El laboratorio no se diferenciaba mucho del que Ciri ya conocía del templo de Melitele en Ellander. También estaba bien iluminado, limpio, y tenía unas mesas largas con planchas de latón, repletas de objetos de cristaclass="underline" llenas de tarros, de retortas, de matraces, de probetas, de tubitos, de lentes, de alambiques silbantes y gorgoteantes y de otros prodigiosos intrumentos. También aquí, al igual que allí, en Ellander, había un intenso y desagradable olor a éter, a alcohol, a formol y a algo más, algo que inspiraba terror. Incluso allí, en el ambiente amigable del templo, al lado de las amigables sacerdotisas y de la amigable Yennefer, Ciri se sentía aterrada en el laboratorio. Y eso que allí, en Ellander, nadie la arrastró nunca hasta el laboratorio a la fuerza, nadie la sentó brutalmente en un banco, nadie la sujetó férreamente de las manos y los hombros. Allí, en Ellander, no había en medio del laboratorio un sobrecogedor sillón de acero, cuya forma era de una evidencia sádica. No estaban allí aquellos tipos vestidos de blanco y rapados al cero, no estaba allí Bonhart, no estaba allí Skellen, excitado, enrojecido y lamiéndose los labios. Y tampoco estaba allí Vilgefortz, con un ojo normal y otro diminuto y moviéndose de un modo atroz.
Vilgefortz se apartó de la mesa, donde había estado disponiendo unos instrumentos que producían espanto.
– Ya sabes, mi excelsa doncella -empezó, acercándose a ella-, que para mí eres la llave para alcanzar el poder y el dominio. Dominio no sólo de este mundo, que es vanidad de vanidades, condenado además a una pronta destrucción, sino sobre todos los mundos. Sobre toda la gama de espacios y de tiempos nacidos de la conjunción. Sin duda me entiendes, pues tú misma has visitado algunos de esos espacios y de esos tiempos. -Se subió las mangas, tras lo cual siguió hablando-. Vergüenza me da admitirlo, pero el poder me atrae de un modo increíble. Es algo banal, ya lo sé, pero yo quiero ser soberano. Un soberano a quien reverencien, a quien bendigan sus súbditos sólo por ser quien es, un soberano a quien veneren como a un dios, si, pongamos por caso, decide salvar su mundo de un cataclismo. Aunque lo salve sólo por capricho. Oh, Ciri, cómo me regocija la idea de recompensar espléndidamente a los fieles, y de castigar cruelmente a los rebeldes y soberbios. Miel, dulce almíbar, serán para mi alma las preces elevadas hasta mí por generaciones enteras, implorando mi amor y mi gracia. Generaciones enteras, Ciri, mundos enteros. Presta atención. ¿No los oyes? Pidiendo salvarse del aire, el hambre, el fuego, la guerra y la cólera de Vilgefortz…
Movió los dedos muy cerca de su cara, después la cogió bruscamente de las mejillas. Ciri gritó, se resistió, pero la tenían sujeta con fuerza. Los labios le empezaron a temblar. Vilgefortz se dio cuenta y soltó una carcajada.
– La Niña del Destino -se rió nervioso, y se le vio una motita blanca de saliva en la comisura de los labios-, Aen Hen Ichaer, la sagrada Antigua Sangre élfica… Ahora ya sólo eres mía. -Se irguió bruscamente. Se limpió los labios-. Toda clase de idiotas y de místicos -proclamó, recobrando su frío tono habitual- han intentado meterte en cuentos, leyendas y patrañas, han investigado el gen del que eres portador, la herencia de tus antepasados. Confundiendo el cielo con las estrellas reflejadas en la superficie de un estanque, supusieron llenos de misticismo que ese gen, al que atribuyen grandes posibilidades, seguiría evolucionando, que la plenitud de su poder la alcanzaría en tu hijo o en el hijo de tu hijo. Y creció a tu alrededor un aura fascinante, se extendió un humo de incienso. Pero la verdad es más banal, mucho más prosaica. Orgánicamente prosaica, diría yo. Aquí lo importante, mi excelsa, es tu sangre. Pero en el sentido más literal, para nada figurado, de la palabra.
Cogió de la mesa una jeringuilla de cristal, de una longitud aproximada de medio pie. La jeringuilla acababa en un fino capilar, ligeramente curvo. Ciri notó cómo se le secaba la boca. El hechicero examinó la jeringuilla a la luz de una lámpara
– En unos momentos -le anunció fríamente Vilgefortz- te vamos a desnudar y a colocarte en ese sillón, sí, justo ése que estás mirando con tanta curiosidad. Aunque sea en una posición algo incómoda, vas a pasar un rato ahí sentada. Y con ayuda de este otro aparato que, como veo, también te fascina, serás fecundada. No va a ser tan terrible, la mayor parte del tiempo vas a estar semiinconsciente gracias a elixires que te pienso administrar por vía intravenosa, para asegurar la correcta implantación del óvulo fecundado y prevenir un embarazo extrauterino. No debes tener miedo, tengo experiencia, lo he hecho cientos de veces. Es verdad que nunca con la elegida de la suerte y el destino, pero no creo que la matriz y los ovarios de una elegida se diferencien tanto de la matriz y los ovarios de las chicas corrientes… ahora, lo más importante. -Vilgefortz se deleitaba oyéndose a si mismo-. No sé si te vas a apenar o te vas a alegrar, pero debes saber que no vas a parir ningún niño. Quién sabe, a lo mejor resultaba un gran elegido con unas capacidades fuera de lo común, salvador del mundo y rey de naciones. Pero nadie está en condiciones de garantizarlo y, aparte de eso, yo no tengo intención de esperar tanto tiempo. Lo que yo necesito es la sangre. Más concretamente, la sangre de la placenta. En cuanto ésta se desarrolle, te la sacaré. El resto de mis planes y propósitos, como podrás comprender, ya no te conciernen, excelsa mía, así que no tiene sentido ponerte al corriente de ellos, sería frustración innecesaria.
Se calló, haciendo una pausa efectista. Ciri no era capaz de controlar el temblor de su boca.
– Y ahora -el hechicero hizo un gesto teatral-, ten la bondad de sentarte en el sillón, joven Cirilla.
– No estaría nada mal -a Bonhart le brillaron los dientes por debajo de los bigotes grises- que esa perra de Yennefer viera esto. ¡Se lo tiene bien merecido!
– Claro que sí. -En la comisura de los labios del sonriente Vilgefortz volvió a aparecer una motita blanca de saliva-. La fecundación es un hecho sagrado, majestuoso y solemne, un misterio al que conviene que asistan los parientes más próximos. Y Yennefer es poco menos que una madre para ella, y esa figura, en las culturas primitivas, interviene de manera casi activa en el desfloramiento de la hija. ¡Venga, traedla aquí!
– En lo tocante a esa fecundación -Bonhart se inclinó sobre Ciri, a la que los acólitos rapados del hechicero ya habían empezado a desvestir-, ¿no sería posible, don Vilgefortz, hacerlo a la antigua usanza? ¿Como los dioses mandan?
Skellen resopló, sacudiendo la cabeza. Vilgefortz frunció ligeramente una ceja.
– No -rechazó secamente-. No, señor Bonhart. No sería posible.
Ciri, como si se acabara de dar cuenta de la gravedad de la situación, soltó un grito desgarrador. Uno, y luego otro.
– Vaya, vaya -dijo el hechicero, torciendo el gesto-. Con valentía, con la frente y la espada bien altas, nos metemos en la boca del lobo, ¿y ahora resulta que nos asustamos por unos tubitos de cristal? Qué vergüenza, mi joven señora.
Ciri, sin ninguna vergüenza, se desgañitó por tercera vez. Gritó tanto que los aparatos del laboratorio tintinearon.
Y todo el castillo de Stygga respondió de pronto con gritos de alarma.
– La desgracia acecha, hijos míos -insistía Zadarlik, raspando con el canto claveteado de la roncona el estiércol incrustado entre las piedras del patio-. Ay, sí, ya lo veréis, una desgracia, pobres de nos.
Miró a sus camaradas, pero ninguno de los centinelas comentó nada. Tampoco tomó la palabra Boreas Mun, que se había quedado con los guardias en el portón. Por su propia voluntad, no porque se lo hubieran ordenado. Podía haber ido con Antillo, como Silifant, podía haber visto con sus propios ojos qué iba a ser de la Dama del Lago, qué suerte la esperaba. Había preferido quedarse ahí, en el patio, al descubierto, lejos de las estancias y las salas de la torre del homenaje, adonde habían conducido a la chica. Allí estaba seguro de que ni siquiera sus gritos le podían alcanzar.