– ¿De quién es ese fueguecillo moribundo? -preguntó el brujo.
– Tuyo -respondió la Muerte.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas
La planicie, casi hasta las mismas cumbres de las montañas lejanas, se adivinaban grises entre la niebla, era un auténtico mar de piedra: pronto se ondulaba formando montículos o crestas como se encrespaba en los agudos dientes de los arrecifes. Los despojos de las naves naufragadas contribuían a aquella sensación. Los había por decenas. Restos de galeras, de galeazas, de cocas, de carabelas, de bergantines, de carracas, de drakkars. Algunos daban la impresión de llevar allí poco tiempo, otros no eran ya más que unos montones de tablas y cuadernas difícilmente reconocibles, que sin duda estaban allí desde hacía décadas, cuando no siglos.
Algunas de las naves yacían con la quilla hacia lo alto. Otras, tumbadas de lado, parecían haber sido arrojadas por galernas y tempestades satánicas. Y otras daban la sensación de navegar, surcando ese océano de piedra. Se alzaban rectas y firmes, con sus desafiantes mascarones, con sus mástiles apuntando al cénit, con los restos de las velas, obenques y estays agitándose al viento. Tenían hasta unas tripulaciones fantasmales: los esqueletos de los marineros muertos, atrapados entre los tablones podridos y enredados en las maromas, eternamente atareados en una navegación sin fin. Asustados por la presencia de un jinete, ahuyentados por el ruido de los cascos, desde los palos, vergas cubos y esqueletos alzaron el vuelo entre graznidos bandadas de pájaros negros. En un momento el cielo se llenó de manchas que empezaron a revolotear sobre el filo de un precipicio, en cuyo fondo había un lago, liso y gris como el mercurio. Al borde de ese precipicio, en parte dominando con sus torres el escenario de los naufragios, en parte colgando sobre el lago sus bastiones enraizados en las rocas verticales, se alzaba una oscura y tétrica fortaleza. Kelpa reculó, resopló, aguzó las orejas, contempló recelosa los restos de los barcos, los esqueletos, todo aquel paisaje de muerte. También se fijó en aquellos pajarracos negros que no paraban de graznar: habían vuelto a posarse en las perchas y mástiles cuarteados, en los obenques y en las calaveras. Los pájaros decidieron que no había que tener miedo al jinete solitario. Si alguien tenía que estar asustado allí, ése debería ser precisamente el jinete.
– Tranquila, Kelpa -dijo Ciri con la voz alterada-. Éste es el final del camino. Éste es el lugar apropiado y el tiempo apropiado.
Apareció delante del portón sin saber de dónde venía, como un fantasma entre los restos del naufragio. Los centinelas que montaban guardia junto al portón fueron los primeros en detectar su presencia, alertados por el graznido de las chovas. Ahora estaban gritando, gesticulando, señalándola con el dedo, llamando a sus camaradas.
Cuando por fin llegó a la torre donde estaba el portón, se había congregado mucha gente. Y se había levantado un ajetreo enorme. Todos la miraban boquiabiertos. Los pocos que ya la conocían y la habían visto anteriormente, como Boreas Mun y Dacre Silifant. Y también aquellos otros, mucho más numerosos, que tan sólo habían oído hablar de ella: los reclutas de Skellen, los mercenarios y los vulgares bandoleros de Ebbing y sus alrededores, que miraban pasmados a aquella chiquilla de cabellos grises que tenía una cicatriz en la cara y llevaba una espada colgada a la espalda. Y también a la hermosa yegua mora que mantenía la cabeza erguida. Entre resoplidos, sus pasos repiquetearon en las losas del patio.
Cesó el murmullo. Se hizo un silencio casi absoluto. La yegua marcaba los pasos, alzando las extremidades como una bailarina, las herraduras resonaban como martillazos contra un yunque. Pasó mucho tiempo hasta que, por fin, les cortaron el paso, atravesando bisarmas y ronconas. Alguien, con un movimiento vacilante y atemorizado, alargó la mano hacia las riendas. El animal soltó un bufido.
– Conducidme -dijo bien alto la muchacha- hasta el señor de este castillo.
Boreas Mun, sin saber por qué lo hacía, le sostuvo el estribo y le dio la mano. Otros sujetaron a la yegua, que no paraba de patear y bufar.
– ¿Reconocismeis, noble señora? -preguntó Boreas en voz baja-. Pues visto ya nos habíamos.
– ¿Dónde?
– En el hielo.
Le miró directamente a los ojos.
– Entonces no me fijé en vuestras caras -dijo impasible.
– Eras la Dama del Lago. -Asintió muy serio con la cabeza-. ¿Por qué vinistee, muchacha?
– ¿Por qué? Por Yennefer. Y por mi destino.
– Por tu muerte, más bien -susurró-. Éste es el castillo de Stygga. Yo, en siendo tú, me iría lo más lejos posible.
Ella volvió a mirarle. Y Boreas al momento comprendió qué significaba esa mirada.
Apareció Stefan Skellen. Estuvo largo rato mirando a la chica, con brazos cruzados. Por fin, con un gesto enérgico, ordenó que le acompañara. Ella le siguió sin decir nada, escoltada por todas partes por gente armada.
– Extraña moza -dijo Boreas entre dientes. Y se estremeció.
– Por suerte, ella ya no es problema nuestro -comentó mordaz Dacre Silifant-. Me sorprende que hayas con ella platicado de aquesta manera. Esa bruja mató a Vargas y a Fripp, y más tarde a Ola Harsheim…
– Fue Antillo quien mató a Harsheim -le cortó Boreas-. No ella. Ella nos perdonó la vida en el hielo, pese a que podía habernos acogotado como a cachorrillos y habernos ahogado. A todos. También a Antillo.
– Mírale. -Dacre escupió sobre las losas del patio-. Ahora la va a premiar por su compasión, en compañía del hechicero y de Bonhart. Kirs prepárate, Mun, porque la espera una buena. Le van a sacar la piel a cachos.
– Eso, seguro -refunfuñó Boreas-. Porque canallas son éstos. Y nosotros mejores no somos, pues a su servicio estamos.
– ¿Tenemos acaso escapatoria? No, no la tenemos.
De pronto, uno de los lacayos de Skellen soltó un grito contenido, y otro lo secundó. Alguien blasfemó, alguien suspiró. Alguien, sin abrir a boca señaló con el dedo.
Las almenas, las ménsulas, los tejados de los torreones, las cornisas, los parapetos y guimbergas, los canalones, gárgolas y mascarones estaban cubiertos, hasta donde alcanzaba la vista, de pájaros negros, furtivamente, sin un solo graznido, habían venido volando desde el truno de los naufragios y ahora estaban posados en silencio, a la expectativa.
– Ventean la muerte -masculló uno de los esbirros.
– Y la carroña -añadió otro.
– No tenemos escapatoria -repitió maquinalmente Silifant, mirando a Boreas. Boreas Mun miraba a los pájaros.
– ¿No será hora -respondió en voz baja- de que la tengamos?
Ascendieron por unas grandes escaleras de tres tramos, recorrieron un largo pasillo, entre una hilera de estatuas instaladas en hornacinas, dejaron atrás un pórtico que rodeaba un vestíbulo. Ciri avanzaba decidida, sin ningún temor, no la asustaban ni las armas ni las jetas patibularias de los tipos que la escoltaban. Había mentido cuando dijo que no se acordaba de las caras de los hombres del lago helado. Sí se acordaba. Se acordaba de cómo Stefan Skellen, el mismo que la conducía, con lúgubre semblante, a las profundidades de aquel aterrador castillo, tiritaba y le castañeteaban los dientes cuando estaban en el hielo.
Ahora, mientras él no le quitaba la vista de encima y la acribillaba a miradas, ella sentía que aún la temía un poco. Respiró hondo.
Entraron en una estancia cubierta por una alta bóveda nervada y estrellada, sustentada en columnas, iluminada por una enorme araña. Ciri vio quién la estaba esperando. Notó cómo el terror hundía las garras en sus entrañas, hacía presa en ellas, daba violentos tirones y se las retorcía.