– Está dañado el intestino, don Rusty…
– ¡Un diagnóstico tan certero como evidente! Ni siquiera hay que mirar, basta con oler. Un pañuelo, Iola. Marti, sigue habiendo demasiada sangre, sé amable y concédenos un poco de esa impagable magia tuya. Shani, aprieta. Ponle una pinza, no ves que se está desangrando. Iola, el cuchillo.
– ¿Quién va venciendo? -preguntó de pronto, consciente por completo, aunque algo balbuceante, el operando, mientras revolvía sus ojos desencajados-. Decidme, ¿quién va venciendo?
– Hijo. -Rusty se inclinó sobre la cueva de la barriga abierta, sangrante y pulsante-. Ésa es de verdad la última cosa de la que me preocuparía si estuviera en tu lugar.
… alzóse entonces en el ala siniestra y en el medio de la línea una lucha terrible y sangrienta, mas aquí, aunque fuera grande la rabia y el ímpetu de Nilfgaard, se estrelló su carga contra el ejército real tal como ola marina que se estrellara contra la roca. Estupendo estuvo pues allí el soldado, el bravo espadero mariboriano, wyzimo y tretogoriano, y también el ceñudo lansquenete, el mercenario de su profesión, cuyo caballo no cabe asustar. Y también allá se luchara, verdaderamente como mar contra la roca de la tierra, así siguió la lucha, en la que no se es capaz de decir quién gana, puesto que la ola golpea la roca sin tregua, no se debilita ni cede si no es para golpear de nuevo, pero la roca sigue ahí, se la sigue viendo por entre las olas rabiosas.
Mas de otro modo se llevó a cabo la cosa en el ala diestra del ejército real.
Como viejo gavilán que sabe dónde caer y picar para dar muerte, así el mariscal de campo Menno Coehoorn sabía dónde dar el golpe. Doblando en puño de yerro sus mejores divisiones, los lanceros de la Deithwen y los armados de la Ard Feainn, golpeó en la línea por encima del estanque Dorado, allá donde estaban las mesnadas de Brugge. Aunque los de Brugge opusiéronse con bravura, se mostraron menos armados, tanto de armaduras como de espíritu. No resistieron al ataque nilfgaardiense. En un suspiro pasaron allá en socorro dos banderas de las Compañías Libres bajo el condotiero Adam Pangratt y detuvieron a Nilfgaard, pagando caro con sangre. Mas los enanos del Pelotón de Voluntarios que estaban al flanco diestro vieron cercana la terrible amenaza de ser rodeados, mientras que a todo el real ejército lo amenazaba la destrucción del frente.
Jarre sumergió la pluma en el tintero. Los nietos gritaron en lo profundo del jardín, sus risas tintinearon como campanas de cristal.
Viendo sin embargo el peligro amenazador, Juan Natalis, atento como grulla, entendió al momento lo que pasaba. Y, sin aguardar, un mensajero corrió a toda prisa a donde los enanos, con órdenes para el coronel Els…
En toda la ingenuidad de sus diecisiete años, el corneta Aubry pensaba que el llegar al ala derecha, transmitir las órdenes y volver a la colina no le llevaría más de diez minutos. ¡Y de seguro que nada más! Desde luego que no, yendo como iba montado en Chiquita, una yegua rápida y ágil como una cierva.
Antes incluso de llegar al estanque Dorado, el corneta se dio cuenta de dos cosas: que no sabía cuándo iba a llegar al ala derecha y que no sabía cuándo iba a conseguir volver. Y que la agilidad de Chiquita le iba a venir pero que muy bien.
En la parte situada al este del estanque Dorado la lucha estaba en su apogeo, los Negros peleaban contra la caballería bruggense que protegía las filas de la infantería. Ante los ojos del corneta surgieron de pronto del barullo de la lucha como si fueran chispas, como si fueran astillas de vidrio, unas siluetas con verdes, amarillas y rojas capas que se lanzaban desordenadas hacia el río Cautela. Detrás de ellos, como un río negro, se desparramaron los nilfgaardianos.
Aubry gritó a la yegua, tiró de las riendas, a punto de darse la vuelta y huir, salir del camino de los perseguidores y los perseguidos. El sentido del deber prevaleció. El corneta se pegó al cuello del caballo y se lanzó a un loco galope.
A su alrededor había gritos y barullo, un caleidoscópico revoltijo de siluetas, el brillo de las espadas, chasquidos, golpeteos. Algunos de los bruggenses, pegados al estanque, opusieron una desesperada resistencia, arremolinados en torno a las banderas con la cruz de ancla. En el campo, los Negros asesinaban a la infantería desprovista de apoyo.
Una capa con la señal del sol de plata le tapó la vista.
– ¡Evgyr, nordling!
Aubry gritó y Chiquita, excitada por el aullido, dio un quiebro de verdadero gamo, salvándole la vida al ponerlo lejos del alcance de la espada del nilfgaardiano. Sobre su cabeza silbaron de pronto flechas y dardos, ante sus ojos volvieron a relampaguear las siluetas.
¿Dónde estoy? ¿Dónde están los míos? ¿Dónde el enemigo?
– ¡Evgyr morv, nordling!
Un estampido, un tintineo, relinchos de caballos, aullidos.
– ¡Párate, mocoso! ¡Por ahí no!
La voz de una mujer. Una mujer en un caballo moro, con armadura, con los cabellos al aire, con el rostro cubierto de gotas de sangre. Junto a unos jinetes armados.
– ¿Quién eres? -La mujer se limpiaba la sangre con el puño en que sujetaba la espada.
– Corneta Aubry… Alférez del condestable Natalis… Con órdenes para los coroneles Pangratt y Els…
– No hay ninguna posibilidad de que llegues allí donde está luchando «Adieu». Iremos a donde están los enanos. Soy Julia Abatemarco… ¡Dale al caballo, joder! ¡Nos están rodeando! ¡Al galope!
No le dio tiempo a protestar. Y tampoco tenía sentido.
Al cabo de un rato de rabioso galope surgió del polvo una masa de infantes, un tetrágono, defendido como una tortuga por una pared de paveses, como la piel de un erizo cubierta de agujas. Sobre el tetrágono se agitaba una gran enseña dorada con unos martillos cruzados y junto a ella se elevaba una barra con colas de caballo y cráneos humanos. El tetrágono, moviéndose y saltando como un perro escapando de un viejo agitando un palo, era atacado por los nilfgaardianos. La división Ard Feainn, a la que gracias a su gran sol sobre las capas no se podía confundir con ninguna otra.
– ¡Atacad, Compañía Libre! -gritó la mujer al tiempo que hacía un molinete con la espada-. ¡Vamos a ganarnos el sueldo!
Los jinetes -y con ellos el corneta Aubry- se lanzaron sobre los nilfaardianos.
La lucha duró apenas unos minutos. Pero fue terrible. Luego la pared de los paveses se abrió ante ellos. Se encontraron en el interior del tetrágono, en un abrazo, entre enanos con cotas de malla, misiurcas y yelmos picudos, entre la infantería redana, la caballería ligera bruggense y los condotieros con sus armaduras.
Julia Abatemarco -la Dulce Casquivana, la condotiera, sólo ahora Aubry se daba cuenta- le llevó ante un rechoncho enano con un sisak adornado con un mechón rojo, que estaba sentado desmañamente en un caballo uncido a la nilfgaardiana, con una silla de pico de grandes borrenes, al que se había subido para poder mirar por encima de las cabezas de los peones.
– ¿Coronel Barclay Els?
El enano asintió con su mechón, advirtiendo con evidente estima la sangre de la que estaban cubiertos el corneta y su yegua. Aubry enrojeció sin quererlo. Era la sangre de los nilfgaardianos a los que habían herido los condotieros a su lado, porque él no había tenido tiempo siquiera de desenvainar la espada.
– Corneta Aubry…
– ¿Hijo de Anselmo Aubry?
– El menor.
– Ja, conozco a tu padre. ¿Qué tienes para mí de parte de Natalis y Foltest, cornetilla?
– Hay una posibilidad de que os atraviesen por el centro de vuestro grupo… El señor condestable ordena que el Pelotón de Voluntarios recoja las alas lo más aprisa posible, retroceda hacia el estanque Dorado y el río Cautela… Para apoyar…
Sus palabras las ahogaron los gritos, los chasquidos y el cloqueo de los caballos. Aubry de pronto se dio cuenta de lo estúpido de las órdenes que había traído. De lo poco que aquellas órdenes significaban para Barclay Els, para Julia Abatemarco, para todo aquel tetrágono de enanos que estaba bajo la enseña dorada con los martillos agitándose por encima del negro mar que los rodeaba, de los nilfgaardianos que los atacaban por todos lados.