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La división iba al galope, de bajo sus cascos salpicaba la arena y la grava.

– ¡Adelante, la Gris! -gritó el centurión Mediocazo, borracho como siempre-. ¡Atacad, matad! ¡Kaedweeen! ¡Kaedweeen!

Joder, vaya unas ganas de mear que tengo, pensó Zyvik. Tenía que haber meado antes de la batalla…

Ahora puede que no haya ocasión.

– ¡Adelante, la Gris!

Siempre la Gris. Donde hay algo malo, la Gris. ¿A quién se manda como cuerpo de expedición a Temería? La Gris. Siempre la Gris. Y yo tengo ganas dé mear.

Llegaron. Zyvik gritó, se giró en la montura y cortó por la oreja, destrozando la hombrera y el cuello de un jinete de capa negra con una estrella de plata de ocho puntas.

– ¡La Gris! ¡Kaedweeen! ¡Atacad, atacad!

Con un golpeteo, un estampido y un tintineo, entre los gritos de los humanos y los relinchos de los caballos, la división Gris chocó contra los nilfgaardianos.

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– De Mellis-Stoke y Braibant podrán con estos refuerzos -dijo tranquilo Elan Trahe, caudillo de la Séptima brigada daerlana-. Sus fuerzas son parecidas, nada malo ha pasado todavía. La división de Tyrconnel ha de equilibrar su ala izquierda, Magne y Venendal han de seguir a la derecha. Y nosotros… Nosotros podemos desequilibrar la balanza, señor mariscal…

– Atacando las filas, siguiendo a los elfos -comprendió al punto Menno Coehoorn-. Entrando por detrás, despertando el pánico. ¡Cierto! ¡Así haremos, por el Gran Sol! ¡Al ataque, señores! ¡Nausicaa y Séptima, llegó vuestra hora!

– ¡Viva el emperador! -bramó Kees van Lo.

– Señor de Wyngalt. -El mariscal se dio la vuelta- Por favor, recoged a los asistentes y al escuadrón de protección. ¡Basta de no hacer nada! Iremos a la carga junto con la Séptima daerlana.

Ouder de Wyngalt palideció levemente, pero se dominó de inmediato.

– ¡Viva el emperador! -gritó, y la voz casi no le tembló.

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Rusty cortaba, el herido aullaba y arañaba la mesa. Iola, luchando valientemente con los movimientos de su cabeza, cuidaba las vendas y sondas. Desde la entrada a la tienda se oía la excitada voz de Shani.

– ¿Adonde? ¿Se han vuelto todos locos? ¿Aquí están esperando los vivos que los salven y vosotros andáis arrastrando a los muertos?

– ¡Pero si se trata del propio barón Anselmo Aubry, señora médica! ¡El caudillo de la bandera!

– ¡Era el caudillo de la bandera! ¡Ahora no es más que un difunto! ¡Lo habéis conseguido traer hasta aquí de una pieza sólo porque su armadura es estanca! Lleváoslo de aquí. ¡Esto es un lazareto y no un cementerio!

– Pero, señora médica…

– ¡No me entorpezcáis la entrada! Oh, allí traen a uno que todavía respira. Al menos parece que respira. Porque puede que no sean más que gases.

Rusty rebufó, pero de inmediato frunció el ceño.

– ¡Shani! ¡Ven aquí de inmediato!

«Recuerda, mocosa -dijo a través de sus dientes apretados, inclinado sobre un pie destrozado-, que un cirujano sólo se puede permitir el cinismo después de diez años de práctica. ¿Lo vas a recordar?

– Sí, don Rusty.

– Toma el raspador y retira el periostio… Joder, estaría bien el anestesiarlo todavía un poco… ¿Dónde está Marti?

– Vomitando delante de la tienda -dijo Shani sin sombra de cinismo-. Como un gato.

– Hechiceras -Rusty tomó el hacha-, en lugar de pensar diversos terribles y potentes sortilegios, debiera concentrarse mejor en encontrar uno. Uno tal que gracias al cual pudieran lanzar hechizos pequeños. Como por ejemplo, anestesiante. Pero sin problema. Y sin tener que vomitar.

El hacha silbó y el hueso crujió. El herido lanzó un grito.

– ¡Las vendas más apretadas, Iola!

Por fin cedió el hueso. Rusty lo trabajó con una serreta, se limpió la frente.

– Venas y nervios -dijo maquinal e innecesariamente, porque antes de que terminara la frase, ya habían salido las muchachas. Retiró de la mesa el pie cortado y lo lanzó a un rincón, al montón de otras extremidades amputadas. El herido no gritaba ni aullaba desde hacía algún tiempo.

– ¿Desmayado o muerto?

– Desmayado, don Rusty.

– Estupendo. Cósele el muñón, Shani. ¡Traed el siguiente! ¡Iola, ve y comprueba si Marti ya ha vomitado todo!

– Me intriga -dijo Iola bajito, sin alzar la cabeza- cuántos años de práctica tenéis vos, don Rusty. ¿Cien?

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Al cabo de algunos minutos de una marcha forzada que alzaba una nube de polvo, los gritos de los decuriones y centuriones se detuvieron por fin y desplegaron en línea al regimiento de Wyzima. Jarre, jadeando y tomando aliento como un pez, vio al voievoda de Bronibor desfilando a lo largo del frente con su hermoso alazán cubierto con placas de armadura. El mismo voievoda también estaba vestido con una armadura completa. Su armadura estaba cubierta de líneas azules, gracias a las cuales Bronibor tenía el aspecto de una enorme caballa.

– ¿Qué tal estáis, soldados?

Las filas de piqueros respondieron con un rugido que resonó como un trueno lejano.

– Os estáis tirando pedos -constató el voievoda, haciendo girar su armado caballo y conduciéndolo al paso a lo largo del frente-. Es decir, que estáis bien. Porque si estuvierais mal, no os peeríais a media voz, sino que gritaríais y aullaríais como condenados. Por vuestras caras veo que os morís por entrar en batalla, que soñáis con la lucha, ¡que ya no podéis aguantar las ganas de véroslas con los nilfgaardianos! ¿Eh, soldados de Wyzima? ¡Entonces tengo una buena noticia para vosotros! Vuestros sueños se van a cumplir en un instante. En un corto, pequeño instante.

Los piqueros murmuraron de nuevo. Bronibor, llegándose hasta el final de la línea, se dio la vuelta, siguió hablando, golpeando con su bastón la adornada bola de su silla.

– ¡Habéis tragado polvo, infantes, marchando detrás de los caballeros armados! Hasta ahora, en vez de gloria y botín habéis estado oliendo mierda de caballo. Poco ha faltado para que incluso hoy, cuando se ha tenido gran necesidad, no hayáis llegado al campo de la gloria. ¡Pero lo habéis conseguido, os felicito de todo corazón! Aquí, en esta aldea de cuyo nombre no quiero acordarme, mostraréis por fin lo que valéis como soldados. Esa nube que veis en el campo es la caballería nilfgaardiana, que pretende destrozar a nuestro ejército con un ataque por el flanco, empujarnos y hundirnos en los pantanos de ese río de cuyo nombre tampoco consigo acordarme. A vosotros, famosos piqueros wyzimos, os ha correspondido por voluntad del rey Foltest y del condestable Natalis el honor de defender el hueco que ha surgido en nuestras filas. Cerrad ese hueco con vuestros propios pechos, por así decirlo, detened la carga nilfgaardiana. Os alegráis, ¿no, camaradas? ¿Os embarga el orgullo?

Jarre, apretando el asta de su pica, miró a su alrededor. Nada apuntaba a que los soldados estuvieran contentos ante la perspectiva de la cercana lucha, y, si les embargaba el orgullo por el honor de cerrar el hueco, lo sabían esconder muy bien. Melfi, que estaba a la derecha del muchacho, murmuraba una oración por lo bajo. A su izquierda, Deuslax, optimista profesional, se sorbía los mocos, maldecía y tosía nerviosamente.

Bronibor dio la vuelta al caballo, se enderezó en la silla.

– ¡No lo oigo! -bramó-. He preguntado si os embarga el puto orgullo.

Esta vez los piqueros, no viendo otra salida, rugieron al unísono que les embargaba. Jarre también gritó. Si todos, pues todos.

– ¡Bien! -El voievoda detuvo al caballo ante el frente-. ¡Y ahora me vais a formar aquí como es debido! Centuriones, ¿a qué esperáis, su puta madre? ¡A formar un tetrágono! ¡La primera fila de rodillas, la segunda de pie! ¡Clavad las picas! ¡No por ese lado, idiota! ¡Sí, sí, a ti te lo digo, cabrón peludo! ¡Más arriba la punta, arriba, abuelo! ¡Apretaos, juntaos, acercaos, hombro con hombro! ¡Ah, ahora tenéis un aspecto imponente! ¡Casi como si fuerais un ejército!