Jarre se encontró en la segunda fila. Apoyó con fuerza la base de la pica en la tierra, apretó el asta en sus manos sudorosas por el miedo. Melfi barboteaba confusamente, repetía diversas palabras que se referían principalmente a los detalles de la vida íntima de los nilfgaardianos, los perros, las perras, los reyes, condestables, voievodas y las madres de todos ellos.
La nube iba creciendo en el campo.
– ¡No os tiréis pedos ni chirriéis los dientes! -gritó Bronibor-. ¡El pensamiento de que podáis asustar con esos ruidos a los caballos nilfgaardianos es falso! ¡Que aquí nadie se haga ilusiones! Quienes avanzan hacia nosotros son la brigada Nausicaa y la Séptima daerlana, estupendas, bruñidas, un ejército bien entrenado. ¡A éstos no se los puede asustar! ¡No se los puede vencer! ¡Hay que matarlos! ¡Más arriba esas picas!
Desde lejos les llegaba el sonido de los cascos, todavía bajito pero cada vez más crecido. La tierra comenzó a temblar. En la nube de polvo, como si fueran chispas, comenzaron a brillar las hojas.
– ¡Para vuestra puta suerte, wyzimos -gritó de nuevo el voievoda-, la pica normal de la infantería del tipo nuevo y moderno tiene veintiún pies de largo! Mientras que la espada nilfgaardiana es de tres pies y medio. ¿Sabéis contar, no? Sabed que ellos también saben. Pero cuentan con que no aguantaréis, que os saldrá vuestra verdadera naturaleza, que se confirmará y se verá que sois unos cágaos, unos cobardes y unos putos follaovejas. Los Negros cuentan con que os daréis la vuelta y os echaréis a correr y ellos os perseguirán por el campo y os cortarán las testas, las sienes y los cuellos, os cortarán confortablemente y sin esfuerzo.
«Recordad, capullos, que aunque el miedo les da a los talones una velocidad extraordinaria, no podréis huir de los caballos. Quien quiera vivir, a quien le gusten la gloria y el botín, ¡habrá de resistir! ¡Resistir con saña! ¡Resistir como un muro! ¡Y mantener las filas!
Jarre miró a su alrededor. Los ballesteros que estaban detrás de la linca de piqueros ya estaban haciendo girar sus manivelas, en el interior del tetrágono ya se veían las puntas de las bisarmas, las lanzas, las alabardas, las jabalinas, las gujas, las archas y los bieldos. La tierra temblaba cada vez más, en la negra pared de la caballería que se lanzaba hacia ellos parecía ya que se podían distinguir las siluetas de los jinetes.
– Mama, mamita -repetía Melfi con los labios tembloroso-. Mama, mamita…
– … tu puta madre -murmuraba Deuslax.
El tamborileo iba en aumento. Jarre quería lamerse los labios, pero no lo consiguió. La lengua había dejado de moverse normalmente, se le había quedado tiesa de una forma extraña y estaba seca como serrín. El tamborileo crecía.
– ¡Apretaos! -gritó Bronibor, tomando la espada-. ¡Sentid los hombros de vuestro compañero! ¡Recordad que ninguno de vosotros está luchando solo! ¡Y que el único remedio contra el miedo que sentís es la pica en vuestra mano! ¡Listos para la lucha! ¡Las picas al pecho del caballo! ¿Qué vamos a hacer, soldados wyzimos? ¡Es una pregunta!
– ¡Resistir! -gritaron al unísono los piqueros-. ¡Resistir como un muro! ¡Mantener las filas!
Jarre también gritó. Si todos, pues todos. De bajo los cascos de los caballos que venían derechos salpicaba la arena, la grava y las piedras. Los jinetes que cargaban aullaban como demonios, agitaban las armas.
Jarre se aferró a la pica, escondió la cabeza en el hombro y cerró los ojos.
Jarre, sin dejar de escribir, expulsó con un brusco movimiento de su muñón a una avispa que estaba zumbando sobre el tintero.
El plan del mariscal Coehoorn quedóse en nada, su ataque por el flanco fue detenido por la heroica infantería de Wyzima al mando del voievoda de Bronibor, pagando con la su sangre de héroes. Y por el tiempo en que la infantería wyzima resistíase, comenzó Nilfgaard a desparramarse por el ala siniestra. He aquí que unos comenzaron a poner pies en polvorosa, otros andaban agrupándose para se mejor defender, rodeados como estaban por todos lados. Lo mismo al poco le sucedió al ala diestra, donde la bravura de enanos y condotieros al fin pudiera sobre la fuerza de Nilfgaard. Por todo el frente se alzó un gran grito de triunfo, y en los corazones de los caballeros reales entró un nuevo espíritu. Mientras que los nilfgaardienses perdieron el suyo, las manos les temblaron, y nuestros arqueros principiaron a asaetearlos como a gorrino.
Y comprendió el mariscal de campo Menno Coehoorn que la batalla estaba perdida, viendo cómo morían y se dispersaban a su alredor las brigadas.
Y se allegaron entonces a él los oficiales y caballeros a ofrecerle los sus frescos y descansados caballos, clamándole que huyera para salvar la vida. Mas impávido latía el corazón en el pecho del nilfgaardiense mariscal. «No es digno», gritó, rechazando la rienda que se le ofrecía. «No es digno que como cobarde hubiera de escapar del campo en el que bajo mi mando han caído por el imperio tan muchos buenos hombres». Y añadió el bravo Menno Coehoorn…
– Y además no queda por donde pirárselas -añadió sereno y serio Menno Coehoorn, mirando a su alrededor-. Nos han rodeado por completo.
– Dadme vuestra capa y vuestro yelmo, señor mariscal. -El capitán Sievers se limpiaba la sangre y el sudor del rostro-. ¡Tomad los míos! Bajaos de vuestro alazán, tomad el mío… ¡No protestéis! ¡Vos debéis vivir! Sois preciso para el imperio, insustituible… Nosotros, daerlanos, nos lanzaremos contra los norteños, nos los atraeremos, vosotros por vuestra parte, intentad cruzar por allí, abajo, junto al poblado de pescadores…
– No saldréis de ésta -murmuró Coehoorn, agarrando las riendas que se le tendían.
– Es un honor. -Sievers se enderezó en la montura-. ¡Soy un soldado! ¡De la Séptima daerlana! ¡Conmigo, la fe! ¡Conmigo!
– Suerte -murmuró Coehoorn, echándose sobre los hombros la capa daerlana con el escorpión negro en el hombro-. ¿Sievers?
– ¿Sí, señor mariscal?
– Nada. Suerte, muchacho.
– Que os acompañe también la suerte, señor mariscal. ¡A los caballos, por mi fe!
Coehoorn les siguió con la mirada. Largo rato. Hasta el momento en el que el grupo de Sievers, con un estampido, un griterío y un estruendo, se enfrentó a los condotieros. Con un pelotón que les superaba en número y al que además de inmediato se le sumaron otros. Las capas negras de los daerlanos desaparecieron entre las grises de los condotieros, todo se hundió en el polvo.
Coehoorn volvió en sí a causa de las tosecillas nerviosas de Wyngalt y sus asistentes. El mariscal se arregló las cinchas y las correas. Controló al desasosegado caballo.
– ¡A los caballos! -ordenó.
Al principio les fue bien. En la salida del vallecillo que conducía al rio se estaba defendiendo con saña un pelotón de resistentes de la brigada Nausicaa, cada vez menos numeroso, erizado de lanzas, sobre el que los norteños habían concentrado momentáneamente todo el ímpetu y toda la fuerza, habiendo logrado realizar un hueco en el arco. Bien del todo, se entiende, no les salió: tuvieron que abrirse paso a tajos a través de una ola de caballería voluntaria ligera, a juzgar por sus símbolos, bruggense. La lucha fue corta pero rabiosa y brutal. Coehoorn había perdido y arrojado ya todos los restos y apariencias de su patética heroicidad, ahora ya sólo quería sobrevivir. Sin siquiera echar un vistazo a la escolta que se enfrentaba a los bruggenses, galopó a toda prisa con sus asistentes en dirección al río, aplastándose y aferrándose al cuello del caballo.