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– ¡Marti, te lo pido, danos un poquito más de esa tu maravillosa magia! ¡Un poquito más, aunque no sean más que cien gramos! ¡Este pobre desgraciado tiene en la tripa un enorme estofado, para colmo aderezado con multitud de aros de cota de malla! ¡No puedo hacer nada si se me sigue revolviendo como pez fuera del agua! ¡Shani, maldita sea, sujeta el gancho! ¡Iola! ¿Estás dormida, joder? ¡Aprieta! ¡Aprieeeta!

Iola respiraba pesadamente, tragaba con esfuerzo saliva de la que tenía llenos los labios. Me voy a desmayar, pensó. No lo aguanto, no resistiré esto más, este hedor, esta horrible mezcla de olores de sangre, vómitos, excrementos, orina, del contenido de los intestinos, de sudor, miedo y muerte. No aguantaré más estos gritos continuos, estos aullidos, estas manos ensangrentadas y viscosas tendidas hacia mí, como si de verdad fuera yo su salvación, su huida, su vida… No aguantaré el sinsentido de lo que estamos haciendo aquí. Porque esto es un sinsentido. Un enorme, tremendo e insensato sinsentido.

No aguantaré el esfuerzo y el cansancio. Siguen trayendo a más… y más…

No lo resistiré. Vomitaré. Me desmayaré. Quedaré en ridículo…

– ¡Pañuelo! ¡Tampón! ¡Pinzas intestinales! ¡Ésas no! ¡Las de menor pinza! ¡Cuidado con lo que haces! ¡Si te equivocas otra vez, te daré un palo en esa cabeza pelirroja tuya! ¿Me oyes? ¡Te daré en tu cabeza pelirroja!

Gran Melitele, ayúdame. Ayúdame, diosa.

– ¡Mira, mira! ¡Se arregla todo al punto! ¡Una pinza más, sacerdotisa! ¡Una pinza vascular! ¡Bien! ¡Bien, Iola, sigue así! Marti, limpíate los ojos y la cara. Y a mí también…

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De dónde sale este dolor, pensó el condestable Juan Natalis. ¿Qué es lo que me duele tanto?

Aja.

Los puños apretados.

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– ¡Acabemos con ellos! -gritó, al tiempo que se secaba las manos, Kees van Lo-. ¡Acabémoslos, señor mariscal! ¡La línea se está rompiendo, ataquemos! ¡Ataquemos sin vacilar y, por el Gran Sol, se romperán! ¡Se desharán!

Menno Coehoorn se mordía una uña con nerviosismo, y al darse cuenta de que le estaban mirando se sacó rápidamente el dedo de la boca.

– Ataquemos -repitió Kees van Lo, tranquilo, ya sin énfasis-. La Nausicaa está lista…

– La Nausicaa tiene que estar -dijo Menno con brusquedad-. La daerlana también tiene que estarlo. ¡Señor Faoiltiarna!

El caudillo de la brigada Vrihedd, Isengrim Faoiltiarna, llamado el Lobo de Acero, se dio la vuelta hacia el mariscal con su terrible rostro deformado por una cicatriz que le corría desde la frente, pasando por las cejas, la nariz y la mejilla.

– Atacad -señaló Menno con su bastón-. En las filas de Temería y Redania. Allí.

El elfo le saludó. Su rostro deformado no tembló siquiera, sus grandes y profundos ojos no cambiaron de expresión.

Confederados, pensó Menno. Aliados. Luchamos juntos. Contra un enemigo común.

Pero yo no los entiendo, a los elfos éstos. Son tan extraños. Tan diferentes.

*****

– Curioso. -Rusty intentó limpiarse el rostro con el codo, pero también tenía el codo lleno de sangre.

Iola se apresuró a ir en su ayuda.

– Interesante -dijo el cirujano, señalando al paciente-. Pinchado con un bieldo o con algún tipo de bisarma de dos dientes… Cada diente del arma le atravesó el corazón, oh, mirad aquí. El ventrículo atravesado sin remedio, la aorta casi separada… Y todavía hace un momento estaba respirando. Aquí, sobre la mesa. Atravesado por el mismo corazón, vivió hasta llegar a la mesa…

– ¿Decir queréis -preguntó sombrío un oficial de la caballería voluntaria- que murió? ¿Que vanamente de la lucha lo sacamos?

– Nada nunca es vanamente. -Rusty no bajó la mirada- honor a la verdad, sí, se ha muerto, por desgracia. Exitus. Llevaos… Eh, joder… Tened cuidado, muchachas.

Marti Sodergren, Shani y Iola se inclinaron sobre el cuerpo. Rysty le cerró los párpados al muerto.

– ¿Habíais visto antes algo así?

Las tres se echaron a temblar.

– Sí -dijeron las tres a la vez. Se miraron la una a la otra, como un poco asombradas.

– Yo también lo he visto -dijo Rusty-. Es un brujo. Un mutante. Esto podría explicar por qué se mantuvo vivo tanto tiempo… ¿Era vuestro compañero de armas, señores? ¿O lo habéis traído por casualidad?

– Nuestro amigo era, señor médico -confirmó triste otro voluntario, un grandullón de cabeza vendada-. Del nuestro escuadrón, tan voluntario como nosotros. ¡Ah, maestro era en el arte de la espada! Llamábase Coén.

– ¿Y era un brujo?

– Lo era. Mas aparte deso, buen compadre era.

– Ja -suspiró Rusty al ver a cuatro soldados trayendo sobre una capa rasgada y goteando sangre a otro herido más, muy joven a juzgar por lo agudo que gritaba-. Ja, una pena… Con gusto le haría una autopsia a este aparte deso buen compadre brujo. Pues la curiosidad quema y se podría hasta escribir una disertación si le pudiera ver las entrañas… ¡Mas no queda tiempo! ¡Fuera el cuerpo de la mesa! Shani, agua. Marti, desinfección. Iola, dame…

«Vaya, muchacha, ¿otra vez derramando lágrimas? ¿Qué pasa ahora?

– Nada, don Rusty. Nada. Ya está todo bien.

*****

– Me siento -repitió Triss Merigold- como si me hubiesen robado.

Nenneke estuvo largo tiempo sin responder, mirando desde la terraza al jardín del santuario, en el que las sacerdotisas y las adeptas se entretenían con los trabajos primaverales.

– Hiciste una elección -dijo al fin-. Elegiste tu camino, Triss. Tu propio destino. Voluntariamente. No es hora de lamentarse.

– Nenneke. -La hechicera bajó los ojos-. De verdad no puedo decirte nada más de lo que te he dicho. Créeme y perdóname.

– ¿Quién soy yo para perdonarte? ¿Y qué ganarás con mi perdón?

– ¡Pero si veo -estalló Triss- con qué ojos me miras! Tú y tus sacerdotisas. Veo cómo me hacéis preguntas con los ojos. ¿Qué haces aquí, maga? ¿Por qué no estás allí donde Iola, Eurneid, Katje, Myrrha? ¿Jarre?

– Exageras, Triss.

La hechicera miraba a lo lejos, al bosque que oscurecía detrás de los muros del santuario, al humo de lejanos fuegos. Nenneke guardaba silencio. Estaba también bastante lejos en sus pensamientos. Allí donde la lucha estaba en su apogeo y se derramaba la sangre. Pensaba en las muchachas a las que había enviado allí.

– Ellas -habló Triss- me rechazaron todo.

Nenneke guardaba silencio.

– Me rechazaron todo -repitió Triss-. Tan sabias, tan razonables, tan lógicas… ¿Cómo no creerlas cuando explican que hay asuntos importantes y menos importantes, que hay que renunciar a los menos importantes sin pensarlo, sacrificarlos para los importantes sin gota de tristeza? ¿Que no tiene sentido salvar a la gente que se conoce y que se quiere porque son individuos, y los individuos no tienen importancia para el destino del mundo? ¿Que no tiene sentido luchar por la dignidad, el honor y los ideales porque son conceptos vacíos? ¿Que el verdadero campo de batalla en el que se juega el destino del mundo está en otro lugar completamente distinto, que se luchará en otro lugar? Y yo me siento robada. Robada de la posibilidad de cometer locuras. No puedo lanzarme locamente en ayuda de Ciri, no puedo correr como una loca y salvar a Geralt y Yennefer. No sólo eso, en la guerra que se está desarrollando, en la guerra a la que enviaste a tus muchachas… en la guerra a la que Jarre ha huido, se me niega incluso la posibilidad de estar de pie en el monte. De estar otra vez de pie en el monte. Sabiendo esta vez que he tomado una decisión verdaderamente consciente y útil.