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– Me he retrasado… -balbuceó-. He llegado demasiado tarde…

La Dulce Casquivana bufó. Barclay Els sonrió.

– No, cornetilla -dijo-. Son los nilfgaardianos los que han venido demasiado pronto.

*****

– Felicito a las señoras, y a mí mismo, por el éxito en la operación de los intestinos delgado y grueso, la esplenectomía, el haber cosido el hígado. Les llamo la atención acerca del tiempo que nos ha llevado el eliminar las consecuencias de lo que a nuestro paciente le hicieron en la batalla en apenas unas décimas de segundo. Les recomiendo esto como material para reflexiones filosóficas. El paciente ahora nos lo va a coser doña Shani.

– ¡Pero yo jamás he hecho esto, don Rusty!

– Alguna vez hay que empezar. Rojo con rojo, amarillo con amarillo, blanco con blanco. Cose así, y seguro que sale bien.

*****

– ¿Que qué? -Barclay Els se rascó la barba-. ¿Pero qué me dices, cornetilla? ¿Hijo menor de Anselmo Aubry? ¿Que en estando aquí, nada hacemos? ¡Nosotros, la puta de su madre, ante el ataque ni meneamos el culo! ¡No cedimos ni un paso! ¡Nuestra no es la culpa si ésos de Brugge no han atacado!

– Mas las órdenes…

– Me importan un güevo las órdenes…

– ¡Si no cerramos los huecos -gritó más que él la Dulce Casquivana-, los Negros romperán el frente! ¡Romperán el frente! ¡Ábreme las filas, Barclay! ¡Atacaré! ¡Cruzaré!

– ¡Os acogotarán antes de que lleguéis al estanque! ¡Moriréis para nada!

– Entonces, ¿qué propones?

El enano blasfemó, se quitó el yelmo de la cabeza, lo lanzó al suelo. Tenía los ojos rabiosos, enrojecidos, horribles.

Chiquita, asustada por los gritos, tiró hacia abajo la cabeza todo lo que le permitían los arreos.

– ¡Traedme aquí a Yarpen Zigrin y a Dennis Cramer! ¡En un pispas!

Los dos enanos salían de la lucha más cruenta, estaba claro a primera vista. Ambos estaban cubiertos de sangre. El guantelete metálico de uno de ellos mostraba las huellas de un corte que hasta había levantado la punta de la chapa. El segundo tenía la cabeza envuelta en un trapo a través del que se filtraba la sangre.

– ¿Estás bien, Zigrin?

– Me pregunto -jadeó el enano- por qué todos lo preguntan.

Barclay Els se dio la vuelta, halló con la vista al corneta y clavó en él sus ojos.

– ¿Y entonces, hijo menor de Anselmo? -graznó-. ¿Ordenan el rey y el condestable que vayamos allí y les ayudemos? Pues abre entonces bien los ojos, cornetilla. Vas a tener cosa que ver.

*****

– ¡Mierda! -bramó Rusty, alejándose bruscamente de la mesa y agitando la mano con el escalpelo-. ¿Por qué? ¡Maldita sea! ¿Por qué ha de ser así?

Nadie le respondió. Marti Sodergren tan sólo abrió los brazos. Shani inclinó la cabeza, Iola respiró hondo.

El paciente que acababa de morir miraba hacia arriba y tenía los ojos inmóviles y vidriosos.

*****

– ¡Golpea, mata! ¡A joder a esos hijos de puta!

– ¡A mi altura! -gritó Barclay Els-. ¡Al mismo paso! ¡Mantened las filas! ¡Y el grupo! ¡El grupo!

No me van a creer, pensó el corneta Aubry. Nadie me creerá cuando lo cuente. Este tetrágono está zafándose de un asedio completo… Rodeados por todas partes por la caballería, rasgados, rajados, golpeados y aguijoneados… Y este tetrágono avanza. Avanza, al mismo paso, en formación cerrada, escudo junto a escudo. Avanza, pisando cadáveres, empuja frente a sí a la división de élite Ard Feainn… Y avanza.

– ¡Atacad!

– |A1 mismo paso! ¡Al mismo paso! -gritó Barclay Els-. ¡Mantened las filas! ¡La canción, su puta madre, la canción! ¡Nuestra canción! ¡Adelante, Mahakam!

De las gargantas de miles de enanos salió la famosa canción de guerra de Mahakam.

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

¡Aguarda, colega,

que os daremos una buena!

¡La zajurda se irá al cuerno,

no quedará ni el güeso!

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

– ¡Atacad, Compañía Libre! -Entre el enorme rugido de los enanos surgió, como la fina hoja de una misericordia, la aguda voz de soprano de Julia Abatemarco. Los condotieros, saliendo de entre las filas, se lanzaron a detener a la caballería que atacaba al tetrágono. Era este movimiento algo verdaderamente suicida: contra los mercenarios, faltos de la protección de las alabardas, picas y paveses de los enanos, se lanzó toda la potencia del ataque de los nilfgaardianos. El estruendo, los aullidos y los relinchos de los caballos hicieron que el corneta Aubry se encogiera inconscientemente en su silla. Alguien le golpeó en la espalda, sintió cómo junto con su yegua, a la que estaba abrazado, se movió en dirección al mayor de los barullos y la masacre más terrible. Apretó con fuerza el mango de su espada, que le pareció de pronto resbaladizo y extrañamente incómodo.

Al cabo de un instante, empujado al otro lado de la línea de escudos, rajaba ya a su alrededor como un poseso y peleaba como un poseso.

– ¡Otra vez! -escuchó el salvaje grito de la Dulce Casquivana-. ¡Un esfuerzo más! ¡Aguantad, muchachos! ¡Atacad, matad! ¡Por el doblón como el sol de oro! ¡A mí, Compañía Libre!

Un jinete nilfgaardiano sin yelmo, con un sol de plata en la capa, se lanzó sobre las filas, de pie sobre los estribos, de un terrible hachazo tumbó a un enano protegido con un pavés, le abrió la cabeza a otro. Aubry se giró en la silla y cortó en horizontal. Un gran fragmento lleno de cabellos de la cabeza del nilfgaardiano salió volando, cayó a tierra. En aquel mismo instante también el corneta recibió un golpe en la cabeza y cayó de su silla. Entre tanta gente, no llegó de inmediato al suelo, sino que estuvo colgando durante unos segundos, lanzando un agudo grito, entre el cielo, la tierra y los flancos de dos caballos. Y, aunque estaba lleno de miedo, no pudo degustar largo rato el dolor.

Cuando cayó, los cascos de los caballos le aplastaron de inmediato el cráneo.

*****

Al cabo de sesenta y cinco años, al ser preguntada acerca de aquellos días, acerca del campo de Brenna, acerca del tetrágono que avanzaba hacia el estanque Dorado por encima de los cuerpos de amigos y enemigos, la viejecilla sonrió, arrugando aún más su cara, ya de por sí arrugada y oscura como ciruela pasa. Impaciente -o puede que sólo fingiendo impaciencia-, agitaba un brazo trémulo, huesudo, retorcido monstruosamente por la artritis.

– De forma alguna -murmuró- ninguna de las partes podía alcanzar ventaja. Nosotros estábamos en el centro. Rodeados. Ellos fuera. Y simplemente nos matábamos mutuamente. Ellos a nosotros, nosotros a ellos… Cof, cof, cof… Ellos a nosotros, nosotros a ellos…

La viejecilla controló con esfuerzo un ataque de tos. Los oyentes que estaban más cerca advirtieron en su mejilla una lágrima que buscaba afanosamente su camino por entre las arrugas y las antiguas cicatrices.

– Eran tan valientes como nosotros -murmuró la abuelilla, aquélla que antes había sido Julia Abatemarco, la Dulce Casquivana de la Compañía Libre de condotieros-. Cof, cof… Éramos igualmente valientes. Nosotros y ellos.

La viejecilla guardó silencio. Largo rato. Los oyentes no la apremiaron, viendo cómo se sonreía con sus recuerdos. Con su gloria. Con los rostros difuminados por la niebla del olvido de aquéllos que sobrevivieron gloriosamente. Para que luego los matara el aguardiente, los narcóticos y la tuberculosis.

– Éramos igualmente valientes -terminó Julia Abatemarco-. Ninguna de las partes tenía fuerza para ser más valiente. Pero nosotros… nosotros conseguimos seguir siendo valientes un minuto más que ellos.