En tres pasos, Bonhart llegó junto a ella. Con ambas manos, la cogió de la almilla, a la altura del pecho, y la levantó, a la vez que tiraba de ella hacia sí, acercando el rostro de la chica a sus pálidos ojos de pez.
– El infierno -le gritó- será terrible, sin duda, mas tú no tardaste en preferirme a mí.
No le respondió. El aliento le apestaba a alcohol.
– O puede que fuera el infierno quien a ti no te quisiera. ¿Qué dices, pequeño monstruo? ¿No será que aquella torre diabólica te escupió con asco, tras de haber probado tu veneno? -Se la acercó aún más. Volvió la cara y la echó hacia atrás-. Muy bien. Haces bien en tener miedo. Termínase aquí tu sendero. De aquí ya no te escapas. Aquí, en este castillo, voy a sacarte la sangre de las venas.
– ¿Habéis terminado, señor Bonhart?
Reconoció al instante a quien lo había dicho. El hechicero Vilgefortz, que primero había estado prisionero en Thanedd, cargado de grilletes, y que después la había perseguido hasta la Torre de la Gaviota. Entonces, en la isla, parecía muy apuesto. Ahora algo había cambiado en su cara, algo la hacía parecer desagradable y terrorífica.
– Permitidme, señor Bonhart -el hechicero ni se movía, sentado en aquel asiento que recordaba a un trono-, que sea yo quien asuma la grata tarea de dar la bienvenida al castillo de Stygga a nuestra huésped, la doncella Cirilla de Cintra, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, descendiente de la afamada Lara Dorren aep Shiadhal. Sed bienvenida. Acercaos, por favor.
En las últimas palabras del hechicero ya no había ni rastro de escarnio disfrazado de cortesía. Sólo había en ellas amenaza y autoridad. Ciri dio cuenta desde el primer momento de que no estaba en condiciones de oponerse a sus órdenes. Sentía terror. Un terror espantoso.
– Acercaos más -dijo Vilgefortz, hablando entre dientes. Por fin Ciri podía percibir qué era lo que había de raro en aquel rostro. El ojo izquierdo, notablemente más pequeño que el derecho, pestañeaba, parpadeaba y daba vueltas como loco en una cuenca anaranjada y amoratada. Era un espectáculo horrible-. Porte valiente, señales de miedo en la cara -dijo el hechicero, ladeando la cabeza-. Mis respetos. Siempre que el valor no se deba a la estupidez. Me apresuro a desmentir cualquier posible ilusión. De aquí, como ya ha hecho ver con mucha razón el señor Bonhart, no te vas a escapar. Ni con la teleportación, ni con la ayuda de tus singulares dotes.
Ciri sabía que tenía razón. Hasta entonces se había convencido a sí misma de que, si algo llegaba a ocurrir, siempre sería capaz, aunque fuera en el último momento, de escapar y ocultarse en los diferentes espacios y tiempos. Pero ahora sabía que se trataba de una esperanza ilusoria, de una quimera. El castillo hasta vibraba a causa de aquella magia maligna, hostil, extraña. La magia hostil y extraña la impregnaba, la penetraba, se arrastraba como un parásito por sus entrañas, dejaba un rastro repugnante en el cerebro. No había nada que hacer. Estaba en poder del enemigo. Impotente.
Apenas sabía lo que hacía, pensaba. Sabía por qué había venido. Todo lo demás, de hecho, ha sido una mera fantasía. Así pues, que pase lo que tenga que pasar.
– Bravo -dijo Vilgefortz-. Una evaluación muy certera de la situación. Que pase lo que tenga que pasar. Para ser más exactos: que pase lo que yo decida. Me gustaría saber si también adivinas, excelsa mía, qué es lo que voy a decidir.
Ciri quiso responder, pero, antes de ser capaz de vencer la resistencia de su reseca y contraída garganta, Vilgefortz, habiendo sondeado sus pensamientos, volvió a adelantarse.
– Claro que lo sabes. Señora de los Mundos. Señora del Tiempo y el Espació. Sí, sí, excelsa mía, tu visita no me pilla de sorpresa. Yo, como siempre, sé adonde huíste desde el lago y de qué modo lo hiciste. Sé de qué modo has conseguido llegar hasta aquí. Sólo hay una cosa que no sé: ¿ha sido largo el camino? ¿Te ha proporcionado muchas emociones?
De nuevo, con una sonrisa miserable, Vilgefortz se adelantó a su respuesta:
– Oh. No tienes por qué responder. Yo ya sé que ha sido muy interesante y apasionante. Estoy impaciente por probarlo yo también. No sabes cómo envidio ese talento tuyo. Te vas a ver obligada a compartirlo conmigo, excelsa mía. Sí, «obligada» es la palabra adecuada. Mientras no compartas conmigo tu talento, no pienso soltarte ni un minuto. Día y noche te voy a tener atrapada en mis manos.
Ciri había comprendido, finalmente, que no era sólo el terror lo que le oprimía la garganta. El hechicero la amordazaba y la estrangulaba mágicamente. Se estaba burlando de ella. Humillándola. A la vista de todo el mundo.
– Libera… a Yennefer -consiguió soltar, como si tosiera, contrayéndose del esfuerzo-. Libérala… Y conmigo puedes hacer lo que quieras.
Bonhart estalló en carcajadas, también Stefan Skellen se echó a reír secamente. Vilgefortz se hurgó con el meñique en una esquina de su macabro ojo.
– No puedes ser tan simple como para no saber que, de todos modos, puedo hacer contigo lo que me apetezca. Tu oferta es patética, tan penosa como ridícula.
– Me necesitas… -Ciri levantó la cabeza, a costa de un gran esfuerzo-. Para tener un hijo conmigo. Eso es lo que quieren todos, tú también. Sí, estoy en tu poder, he venido yo sola… Tú no me has atrapado, aunque me has perseguido por medio mundo. He venido yo sola y yo sola me entregaré a ti. Por Yennefer. Por su vida. ¿Te parece ridículo? Entonces, inténtalo conmigo por la fuerza, tómame por las bravas… Ya verás qué rápido se te pasan las ganas de reírte.
Bonhart se plantó a su lado de un salto, amenazándola con su fusta. Vilgefortz hizo un gesto casi imperceptible, un leve movimiento de la mano, pero bastó para que el látigo saliera volando de la mano del cazador, y él mismo se tambaleara como si lo hubiera embestido una vagoneta cargada de carbón.
– Veo que el señor Bonhart -dijo Vilgefortz, frotándose los dedos- sigue teniendo problemas para entender cuáles son los deberes de un huésped. Os aconsejo que lo tengáis muy presente: cuando se va de visita, ni se destroza el mobiliario y las obras de arte, ni se roban cachivaches, ni se empuercan las alfombras y los sitios de difícil acceso. No se viola ni se pega a otros invitados. Esto último, al menos, hasta que el anfitrión no haya acabado de violar y pegar, hasta que no nos dé a entender que ya es posible ponerse a violar y a dar golpes. De todo esto que acabo de decir también tú deberías sacar las oportunas conclusiones, Ciri. ¿No eres capaz? Yo te ayudo. Te entregas a mí y te conformas humildemente con todo, me permites hacer contigo todo lo que se me antoje. Y crees que es una oferta extremadamente generosa. Te equivocas. Porque se trata de que yo voy a hacer contigo lo que debo hacer, y no lo que me gustaría hacer. Por ejemplo: desearía, a modo de revancha por lo de Thanedd, sacarte al menos un ojo, pero no puedo hacerlo, porque me temo que no sobrevivirías.
Ahora o nunca, se dijo Ciri. Se dio media vuelta, desenvainó a Golondrina. De pronto, todo el castillo empezó a girar, sintió cómo caía, despellejándose dolorosamente las rodillas. Se dobló hasta tocar casi el suelo con la frente, luchó con las ganas de vomitar. La espada se le escapó de los dedos entumecidos. Alguien la recogió.
– Bueeeno… -dijo Vilgefortz, prolongando el sonido, con la barbilla apoyada en las manos, colocadas como si fuera a rezar-. ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, es verdad, de tu oferta. La vida y la libertad de Yennefer a cambio de… ¿A cambio de qué? ¿De tu entrega volunta y de buena gana, sin violencia, sin recurrir a la fuerza? Lo siento Ciri. Para lo que te pienso hacer, la violencia y la fuerza resultan indispensables, así de sencillo… Sí, si -repitió, mirando con curiosidad cómo intentaba vomitar la chica, retorciéndose con cada arcada y escupiendo saliva-. Sin violencia ni fuerza no vamos a ninguna parte. Te seguro que jamás te prestarías voluntariamente a lo que te voy a hacer. Así que, como puedes ver, tu oferta, siendo penosa y ridícula, sobre todo es que no tiene ninguna utilidad. De modo que la rechazo. ¡Venga, lleváosla! Al laboratorio.