– Mala señal esos pájaros negros. -Zadarlik señaló con un gesto de la cabeza a las chovas que seguían posadas en los muros y cornisas-. Mala espina me da esa moza, venida en una yegua mora. Feo asunto éste en el que servimos a Antillo, os lo digo yo. Dícese, amén, que el propio Antillo no es ya oficial de la corona ni señor de importancia, sino esbirro como nosotros. Que el emperador le tiene una atroz inquina. Tal que a nosotros, hijitos, que nos van a coger a todos juntos. Nos aguarda una grande desgracia. Pobres de nos.
– ¡Ay, ay! -añadió otro centinela, un bigotudo con un sombrerete decorado con plumas de cigüeña negra-. ¡El palo nos espera! Mala cosa, si el emperador anda de malas.
– Ah, vosotros -intervino otro, llegado al castillo de Stygga muy recientemente, con la última partida de mercenarios reclutada por Skellen-. Puede que el emperador tiempo ya no haiga de fatigarse con nosotros. Paece que anda en nuevas turbulencias. Cuéntase que hubo una batalla cojonuda allá en las tierras del norte. Los norteños pudieron a los imperiales, les han dao en los morros, les han machacao.
– Entonces -dijo un cuarto-, a lo mismo no es tan mala cosa que andemos acá, con Antillo, ¿no? Siempre será mejor estar acá, en lo más alto.
– De seguro que sí -dijo el recién llegado-. La impresión tengo yo de que el Antillo va para arriba. Y nosotros, estando a su lado, saldremos a flote.
– Ay, hijitos. -Zadarlik se apoyó en su roncona-. Tontos del bote sois.
Los pájaros negros levantaron el vuelo. El aleteo y los graznidos i ensordecedores. Oscurecieron el cielo y se pusieron a girar alrededor del bastión.
– ¿Qué diablos? -chilló uno de los centinelas.
– Os ruego que abráis la puerta.
Boreas Mun notó de pronto un penetrante olor a hierbas: salvia, menta y tomillo.
Tragó saliva, sacudió la cabeza. Cerró los ojos y los volvió a abrir.
De nada sirvió. Un individuo flaco, entrecano, con pinta de recaudador de impuestos, se había plantado a su lado, y no tenía intención de desaparecer. Estaba ahí parado, sonriendo con la boca muy tensa. A Boreas se le erizaron tanto los cabellos que casi se le cae la gorra.
– Os ruego que abráis la puerta -repitió el tipo sonriente-. Sin tardanza. Será lo mejor, os lo aseguro.
Zadarlik soltó la roncona, que resonó al chocar con el suelo. Se quedó paralizado, moviendo los labios sin articular palabra. Tenía la mirada perdida. Los demás se acercaron al portón, dando pasos rígidos, sin naturalidad, como autómatas. Quitaron la traviesa. Descorrieron el cerrojo.
Cuatro jinetes irrumpieron en el patio entre el estruendo de sus herraduras.
Uno tenía los cabellos blancos como la nieve, una espada relampagueaba en su mano. Le seguía una mujer rubia que tensaba su arco sn dejar de cabalgar. El tercer jinete, una jovencita, le abrió la cabeza a Zadarlik de un golpe impetuoso con su sable curvo.
Boreas Mun recogió el arma que había dejado caer y se cubrió con el asta. El cuarto jinete se le echaba encima. Unas alas de rapaz destacaban a ambos lados de su yelmo. La espada resplandeció, bien alta.
– Déjalo, Cahir -dijo resueltamente el peloblanco-. Hay que ahorrar tiempo y sangre. Milva, Regís, por ahí…
– No -farfulló Boreas, sin saber por qué lo hacía-. Por ahí no… No mas que un paso ciego es ése. Aquél es el vuestro camino, por esas escaleras… A la torre del homenaje. Si queréis salvar a la Dama del Lago… hais de daros prisa.
– Gracias -dijo el albino-. Gracias, desconocido. ¿Has oído, Regis? ¡Adelante!
Al cabo de un instante sólo había cadáveres en el patio. Y Boreas Mun, todavía apoyado en el asta de su roncona. No podía soltarla.
Hasta tal punto le temblaban las piernas. Las chovas seguían girando sobre el castillo de Stygga dando graznidos, como una nube negra que envolvía las torres y los bastiones.
Vilgefortz escuchó el informe jadeante del mercenario que había llegado a la carrera con serenidad estoica y rostro imperturbable. Pero su ojo desbocado y parpadeante le traicionó.
– Acuden en su ayuda en el último momento -le rechinaban los dientes-, es para no creer. Esas cosas no pasan. O sí pasan, pero en los infames teatrillos de los mercados, y así salen como salen. Ten la bondad, buen hombre, de decirme que todo eso te lo acabas de inventar, que se trata, no sé, de una inocentada.
– No me he inventado nada -dijo indignado el soldadote-. ¡Estoy contando la verdad! Han irrumpido unos… Toda una cuadrilla…
– Vale, vale -le cortó el hechicero-. Era una broma. Skellen, ocúpate personalmente de este asunto. Tendrás ocasión de demostrar cuánto vale de verdad ese ejército tuyo que tanto oro me cuesta.
Antillo estalló, y empezó a hacer aspavientos, nervioso.
– ¿No te parece que te lo tomas muy a la ligera, Vilgefortz? -gritó-. Me parece que no te das cuenta de la gravedad de la situación. Si han atacado el castillo, ¡tienen que ser las tropas de Emhyr! Y eso significa…
– Eso no quiere decir nada -le interrumpió el hechicero-. Pero yo ya sé qué es lo que te pasa. Espero que, teniéndome a tus espaldas, aumente tu ánimo. Vamos. Vos también, señor Bonhart.
»En cuanto a ti -clavó su espantoso ojo en Ciri-, no te hagas ilusiones. Ya sé yo quién ha venido en tu ayuda, en una acción más propia de una farsa barata. Y te aseguro que voy a convertir la farsa en una escena de horror.
»¡Eh, vosotros! -llamó a sus sirvientes y acólitos-. Encadenad a la chica con dwimerita, encerradla en una celda con tres cerrojos y no os mováis de la puerta. Respondéis con vuestra cabeza. ¿Entendido?
– Como ordenéis, señor.
Entraron en un pasillo, por el pasillo llegaron a una gran sala llena de esculturas, una auténtica gliptoteca. Nadie les cerró el paso. Tan sólo se toparon con unos cuantos lacayos, que huyeron nada más verlos.
Subieron a la carrera por unas escaleras. Cahir echó abajo una puerta a patadas, Angouléme irrumpió con un grito de guerra, derribó de un sablazo el yelmo de una armadura que había junto a la puerta, tomándola por un centinela. Se dio cuenta de su error y se partió de risa.
– Je, je, je. Fijaos…
– ¡Angouléme! -Geralt la llamó al orden-. ¡No te quedes ahí parada! ¡Sigue!
Enfrente de ellos se abrió una puerta, más allá de la cual se percibían unas siluetas. Milva, sin pensárselo dos veces, tensó el arco y disparó una flecha. Alguien dio un grito. Cerraron las puertas, Geralt oyó el ruido de un cerrojo al correrse.
– ¡Adelante, adelante! -gritó-. ¡No os paréis!
– Brujo -dijo Regis-. Esta carrera no tiene sentido. Voy a hacer un… un vuelo de reconocimiento.
– ¡Vuela!
El vampiro desapareció, como si el viento se lo hubiera llevado. Geralt no tuvo tiempo de asombrarse.
De nuevo se toparon con hombres, armados esta vez. Cahir y Angouléme se lanzaron hacia ellos dando gritos, pero sus oponentes salieron corriendo. Más que nada, al parecer, gracias a Cahir y su imponente casco alado.
Fueron a parar a un pórtico, una galería que rodeaba un vestíbulo interior. Sólo les separaban ya unos veinte pasos de la entrada que llevaba a las entrañas del castillo, cuando por el extremo opuesto de la galería aparecieron unos individuos. Resonaron los ecos de sus gritos.
Y silbaron sus flechas.
– ¡Cubríos! -gritó el brujo.
Las flechas caían como una verdadera granizada. Las plumas zumbaban, las puntas arrancaban chispas del enlosado, levantaban el estucado de las paredes, convirtiéndolo en un polvillo fino.