– Lo han dejado -afirmó Nimue con convicción, al tiempo que se retorcía los cabellos mojados-. Lo que ellos mismos no sabían lo emparedaron entre fábulas y palabras bonitas. O lo cubrieron de silencio.
– ¿Por ejemplo?
– La estancia invernal del brujo en Toussaint, por no ir más lejos. Todas las versiones de la leyenda tratan este episodio con una corta frase: «Los héroes pasaron el invierno en Toussaint». Incluso Jaskier, que dedicó dos capítulos a sus andanzas en este condado, resulta sorprendentemente enigmático en lo que respecta al brujo. ¿No merece la pena enterarse de lo que sucedió aquel invierno? ¿Después de la huida de Belhaven y del encuentro con el elfo Avallac'h en el complejo subterráneo de Tir ná Béa Arainne? ¿Después de la escaramuza de Caed Myrkvid y de la aventura de los druidas? ¿Qué hizo el brujo en Toussaint desde octubre hasta enero?
– ¿Qué hizo? ¡Invernar! -bufó la adepta-. Antes del deshielo no podía cruzar el paso, por eso invernó y se aburrió. No es de extrañar que los autores posteriores apañaran ese fragmento tan aburrido con un lacónico: «Pasó el invierno». Mas, si se necesita, pues intentaré soñar algo. ¿Tenemos algún cuadro o algún dibujo?
Nimue sonrió.
– Tenemos incluso un dibujo dentro de un dibujo.
El fresco rupestre presentaba una escena de caza. Unos hombrecillos que portaban arcos y lanzas pintados con un negligente trazo de pincel daban feroces saltos persiguiendo a un bisonte grande de color violeta. El bisonte tenía en los costados rayas como de tigre y sobre sus retorcidos cuernos se alzaba algo que recordaba a una libélula.
– Así que ésta es la pintura. -Regis sacudió la cabeza-. Pintada por el elfo Avallac'h. Un elfo que sabía mucho.
– Sí -dijo Geralt con sequedad-. Ésta es la pintura.
– El problema radica en que en estas cuevas que hemos explorado concienzudamente no hay ni rastro ni de elfos ni de las otras criaturas que mencionaste.
– Estaban aquí. Ahora se han escondido. O se han ido.
– Eso es un hecho indudable. No te olvides, te concedieron audiencia sólo gracias a la disposición de la flamínica. Seguramente pensaron que con una audiencia bastaba. Después de que la flamínica rechazara colaborar categóricamente, de verdad que no sé qué más puedes hacer. Llevamos todo el día vagando por estas cuevas. No puedo librarme de la sensación de que lo hemos hecho para nada.
– Yo tampoco puedo librarme de esa sensación -dijo el brujo con amargura-. No entiendo a los elfos. Pero por lo menos ya sé por qué la mayoría de los humanos no tienen mucha simpatía por los elfos. Porque resulta difícil librarse de la sensación de que se burlan de nosotros. En todo lo que hacen, lo que dicen, lo que piensan, los elfos se burlan de nosotros, se mofan. Nos escarnecen.
– El antropomorfismo habla por tu boca.
– Puede que un poco. Pero queda la sensación.
– ¿Qué hacemos?
– Volvamos a Caed Myrkvid, a ver a Cahir, al que sin duda los druidas ya habrán curado su cabeza escalpada. Luego nos subiremos al caballo y usaremos de la invitación de la condesa Anna Henrietta. No pongas esa cara, vampiro. Milva tiene una costilla quebrada, Cahir la testa rota, un poco de descanso en Toussaint les vendrá bien a ambos. También habrá que sacar a Jaskier del lío en que se ha metido, porque me temo que se ha metido en uno bueno.
– En fin -suspiró Regis-, que así sea. Tendré que mantenerme lejos de los espejos y los perros, tener cuidado con los hechiceros y los telépatas… Y si pese a todo me desenmascararan, cuento contigo.
– Puedes contar conmigo -respondió Geralt, serio-. No te abandonaré en la necesidad. Amigo.
El vampiro sonrió y, como estaban solos, con toda su ristra de colmillos.
– ¿Amigo?
– El antropomorfismo habla por mi boca. Venga, salgamos de esta gruta, amigo. Porque lo único que vamos a encontrar aquí va a ser un reuma.
– Lo único. A no ser que… ¿Geralt? Tir ná Béa Arainne, la necrópolis élfica, de acuerdo con lo que viste, está al otro lado de la pintura rupestre, al otro lado de esta pared… Se podría llegar allí si… Bueno, sabes. Si se destrozara esto. ¿No has pensado en ello?
– No. No he pensado.
El Rey Pescador había vuelto a tener suerte, porque para la cena tenían salvelino ahumado. El pescado estaba tan rico que la lección se fue al garete. Otra vez Condwiramurs comió demasiado.
A Condwiramurs se le repetía el salvelino ahumado. Es hora de ir a dormir, pensó, cuando se sorprendió a sí misma pasando por segunda vez las páginas del libro maquinalmente, sin percibir su contenido. Es hora de ir a dormir.
Bostezó, puso el libro a un lado. Arregló el almohadón, pasando de la posición de lectura a la de descanso. Apagó la lámpara con un hechizo. Al instante la habitación se sumió en unas tinieblas impenetrables y densas como melaza. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban apretadas a conciencia, la adepta ya sabía que soñaba mucho mejor en las tinieblas. ¿Qué elegir?, pensó, estirándose y retorciéndose entre las sábanas. ¿Ir a una fuente oniródica o probar a anclar?
Pese a sus orgullosas declaraciones, las soñadoras no recordaban ni la mitad de sus sueños proféticos, una parte significativa de ellos se quedaba en la mente de las onirománticas como un galimatías de imágenes, colores cambiantes y formas como de caleidoscopio, infantil juguete de espejos y cristalillos. No era tan grave; si las imágenes carecían de todo orden y hasta de la apariencia de tener sentido, se podía entonces tranquilamente pasarlas por alto y seguir con el orden del día. Algo así como: si no me acuerdo, quiere decir que no merece la pena recordar. En el argot de las soñadoras a estos sueños se los llamaba «chuminadas».
Pero algo peor y más vergonzante era el «fantasma», los sueños de los que las soñadoras recordaban tan sólo fragmentos, únicamente retazos de sentido, sueños tras los que por la mañana sólo quedaban sentimientos confusos de señales recibidas. Si además el «fantasma» se repetía, podía estarse seguro de que se tenía que ver con un sueño de significativo valor oniródico. Entonces la soñadora, mediante la concentración y la autosugestión, intentaba obligarse a soñar de nuevo, esta vez de forma más completa, un «fantasma» concreto. Los mejores resultados los daba el método de obligarse a dormir otra vez nada más despertarse: se llamaba a esto «enganchar». Si el sueño no se dejaba «enganchar», quedaba intentar producir de nuevo una visión dada durante una de las siguientes sesiones mediante concentración y meditación. Una programación así llevaba por nombre «anclarse». Después de doce noches en la isla, Condwiramurs tenía ya tres listas, tres grupos de sueños. Había una lista de éxitos dignos de orgullo, una lista de «fantasmas» que la soñadora había «enganchado» o «anclado» con éxito. Entre ellos estaba el sueño sobre la rebelión de la isla de Thanedd, así como el viaje del brujo y su grupo bajo una tormenta de nieve por el paso de Malheur, y bajo lluvias primaverales por húmedos caminos en el valle de Sudduth. Había -y la adepta no se lo había reconocido a Nimue- una lista de fracasos, de sueños que pese a todos los esfuerzos seguían siendo un enigma. Y había una lista de trabajo, una lista de sueños que esperaban su turno. Y había un sueño, extraño, pero muy agradable, que volvía en retazos y fragmentos, en sonidos inexpresables y toques de terciopelo.
Un sueño agradable y tierno.
Bueno, pensó Condwiramurs. Que así sea.
– Resulta que sé lo que estuvo haciendo el brujo durante el invierno en Toussaint.
– Vaya, vaya. -Nimue apartó la vista por encima de los oculares del grimorio encuadernado en piel que estaba valorando-. ¿Así que al final has soñado algo?