Las venerables madres consiguieron que tuviera lugar la batalla de Brenna. Y los gobernantes fueron obligados a firmar la paz de Cintra.
– Muy bien, novicia Nimue. Te pondría un sobresaliente… si no fuera por el «pues» que has dicho al principio. No se comienza una frase con «pues». Siéntate. Y ahora os contaré acerca de la paz de Cintra…
Sonó la campana del recreo. Pero las novicias no reaccionaron con el inmediato chasquido y crujido de los pupitres-. Guardaron la calma y la dignidad, una tranquilidad distinguida. No eran ya mocosas de primero. ¡Estaban en tercero! ¡Tenían ya catorce años! Y eso era importante.
– Bueno, entonces no hay mucho que añadir. -Rusty valoró el estado del primer herido, que estaba precisamente empapando de sangre la inmaculada blancura de la mesa-. Fractura de fémur… La arteria se ha salvado, si no me habrían traído un cadáver. Parece un golpe de hacha, ante el que la parte dura de la silla actuó como un tronco de leñador. Mirad, por favor…
Shani y Iola se inclinaron. Rusty se limpió las manos.
– Como ya dije, no hay nada que añadir. Lo único que se puede es cortar. Manos a la obra. ¡Iola! Vendaje, con fuerza. Shani, cuchillo. Ése no. El de la sierra por los dos lados. El de amputar.
El herido no levantaba su nerviosa mirada de sus manos, seguía las acciones con los ojos de un animal asustado y atrapado en un cepo.
– Un poco de magia, Marti, si se puede pedir. -El mediano hizo una señal mientras se inclinaba sobre el paciente de tal modo que le cubriera el campo de visión-. Voy a amputar, hijo.
– ¡Nooo! -El herido se agitó, revolviendo la cabeza, intentando escapar de los dedos de Marti Sodergren-. ¡No quierooo!
– Si no amputo, morirás.
– Prefiero morir… -El herido se movía cada vez más lento bajo el influjo de la magia de la sanadora-. Prefiero morir que ser un mutilado… Dejadme morir… Os lo ruego… ¡Dejadme morir!
– No puedo. -Rusty alzó el cuchillo, miró la hoja, de brillante e inmaculado acero-. No puedo dejarte morir. Puesto que resulta que soy médico.
Clavó la hoja con decisión y cortó profundamente. El herido aulló. Para ser un hombre, bastante poco humanamente.
El mensajero detuvo al caballo tan bruscamente que hasta surgieron chispas bajo los cascos. Dos asistentes agarraron las bridas, sujetaron al rocín sudoroso. El mensajero bajó de la silla.
– ¿De quién? -gritó Juan Natalis-. ¿Quién te manda?
– El señor de Ruyter… -se sacó el mensajero del gaznate-. Hemos detenido a los Negros… Pero hay grandes pérdidas… El señor de Ruyter pide refuerzos…
– No hay refuerzos -respondió tras un instante de silencio el condestable-. Tenéis que resistir. ¡Tenéis que hacerlo!
Y aquí señalo Rusty con un gesto de coleccionista que está mostrando su colección-, hagan el favor de mirar las señoras, los estupendos resultados de un corte en la tripa… Alguien nos ha jodido un tanto, realizándole antes al infeliz una laparotomía digna de un aficionado… Menos mal que lo han traído con cuidado y no han perdido los órganos más importantes… Es decir, supongo que no los habrán perdido. ¿Qué te parece a ti, Shani? ¿Por qué tal gesto, muchacha? ¿Es que hasta ahora no habías visto a un hombre más que por fuera?