Shani gritó. Era un grito agudo, que taladraba. Ahogando el pesado, inhumano gemido del mutilado al ser asesinado. Iola, lanzándose sobre las andas, cubrió con su cuerpo al siguiente herido. Su rostro estaba blanco como el lienzo de un vendaje, los labios comenzaron involuntariamente a temblar. El elfo entrecerró los ojos.
– ¡Va vort, beanna! -ladró-. ¡Porque te atravieso junto con este dh'oine!
– ¡Largo de aquí! -Rusty se encontró junto a Iola en tres saltos, la cubrió-. Largo de mi tienda, asesino. Vete allí, al campo. Allí está tu lugar. Entre otros asesinos. ¡Mataos allí los unos a los otros si queréis! ¡Pero largo de aquí!
El elfo miró hacia abajo. Hacia el rechoncho mediano temblando de miedo, cuya coronilla de una cabeza rizada no le alcanzaba ni al cinturón.
– Bloede pherian -silbó-. ¡Lacayo de los humanos! ¡Apártate de mi camino!
– De eso nada. -Los dientes del mediano tintineaban, pero las palabras eran muy claras.
El otro elfo se acercó y empujó al cirujano con el asta de su gincho. Rusty cayó de rodillas. El alto elfo alejó a Iola del herido con un empujón brutal, alzó la espada.
Y se quedó congelado al ver en la capa negra enrollada bajo la cabeza del herido las llamas de plata de la división Deithwen. Y la distinción de coronel.
– ¡Yaevinn! -gritó entrando en la tienda una elfa de cabellos oscuros recogidos en una trenza-. ¡Caemm, veloe! ¡Ess'evgyriad a'dh'oine a'en va! ¡Ess' tess!
El elfo alto miró por un instante al coronel herido, luego miró a los ojos llorosos por el miedo del cirujano. Luego giró sobre sus talones y salió.
Del otro lado de la tienda volvió a alcanzarles un tamborileo, aullidos, el tintineo del acero.
– ¡A por los Negros! ¡Matadlos! -gritaban miles de voces. Alguien gritó como una bestia, el aullido se convirtió en un gorgoteo macabro.
Rusty intentó levantarse, pero no le obedecían los pies. Tampoco le hacían demasiado caso las manos.
Iola, agitada por los fuertes espasmos de un llanto reprimido, se tendió junto a las andas del herido nilfgaardiano. En posición fetal.
Shani lloraba sin intentar esconder las lágrimas. Pero seguía sujetando los ganchos. Marti cosía tranquilamente, sólo los labios se le movían en una especie de mudo monólogo.
Rusty, que todavía no podía levantarse, se sentó. Sus ojos se cruzaron con la mirada de un enfermero apretado en el hueco de la tienda.
– Dame un trago de aguardiente -dijo con esfuerzo-. Y no me digas que no tienes. Os conozco, bribones. Siempre tenéis.
El general Blenheim Blenckert estaba de pie en los estribos, estiraba el cuello como una garza, escuchaba los ruidos de la batalla.
– Estirad la formación -ordenó a los jefes-. Y enseguida llegaremos al trote al otro lado de la colina. Por lo que dicen los exploradores, saldremos directamente al ala derecha de los Negros.
– ¡Y les daremos leña! -gritó con voz fina uno de los tenientes, un mocoso de bigote aterciopelado y escaso. Blenckert le miró de reojo.
– Comenzad por la escuadra del frente -ordenó, tomando la espada-. Y en la carga gritad. «¡Redania!», gritad a pleno pulmón. Que los muchachos de Foltest y Natalis sepan que vienen refuerzos.
El conde Kobus de Ruyter había luchado en diversas batallas desde hacía cuarenta años, desde que tenía dieciséis. Además era soldado de octava generación, sin duda tenía algo en los genes que suponía que los gritos y el barullo de las batallas, que para otro cualquiera no eran más que algarabía que producía miedo y ahogaba todo, eran para él como una sinfonía, como un concierto. De Ruyter de inmediato escuchaba en el concierto otras notas, acordes y tonos.
– ¡Vivaaa, muchachos! -bramó, agitando su bastón de mando-. ¡Redania! ¡Viene Redania! ¡Las águilas! ¡Las águilas!
Desde el norte, al otro lado de la colina, se acercaba a la lucha una masa de caballeros sobre los que ondeaba una enseña de color amaranto y un enorme confalón con el águila de plata redana.
– ¡Refuerzos! -gritó De Ruyter-. ¡Vienen los refuerzos! ¡Vivaaa! ¡Matad a los Negros!
El soldado de octava generación vio al momento que los nilfgaardianos recogían el ala, intentando volverse hacia los refuerzos que cargaban con un frente ceñido y corto.
Sabía que no se les podía permitir aquello.
– ¡Seguidme! -bramó, arrancando el estandarte de las manos del abanderado-. ¡Seguidme! ¡Tretogorianos, seguidme!
Atacaron. Atacaron como suicidas, de un modo terrible. Pero con efectividad. Los nilfgaardianos de la división Venendal mezclaron las filas y entonces cayeron sobre ellos con fuerza las banderas redanas. Un enorme grito golpeó el cielo.
Kobus de Ruyter no vio ya aquello, ni lo oyó. Un virote perdido de ballesta le acertó directamente en la sien. El conde se resbaló en su silla y cayó del caballo, el estandarte le cubrió como un sudario.
Ocho generaciones de De Ruyter, que estaban siguiendo la batalla desde el otro mundo, asintieron con reconocimiento.
– Se puede decir, señor teniente, que a los norteños aquel día los salvó un milagro. O un cúmulo de casualidades que nadie estaba en condiciones de prever… Cierto que Restif de Motholon escribe en su libro que el mariscal Coehoorn cometió un error en su valoración de las fuerzas y las intenciones del contrario. Que asumió un riesgo demasiado grande al separar el grupo de ejército Centro y lanzarlo en una persecución de caballería. Que entabló batalla azarosamente sin tener al menos una superioridad de tres a uno. Y que no le dio importancia al reconocimiento, no descubrió al ejército redaño que iba en refuerzo…
– ¡Cadete Puttkammer! ¡Las «obras» de dudoso valor del señor de Montholon no están en el programa de esta escuela! ¡Y su majestad imperial se pronunció bastante críticamente acerca de este libro! De modo que el señor cadete no debe citarlo aquí. Ciertamente, me extraña. Hasta este momento su respuesta era bastante buena, incluso excelente, y de pronto comienza usted a chamullar acerca de milagros y cúmulos de circunstancias, al final incluso se permite usted el criticar las capacidades militares de Menno Coehoorn, uno de los más grandes caudillos que haya dado el imperio. Cadete Puttkammer y el resto de señores cadetes, si piensan ustedes seriamente en aprobar el examen habrán de escuchar y recordar: en Brenna no actuaron milagros algunos ni casualidades, ¡sino la conjura! ¡Fuerzas enemigas y saboteadores, elementos disidentes, repugnantes sanguijuelas, cosmopolitas, cadáveres políticos, traidores y vendidos! Una llaga, que luego se cauterizó con hierro al rojo. Sin embargo, antes de que se llegara a ello, esos repugnantes traidores a su propia nación tejieron sus telas de araña y construyeron sus trampas de redes. ¡Ellos engatusaron y traicionaron entonces al mariscal Coehoorn, le engañaron y le indujeron a error! Ellos, granujas sin honor ni fe, simples…
– Hijos de puta -repitió Menno Coehoorn, sin apartar el anteojo-. Simples hijos de puta. Pero ya os encontraré, esperad, ya os enseñaré lo que significa un reconocimiento. ¡De Wyngalt! Busca personalmente al oficial que estuvo de patrulla en la colina al norte. Manda colgar a todos, a la patrulla entera.
– A la orden -chocó los tacones Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal. Por aquel entonces no podía saber que Lamarr Flaut, el tal oficial de la patrulla, moría precisamente en aquel momento aplastado por un caballo de la división secreta de los norteños, aquélla, precisamente, que no había sido capaz de descubrir… De Wyngalt no podía tampoco saber que a él mismo no le quedaban más que dos horas de vida.
– ¿Cuántos hay, señor Trahe? -Coehoorn seguía sin retirar el anteojo-. ¿En vuestra opinión?
– Por lo menos, diez mil -respondió secamente el caudillo de la Séptima daerlana-. Sobre todo de Redania, pero veo también los triángulos de Aedirn… Hay también un unicornio, así que también tenemos a Kaedwen… Al menos una división…