– Todo el mundo tiene su decisión y todo el mundo tiene su monte, Triss -dijo la sacerdotisa mayor en voz baja-. Todo el mundo. Tú tampoco puedes huir de los tuyos.
En la entrada a la tienda había un tumulto. Traían a otro herido, asistido por varios caballeros. Uno, con armadura de placas completa, gritaba, ordenaba, apremiaba.
– ¡Menéate, ganapán! ¡Más ligero! ¡Traedlo acá, acá! ¡Eh, tú, matasanos!
– Estoy ocupado. -Rusty ni siquiera alzó la vista-. Por favor, poned al herido en las andas. Me ocuparé de él en cuanto termine.
– ¡Te ocuparás de él de inmediato, medicucho de mierda! ¡Pues éste es el mismo excelentísimo señor conde de Garramone!
– Este hospital. -Rusty alzó la voz, enfadado porque la punta de la flecha rota que estaba clavada en las entrañas del herido se le volvió a resbalar de las pinzas-. Este hospital tiene muy poco que ver con la democracia. Aquí nos traen principalmente a la crema de los ordenados caballeros. Barones, condes, marqueses y otros de este color. De los heridos de más bajo nacimiento casi nadie se cuida. Mas algún tipo de igualdad existe. Al menos en mi mesa.
– ¿Eh? ¿Lo qué?
– No importa -Rusty de nuevo introdujo en la herida la sonda y las pinzas- si éste de aquí, del que precisamente estoy sacando el hierro de sus tripas, es un patán, un hidalgo, nobleza antigua o aristocracia. Está encima de mi mesa. Y en mi mesa, por tararear algo, soy un truhán, soy un señor.
– ¿Lo qué?
– Vuestro conde habrá de esperar su turno.
– ¡Mediano de mierda!
– Ayúdame, Shani. Toma la otra pinza. ¡Cuidado con la arteria! Marti, un poquito más de magia, si puedo pedir, tenemos una hemorragia bastante grande.
El caballero dio un paso al frente, sus armas y dientes rechinaron.
– ¡Haré que te ahorquen! -gritó-. ¡Haré que te ahorquen, inhumano!
– Calla, Papebrock -habló con esfuerzo, mordiéndose los labios, el conde herido-. Calla. Déjame aquí y vuelve a la lucha…
– ¡No, mi señor! ¡Jamás de los jamases!
– Es una orden.
Del otro lado de la lona llegaron el estruendo y el tintineo del acero, el roncar de los caballos y unos gritos salvajes. Los heridos en el lazareto gritaban con distintas voces.
– Mirad, por favor. -Rusty alzó las pinzas, mostró la punta de flecha extraída por fin-. Produjo esta joyita un artesano, que gracias a la producción puede mantener a una familia numerosa, aparte de ello sirve para el desarrollo del pequeño negocio, es decir, del bienestar general y la felicidad común. Y la forma en que esta maravilla se sujeta en las entrañas humanas de seguro que está protegida por una patente. Viva el progreso.
Echó desmañadamente la punta ensangrentada a un cubo, miró al enfermo, que se había desmayado durante su perorata.
– Cosed y retirad. -Asintió-. Si tiene suerte, vivirá. Dadme el siguiente en la cola. El de la cabeza rota.
– Ése -habló con voz serena Marti Sodergren- ha dejado su sitio en la cola. Hace un momento.
Rusty inspiró y espiró aire, se alejó de la mesa sin comentarios innecesarios, se paró junto al conde herido. Tenía las manos mojadas, el delantal cubierto de sangre como un carnicero. Daniel Etcheverry, conde de Garramone, palideció aún más.
– Venga -dijo con sorna Rusty-. Es vuestro turno, señor conde. Ponedlo en la mesa. ¿Qué tenemos aquí? Ja, de esta articulación no ha quedado nada que se pueda salvar. ¡Migas! ¡Potaje! ¿Con qué os habéis golpeado, señor conde, que os habéis destrozado tanto las patas? Va, dolerá algo, excelentísimo señor. Dolerá algo. Pero no tengáis miedo. Será exactamente igual que en la batalla. Vendas. ¡Cuchillo! ¡Amputemos, poderoso señor!
Daniel Etcheverry, conde de Garramone, que hasta entonces había mantenido el tipo, aulló como un lobo. Antes de que se desencajara las mandíbulas de dolor, Shani, con un rápido movimiento, le introdujo entre los dientes un anillito de madera de tilo.
– ¡Su majestad! ¡Señor condestable!
– Habla, muchacho.
– El Pelotón de Voluntarios y la Compañía Libre mantienen el istmo junto al estanque Dorado… Los enanos y condotieros resisten con vehemencia aunque terriblemente diezmados… Se dice que «Adieu» Pangratt ha muerto, Frontino ha muerto, Julia Abatemarco ha muerto… ¡Todos, todos han muerto! La bandera doriana, que acudió en su ayuda, ha sido aniquilada.
– Retirada, señor condestable -dijo Foltest en voz baja pero muy clara-. Si queréis saber mi opinión, es hora de batirse en retirada. ¡Que Bronibor empuje a los Negros con su infantería! ¡Ahora! ¡De inmediato! De otro modo nos desharán la formación y eso significa el final.
Juan Natalis no respondió, mientras observaba desde lejos cómo el siguiente enlace venía hacia él galopando desaforadamente en un caballo lleno de espuma.
– Toma aliento, muchacho. ¡Toma aliento y habla coordinadamente!
– Han quebrado el… frente… los elfos de la brigada Vrihedd… El señor de Ruyter les transmite a sus señorías…
– ¿Qué es lo que transmite? ¡Habla!
– Que es hora de salvar la vida.
Juan Natalis alzó sus ojos al cielo.
– Blenckert -dijo con voz sorda-. Que venga Blenckert. O que venga la noche.
La tierra alrededor de la tienda temblaba bajos los cascos, la lona parecía que se iba a romper ante los gritos y los relinchos de los caballos. Un soldado entró en la tienda, junto a él dos sanitarios.
– ¡Gente, huirsus! -gritó el soldado-. ¡Salvarsus! ¡Nilfgaard nos gana! ¡Perdición! ¡Perdición ¡Derrota!
– ¡Una pinza! -Rusty echó atrás su rostro ante el chorro de sangre, la enérgica y viva fuente que surgía de la arteria-. ¡Ceja! ¡Y tampón! ¡Ceja, Shani! ¡Marti, por favor, haz algo con esta hemorragia…!
Alguien junto a la tienda gritó como un animal, corto, quebrado. Un caballo relinchó, algo cayó al suelo con un tintineo y un estampido. El virote de una ballesta atravesó con un chasquido la lona, silbando, voló en la dirección contraria, por suerte demasiado alto como para amenazar a los heridos que descansaban en las andas.
– ¡Nilfgaard! -gritó otra vez el soldado, con una voz aguda y temblorosa-. ¡Señor curador! ¡No oísteis lo que sus dijera! ¡Nilfgaard cortó las líneas del nuestro rey, avanza y mata! ¡Huiiir!
Rusty le quitó la aguja a Marti Sodergren, dio la primera puntada. Hacia tiempo que el paciente no se movía. Pero le latía el corazón. Se veía.
– ¡No quiero moriiir! -gritó uno de los heridos que estaban conscientes. El soldado maldijo, se lanzó a la salida, de pronto gritó, cayó hacia atrás, salpicando sangre, se derrumbó en el suelo. Iola, que estaba de rodillas junto a las andas, se puso de pie, retrocedió. De pronto se hizo el silencio.
Malo, pensó Rusty, al ver quién entraba en la tienda. Elfos. Un rayo de plata. La brigada Vriheed. La famosa brigada Vrihedd.
– Estamos curando -afirmó el primero de los elfos, alto, de rasgos hermosos, regulares, marcados y de grandes ojos añiles-. ¿Estamos?
Nadie dijo nada. Rusty sintió cómo le comenzaban a temblar las manos. Dejó rápido la aguja a Marti. Vio que la frente y la base de la nariz de Shani se ponían blancas.
– ¿Y cómo es eso? -dijo el elfo, arrastrando amenazadoramente las palabras-. ¿Entonces por qué nosotros los herimos allá en el campo? Nosotros les producimos heridas allá, en la batalla, para que mueran de esas heridas. ¿Y vosotros aquí las curáis? Observo aquí una falta absoluta de lógica. Y una ausencia de coincidencia de intereses.
Se inclinó y casi sin un movimiento clavó la espada en el pecho del herido que estaba en las andas más cercanas a la puerta. Otro elfo atravesó a un segundo herido con un gincho. El tercer herido, que estaba consciente, intentaba sujetar un estilete con la mano izquierda y el muñón de la derecha, que estaba envuelto en una gruesa venda.